miércoles, 31 de diciembre de 2014

Relato 40

                                                2015

Es tan viejo y sabio que nadie sabe con certeza la edad que tiene, nadie ha vivido lo suficiente para llevar la cuenta. Ni el propio andrógino lo comenta ni lo sabe con seguridad, se ha dejado llevar por los siglos, ha galopado detrás de las estrellas infinidad de veces y se ha fusionado con todos los soles y seres vivos existentes hasta fundirse y difuminarse en ellos. Es tan viejo, sabio y famoso que lo mencionan todos los libros sagrados del planeta habidos y por haber, aunque con diferentes nombres y nadie, absolutamente nadie se atreve a hacer nada sin su autorización. Le llaman genéricamente el eterno pues lleva con la humanidad sufriente y moliente no menos de 2014 años, tutelándola, cuidándola como se cuida a un bebé recién nacido, incapaz de valerse por sí mismo. 
       Sin embargo, y ésta es la novedad, esta noche termina su largo viaje, su fantástico viaje cíclico, con las doce campanadas termina su presencia en el mundo, con el año 2015 el eterno desaparece de la faz del mundo para cumplir con una antiguo designio, con su destino. También él es un servidor de la totalidad. También él viene predeterminado desde que un día emergió para el universo humano, desde que estableció el pacto sagrado con toda la jerarquía, el de cerrar el ciclo de veladura de la humanidad con el nuevo año, esta noche. El eterno desaparecerá esta noche, está programado desde hace eones, su trabajo se ha llevado a cabo con éxito, se ha consumado el propósito inicial, ni una torcedura en la línea del gran libro de las acciones humanas, nada ha sido en vano, por extraño que sea, todo dirigido para levantar del suelo a un bebé indefenso, nada se ha extraviado ni perdido en la evolución humana, todo ha sido reciclado por los siglos de los siglos. 
     Han pasado generaciones y el eterno ha envejecido, su barba blanca, larguísima y sus ojos azules y marrones resaltan en la noche estrellada. Sube al tren que le lleva al final, está sereno, seguro, ha cumplido con su encargo especial, por la ventanilla ve pasar la historia humana, la interminable lista de atrocidades y barbaries que la humanidad ha realizado en su nombre, también los grandes avances científicos, sociales y espirituales, ve pasar una tras otra todas las miserias y grandezas humanas, y ve que sigue ahí, la humanidad, avanzando, persistente, contra viento y marea, superando obstáculos que como bien sabe el eterno no son más que alimento sagrado y sutil para fortalecer a un bebé que le toca ya ponerse de pie y andar por sí solo, que no necesita más a los dioses. 
      El eterno ha estado siempre ahí, custodiando, pero ahora su presencia se ha vuelto innecesaria, llega a la estación término, va ligero de equipaje, desciende por la escalerillas, parsimonioso, le esperan sus ancestros, un reencuentro largamente esperado, se abrazan y se funden en una nube gaseosa, amorosa, que se eleva más allá de las campanadas de esta noche, más allá de las estrellas y se alejan gozosos, se les oye reír, resuenan carcajadas desde la música de las esferas. El eterno se ha esfumado con el nuevo año 2015, la humanidad ha crecido, se afirma mayor, puede ir sola por sus raíles y no se siente huérfana, ¡felicidades!      

martes, 23 de diciembre de 2014

Relato 39

                                        Alguien

Esta mañana especial, bien temprano, alguien ha deslizado por debajo de la puerta de su casa la siguiente nota:
                 
                 Llega el invierno/ Con su luna creciente/ Amenazando.

        Cuando se levanta y lee el poema ya había amanecido. Con ojos legañosos y durante un buen rato se queda de pie, ante la ventana, con pijama y bata, mirando el cielo, implorándole una respuesta. Todo inútil, allí sólo habían azules, claros, sol radiante. Seré idiota, piensa. Entonces, empieza a balancearse de un pie al otro, al principio imperceptiblemente y

                 Sin decir nada/ rompe el maldito papel/  y engulle el verso.


