martes, 13 de noviembre de 2018

Relato 242


                                    Despedida

Por un momento piensa que las palabras que acaba de cruzar con el botones pueden ser las últimas que pronuncie, las últimas que vibren en su garganta, ¡qué miedo!, las últimas que escuche alguien. Pero, no, luego vendrán más, no muchas, algunas. Cierra tras de sí la puerta de la habitación 313, deja la tarjeta magnética encima de la mesita, la pequeña maleta Roller junto a la cama. No creo que la abra. Siempre hoteles y más hoteles, sin una casa propia, la misma moqueta granate, los cajones vacíos, el armario con perchas desvencijadas, vacías de vida, la desolación le parece irrespirable. Abre el balcón, aún lleva la chaqueta de cuadros, la corbata gris, la mueca triste. Anochece. Afuera, en la plaza del Sol, un bullicio de gente joven se arremolina en grupitos sentados en el suelo de la plaza, alrededor de unas cervezas. Ríen, hablan, gesticulan, disfrutan, despreocupados, el mundo les pertenece. Siempre ha sido taciturno, esta noche se siente además nostálgico. Ojalá estuviera con ellos. Se imagina un titular: Poeta estrellado durante la noche en Barcelona. El recurso al suicidio le mantiene vivo, le da margen de maniobra, una excusa. 313 es un capicúa.  El trece le persigue desde que nació un trece de diciembre. Le dedicó un librito que tuvo cierto éxito: Trece poemas y tú. De eso hace tiempo, de joven. Ahora le pesan los años, la tristeza, la soledad, el silencio. Esta noche intentaré guardar silencio, pero no va a poder. No tiene bastante fortaleza para guardar silencio. Hay demasiado bochinche en la plaza, en su cabeza, un runrún constante, un hervidero de voces que martillea su cerebro desde niño. Sólo las mujeres se lo apacigua. Marca un número en el móvil, el del primer nombre femenino de la agenda. Espera de pie en el balcón. El aire es cálido aun siendo noviembre. Suceden unos tonos interminables, los jóvenes celebran algo en círculo, otros se añaden, las terrazas de los bares se llenan. Viene más gente de otras calles, serpentinas de colores. Una voz responde al fin, una voz lejana.
        —Ana, soy yo —dice, sin dejarla hablar —,ven a verme, estoy aquí, he vuelto, en el hotel de Gracia. Oye ruidos de platos, la tele y una respuesta:
         —No puedo, sabes que es imposible, lo nuestro pasó, ya no existe.
        —Ana, necesito verte, esta noche lo necesito, cenemos juntos, para que el pasado sea presente.
        —No puedo, estoy con la cena, mi hijo llora, Carlos está por llegar, no puedo, déjame.
        La cantinela crece en su cabeza, en la plaza del Sol, en el barrio de Gracia. Imagina otro titular: Desde el balcón de un tercero se precipitó al vacío un poeta en Barcelona.  El tiempo se acorta, no se resigna, llama a otra mujer, no quiere morir solo esta noche. Sin respuesta. Insiste, marca otros números, agota la agenda, nadie contesta. Ninguna de sus amantes responde, nadie está para él disponible. Aguantar no sirve de nada. Hace tiempo que sabía que llegaría este momento, y el runrún que no cesa.
        En una hoja de papel del hotel escribe:
        Queridas Ana, Esmeralda, Carmela, Rocío, Rosa, Enriqueta, Elvira y Yolanda, queridas, os he amado a mi manera, os he llamado y no queréis saber nada de mí, necesitaba veros, estoy en el hotel de Gracia, quiero despedirme de vosotras: ojalá os pudráis en vida antes de que yo muerto. Os deseo lo peor, adiós.  (Lo siento, Julia).

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