        Imperceptiblemente —decía— ahí estaba ante la ventana del mundo, aún en pijama y bata, oscilando ligero sobre los talones cuando sin previo aviso y sin saber por qué se le humedecen los ojos y rompe a llorar, contenidamente, en silencio. Todo sin pensar, instintivo, irrefrenable como los días que pasan, como llega el invierno.

martes, 16 de diciembre de 2014

Relato 38

                                                Chof

        Se mira en el espejo medio dormido y le dice “Buenos días, Ernesto”, al tiempo que sonríe y le hace un guiño. “Buenos días”, parece contestarle el espejo desde la pared de azulejos verdes y blancos. “Te veo más arrugado que ayer, claro que a estas horas de la mañana, quién no”. El espejo es muy normal, no os vayáis a creer, rectangular y grande lleva arriba tres apliques plateados, oxidados en su base, y por abajo unas líneas biseladas con algunas manchas negras.  Cada vez que Ernesto va al espejo busca por inercia estas manchas y se acuerda de quien se lo vendió. “Será por la humedad del baño”―le dijo la señora de la tienda donde lo compró hace unos años, una señora de grandes tetas y aire ausente. Bueno, en realidad, este espejo es otro, porque el anterior, igualito a éste, se oxidó por el mismo sitio, recién comprado. No puede ser que en tres meses esté tan estropeado, esto es un fallo de fábrica ―le dijo la señora tetuda y se lo cambió.
                Actualmente la tienda de baños ya no existe, plegó, ¡lástima!, parece ser que el matrimonio se separó o alguna cosa así.  Aquí, en el barrio, las tiendas abren y cierran en menos de un parpadeo de ojos. “Tampoco estás tan oxidado” ―le dice Ernesto, sonriente mirando las manchas. Generalmente no enciende los apliques, le basta con las halógenas del techo, pero esta mañana sí; hace clic en el interruptor con enchufe que está junto al espejo y las tres bombillas mates de sesenta w. (la señora de las tetas gordas insistió en que no se superara esa potencia) le iluminan el rostro frontalmente, empequeñeciéndole los ojos; se los refriega con pereza, bosteza varias veces, estira los brazos hasta casi tocar una halógena, aúlla con desespero y mira de reojo el espejo: “Buenos días” –insiste, pero ahora no hay respuesta. Se ve despeinado, con el cabello lacio, casi noruego, pero en moreno; se acicala con la mano, inútil; se frota el rostro, la barba de un día le pica, se aproxima más al espejo, se ve puntitos blancos. “Canas” –le dice , pero el espejo no responde. Él ríe.
                Estira el brazo, abre un armario de acero inoxidable con espejo de cuerpo entero y de un estante coge la máquina de afeitar: es una Philishave de tres cabezales. Tenía razón su padre: ¡es mejor máquina que la Braun! Su padre ha sido fiel siempre a unas determinadas marcas y la Philips es una de ellas. Por suerte aún vive, aún puede seguir diciéndole: “Padre, te quiero” “no, por nada, bueno, sí, por tu fidelidad, por estar ahí, por todo.” Coger la afeitadora y acordarse de su padre es lo mismo, cada día, cada mañana. La conecta en el enchufe, la deja apoyada en el lavabo, frente al espejo y se baja los pantalones y los calzoncillos granates, sentándose en la taza del váter: es un Roca blanco. Sonríe; se acuerda  que una vez conoció realmente a un tipo llamado Roca,  no se le subió encima, claro, era profesor de inglés de BUP, era muy cachondo, siempre de broma con los adolescentes, pero cuando le convenía se ponía serio, desconcertando a los alumnos y haciendo las delicias de las alumnas; entonces, entre ellas decían: “Ya ves, con el Roca hasta el más valiente se caga.”
                Sentado en la taza con los pantalones del pijama  y los calzoncillos caídos, Ernesto toma la máquina eléctrica y empieza a afeitarse por la sotabarba. No es por ganar tiempo, no, que va, es por el ruidito... El ruidito de la afeitadora está unido al de sus intestinos, de modo que ahí sentado estimula los movimientos peristálticos estos y por consiguiente las ganas de cagar. Cuando pasa por la zona siempre difícil del mentón suelta algunas ventosidades, sin duda precursoras de una mierda segura, que aunque se oyen, no huelen. Ernesto se pede cada vez más, sabe que no conviene apresurarse ni hacer más fuerzas de las necesarias “no sea –recuerda- que le ocurra lo que le sucedió a su cuñado Alfonso que tanto se esforzó el pobre que acabó con unas hemorroides espantosas que finalmente tuvo que operarse. ¡Estuvo meses sin poder sentarse! “No, poco a poco y con cuidadito”―se dice; de hecho Ernesto no va duro, normalmente hace unas boñigas delgadas como lagartijas, pero de momento sigue ahí, ventoseándose.
                Se acuerda de Helena, una vieja amiga, antropóloga, cuando le decía que de joven siempre se refugiaba en el cuarto de baño para leer a López Ibor y enterarse en secreto de los entresijos de la sexualidad ¡Qué tiempos!
                Sin pausa y sin prisa Ernesto siente en la barriga un crujido y en la punta del culo que le asoma algo. Ahí está el churro calentito de su cuerpo que se desenvuelve como un regalo tierno, retorciéndose  como una viruta de chocolate. Desconecta la afeitadora y guarda silencio, deja todo pensamiento, todo recuerdo, toda distracción del presente a un  lado y se concentra en el momento, escucha atentamente : la cagarruta en caída libre estalla en el fondo, salpicándole el culo. Es el mismo chof que oía cuando de crío dejaba caer a escondidas piedras al pozo del huerto de su tío,¡El mismo chof! Un silencio especial y un chof también especial. “Empiezo bien el día ―piensa― cagando evito cagarla. Bien.” En un cartel de madera fina colgado de un cordel en la pared de azulejos verdes y blancos lee en letras mayúsculas: “Sólo a partir del silencio se puede escuchar” y ve de nuevo la cara bronceada de Helena cuando le regaló el cartel: “ten para ti, un recuerdo mío, del Brasil, de los indios guaraníes.”  “Helena, querida Helena, ¿no te habrás quedado a vivir con ellos, con los guaraníes que tanto admirabas?” ―se dice bajito mientras relee el letrero de nuevo, como cada día, como cada mañana. Claro, que eso son elucubraciones de Ernesto, cagando.
                Se incorpora, toma tres trocitos de papel y se limpia el ano, primero con una mano, luego lo mismo con la otra “para que quede bien limpio” ―se dice y se da la vuelta. Mira los cagajones flotando en el agua como buñuelos en aceite, tienen buen color, marrón claro, bien ligado y liso, estupendo, sin sangre, no fastidiemos, a partir de los cuarenta hay que vigilarlo. Se acuerda de Ramón, su primo, él no se miraba las heces y no se dio cuenta que iba perdiendo sangre, que sus deposiciones eran cada vez más oscuras... Para cuando le hicieron la colonoscopía el tumor era demasiado extenso, no tuvo ninguna oportunidad, en menos de un año le dejó, “casi ni te conocí, Ramón.” –dice en voz alta como si le hablara y añade: “Qué frágil es todo, las relaciones, la salud, la vida... aparecen y desaparecen como las tiendas de mi  barrio, en menos de un parpadeo de ojos.” Tira la cadena, casi no huele, todo se lo lleva el Roca.
                 Ernesto se quita los pantalones y los calzoncillos granates; también la camisa del pijama y la camiseta tipo Imperio. Desnudo se planta sobre la balanza digital. “Sí, digital” –sonríe; se acuerda de la anterior, de la analógica, un rollo, siempre se desreglaba, por suerte se estropeó. “87 Kg. es mucho, tendré que reducir peso” –se dice. Deja la balanza y se mira desnudo en el espejo de cuerpo entero, el del armario de acero inoxidable; la barriga se le pliega sobre sí misma como láminas de hojaldre y el agujero del ombligo se le inclina hacia el suelo. “Definitivamente he de adelgazar” ―piensa. Resigue el vello de arriba abajo, cuanto más abajo más espeso y más rizado; en la zona del pubis una pelambrera larga, retorcida, en medio de la cual cuelga baldío el pendejo. Se ríe, se acuerda del buen amigo Méndez, quien siempre después de la tercera cerveza empieza con la retahíla de chistes... no puede faltar: “¿Qué tienen los chinos entre las piernas? ¡Un tirachinas, hombre, un tirachinas!” Y estalla en carcajadas.  Siempre igual.

         Ahí está mirándose con el tirachinas caído igual que los huevos que le acompañan “¿Cómo es posible? –se pregunta a sí mismo― ¿Cómo pensar que ese colgajo pueda mover el mundo? ¡Es ridículo! Tanto deseo, tanta pasión, tanto sexo, ese pingajo...” Claro que cuando está erecto, la cosa cambia, ―se dice― mirándose el pingo, entonces da placer, recibe placer, es un guerrero altivo, lustroso, orgulloso, genera vida y orina, un seis por uno, todo un lubricante natural. Entonces sí, está duro, toda una señora polla que parece comerse el mundo pero, claro, dura lo que dura más bien poco; luego, como ahora, plegadito, con disimulo, como casi siempre...”  Y se pregunta: ¿”¿Dónde guarda tanta valentía, tanto discurso machista, tanta mentira.?”  Sonríe, se ve desnudo, sin ropaje de palabras, muy parecido a cualquier otro, al Roca, a  un indio guaraní, a un chino, ¿qué más da?  “Me pesan ―dice― me cansan las palabras, cuanto me gustaría desnudarme también de ellas, saltarme ese mar de fondo que azota siempre mi cabeza y quedarme en el  silencio desde donde poder oír  el chof del fondo de cada pozo, del mío, del tuyo, del de todos, en silencio, sin palabras  ¡Cuanto me gustaría!” 
        Se ducha rápido, “hoy me he entretenido un poco” ―musita, se viste, abre la puerta del baño y  sale al mundo; sobre el vaho del espejo deja escrito un garabato: “te amo.”                                

martes, 9 de diciembre de 2014

Relato 37

                                            Bebedor

 Estoy jodido Raúl, bien jodido. No encuentro nada. A mi edad no es fácil. Se jubilaron y nos jodieron. Cerraron. A la calle sin indemnización y con una porquería de paro que ya se me acaba. No sé qué hacer; no sé a dónde más acudir. Tú aún tuviste suerte y encontraste empleo, pero yo estoy mal, muy mal. La vida es una putada: cuando trabajas, bien, cuando no, a la mierda contigo. Así es el sistema capitalista. Te pasas la vida sacrificándote por los tuyos y luego no te queda nada ni nadie. Casa es un infierno, con la luz cortada, un glaciar. Suerte que está pagada, sino nos echarían. Mi mujer me mira con ojitos de pena cada vez que me ve. Como si eso me ayudara. A mí se me revuelve el estómago cuando les veo en el comedor social. Sólo te quieren para trabajar y llevar dinero a casa. Se ha vuelto muy egoísta, ella a sus hijos, y a mí que me jodan. El mayor me odia. El otro día me faltó al respeto: me dijo que era un alcohólico. No le culpo, qué sabe él de la vida. Tampoco me importa. Es el preferido de su madre. A ella sólo le interesa mantener las apariencias y protegerlos. Se pasa el día quejándose por todo. Me desespera. Yo callo, bebo y dejo hacer. No hay remedio, sin trabajo, no veo solución. Hace tres meses que empecé a beber, Raúl. Cada vez bebo más y más. Vino tinto, me pirra, lo odio, me aborrezco. Está arruinando mi vida, pero no sé parar o no quiero o no puedo. Me ayuda a olvidar cosas, a olvidar que soy un fracasado que vive en un callejón ciego y que no importo a nadie. Voy arrastrándome solo con todo ello y hecho una piltrafa, Raúl, no sé qué va a ser de mí, de nosotros, sin ti, si tú también me dejas. No le veo salida.

martes, 2 de diciembre de 2014

Relato 36

                                               Niebla
      
          ―¿A ti que te parece?
        ―Pues no lo sé, Diego, ya te lo dije ayer y la semana pasada, puede ser hombre, mujer o andrógino, desde aquí no puedo decirte más, con esa enorme capucha blanca no se le ve el cabello, podría ser, yo que sé, hasta un fantasma.
        ―¿Y tú, Lope? ¡Lope!
         Lope se ajusta el audífono, se da la vuelta en la silla, se levanta y pregunta: ¿dices algo, José?
        ―Que qué crees tú, si es hombre o mujer?
        Lope se acerca a la ventana, se ajusta las gafas y entorna los ojos.
        ― Es que con esta niebla, José, adivina tú. Yo diría que por la vestimenta y la forma de andar es una mujer, pero claro, con esa corpulencia podría ser muy bien un hombre.
        ―¿Y tú, Andrés?
        ―És un andrógino, Diego, eso es lo que creo. Me da que nos ha clisado por el rabillo del ojo, que quiere que pensemos que es ambiguo y mantenernos así entretenidos un buen rato y que siempre nos preguntemos lo mismo.
        ―Esto no tiene sentido, ―comenta Lope, con la mano en la oreja― ya te lo dije el otro día, como va a saber eso. Y tú, Diego, qué? ¿Tú, qué crees?
        ―Pues yo creo que es un hombre, ni que vaya enfundado en ese gigantesco impermeable amarillo chillón. Plantarse como hace durante horas al final del espigón y soportar los envites del mar con este coraje y sin inmutarse está al alcance de muy pocos personas. Lo que me parece seguro es que es o ha sido marinero, de eso pongo la mano en el fuego.
        ―Sí, sí, por supuesto, ―dice Alfredo, quien hasta entonces se había mantenido callado― en esto estamos todos de acuerdo: el tipo está familiarizado con el mar y la pesca. Sólo hay que ver la habilidad con que calza esas grandes botas rojas para sortear de modo tan fácil los escollos. Además, para manejar una caña así de larga, de ocho metros por lo menos ¿verdad? hay que saber, y mantenerse firme ante ese oleaje también. A veces temo que se lo engullen las olas, lo reconozco, a veces me hace sufrir.
        ―Y a mí ―añade José― es que corre un riesgo innecesario, absurdo. Además no pone cebo, creo, o al menos no lo vemos, ¿verdad? Se limita a tirar la caña, sentarse en la roca y a quedarse estático como un faro mirando el mar.
        ―Sí y así se tira la tarde entera y todas las tardes que no es moco de pavo. Para mí es incomprensible ―concluye Diego, mientras se rasca la calva.
        ―Parece joven, entre cuarenta y setenta― grita Lope.
        ―Sí, lo que sea esa quimera es joven, estoy conforme ―asiente Andrés.   
        ―Señores, a cenar.
       Diego coge el bastón, Lope el andador, Alfredo arrastra la silla de ruedas de Andrés, José estornuda y se lleva el pañuelo a la nariz.

martes, 25 de noviembre de 2014

Relato 35


                                         Naturalesa

Eulàlia vivia allunyada de la ciutat i de la civilització en una vella masia del baix Empordà per decisió pròpia des feia uns vuit anys. Va fugir de Girona perquè la trobava massa provinciana i es va refugiar en aquell mas, que havia estat dels avis, convençuda que tindria una vida més sana envoltada de natura. Farta dels convencionalismes socials i dels destorbs de la família  —deia— aquí, sola, seré feliç.  Rodejada d'animals de granja i de camps de cultiu era força autosuficient. Sovint parlava amb els conills i les gallines, i de vegades també amb els enciams. Rentava a mà d'un riu pròxim, de on treia l'aigua per regar, i estenia la roba en un cordill penjat darrera del mas. Feia servir llum d'oli i com tenia molt poques necessitats tot se li estava prou bé, no costant-li gens acomodar-se a viure segons l'horari solar. Amb poc menjar quedava satisfeta i estava força esvanida de l'aigua de la cisterna perquè segons deia: era molt fresca, gustosa i sanadora. Per la Laia tenia propietats miraculoses. Feia un grapat d'anys que no prenia cap medicament i d'aquest fet se sentia molt cofoia i satisfeta. Sempre que arribaven les al·lèrgies de la primavera i li sortien a la pell uns exantemes molt fastigosos en tenia prou amb incrementar la seva ingesta de l'aigua de la cisterna per guarir-se immediatament. Podia donar-ne fe pels casos viscuts en anys anteriors. Així que quan, a la primavera de 2014, es varen presentar de nou les erupcions a la pell dels seus braços i cames, Eulàlia va recórrer una vegada més a l'aigua salvadora. Se'n prenia a glopades i a totes hores, i encara que notava un gust un xic diferent a l'habitual no va fer-ne cas, va atribuir-ho a la molta pluja caiguda recentment que havia regirat  —deia— la cisterna. Però, s'equivocava.   

           Sense saber-ho s'havia esquerdat en el subsòl del mas un congreny de la canonada de les aigües fecals que comunicava amb el pou mort. L'aigua estava contaminada, de manera que quan més bevia, més picors tenia i major era l'exantema que se li anava estenen pel cos. Quan va irrompre la febre es va posar  al llit , incapaç ja de sortir a demanar ajut. Quan la trobàrem tenia la pell enrogida a causa de la infecció vírica que la cobria per complert, la cara desfigurada i els ulls buidats. A les ungles tenia encara enganxats trossos de pell morta, resseca, i la manta que la embolcallava completament rossegada. A sobre la tauleta hi havia una ampolla mig plena d'aigua putrefacta de la cisterna.

martes, 18 de noviembre de 2014

Relato 34

                                   Enamorado

Enamorado de un torbellino de mujer. A mi pesar. Déjame espacio ―le digo, pero ella no sabe qué significa esto. Tan orgullosa de mí que me lleva a todas partes, me exhibe como un trofeo de caza. Este es mi novio, del que ya os he hablado ―me presenta― Eduardo, bueno, Edi. Entonces yo trato de estar a la altura de sus amistades, y de ser ingenioso y divertido, para complacerla. Cada vez el listón está más alto. En el baile se me aferra como una leona, ella, una niña de apenas dieciséis. Pocos más yo, diecinueve. Me da corte, me lo pone muy fácil. Podría aprovecharme, huele a jazmín, llevarla a un rincón oscuro de la sala, besarnos con la lengua hasta donde nos diera la gana, acariciar nuestros cuerpos bajo la ropa, dar rienda suelta a nuestro amor febril, a nuestro enamoramiento, magrear sin límites nuestra adolescencia hasta el anochecer. 
      Sin embargo, tengo miedo, le digo: Isa por favor, no me atosigues, déjame espacio, dame un respiro, pero ella no sabe qué significa esto. Juro que la amo. En el cine la rodeo con mi brazo, ella me deja hacer, le desato los botones superiores de la blusa, ella deja hacer, la miro y sin mirarme sonríe, con los ojos fijos en la pantalla, veo que en silencio dice: sigue. 
      Sigo, experimentamos, le alcanzo el sostén, la miro, ella a la película, sonríe, no me pone freno, introduzco mis dedos, siento la calidez de su piel desnuda, la miro, ella calla, sonríe atenta a la pantalla, cierra los ojos, se deja llevar por el embrujo del amor, le acaricio el seno, su seno izquierdo, ella se relaja, se hunde en el asiento, me deja hacer. La beso, es tan complaciente, esboza una sonrisa de aprobación, sigo friccionando su seno bajo la ropa, tierno, caliente, convulso, está tan enamorada que me da miedo, estoy tan excitado que me da miedo, tiemblo, me detengo, retiro el brazo, podría haber ido lejos, mucho más, esta mujer torbellino me lo está dando todo y a mí me entra el pánico. 
     Prisioneros del amor, sin espacio, abrumado, demasiado jóvenes, aquel día a la salida del cine la dejé sin una explicación, sin un sencillo lo siento. Como éste.

martes, 11 de noviembre de 2014

Relato 33

                                         Ventanal

Marta descorre la cortina y abre completamente las dos hojas del gran ventanal que da a la calle; en unos segundos ve el trasiego de la gente, el resplandor del sol circulando sobre el capó de los coches y unas ramitas del Plátano de la acera enredadas entre los hierros forjados del balcón; están casi sin hojas ―susurra. El aire otoñal ladea la cortina y mueve algunos paños que cubren provisionales unas telas inacabadas. La humedad de la mañana la reconforta, un baño de frescura que la hace sentir viva; sonríe, cierra los ojos y se concentra en una respiración profunda y lenta para darse ánimos, hoy es un día especial, piensa, y deja ir todo el aire directamente a la calle.
         ―Conviene airear esto, hijo, el olor de los barnices lo impregna todo. Será sólo un momento.
        Marta comparte el Estudio, una sala amplia y luminosa del Ensanche barcelonés presidida por un gran ventanal, con otras dos pintoras que a estas horas no están. Ha decidido  resolver de una vez por todas la incertidumbre que la consume hablando a solas con su hijo Jacobo, con la excusa de hacerle un retrato.
        ―Gracias por posar, hijo ―le dice, afectuosa.
        ―De nada, madre. ―le contesta él, circunspecto.
         Jacobo, que hoy no tiene clase en la Universidad,  intuye que su madre le ha citado esta mañana para hablar de su supuesta adicción con la excusa de hacerle un retrato y se siente intranquilo, pues aunque ella sea una mujer culta, no sabe cómo se lo va a tomar.
        ―¿Te acuerdas ―le dice Marta, sonriendo, mientras le sitúa sobre la silla del siglo XVI con las piernas cruzadas, las manos en el regazo y el rostro hacia el ventanal ―cuando tu padre te regaló aquel paquete de Ducados?―
        ―Sí, ya lo creo― Jacobo deja que su madre le acomode los brazos en la pose apropiada ―fue por mi cumpleaños, el treceavo; queríais que me fumara un piti ante vosotros, ¡el primero! Qué vergüenza. Pero lo hice, aunque tosí, ¡al negro no estaba acostumbrado!― Ambos se rieron sin ganas.
        ―Me pregunto –le dice Marta mientras le alisa el jersey granate ―si aquello no fue una temeridad por parte nuestra.
        ―No, madre, yo ya había fumado antes ―le contesta Jacobo― todos mis colegas lo hacían por entonces.
        Marta no dice nada, se aproxima al ventanal, lo entorna ligeramente, ―Mejor, ¿verdad?―, quiere entrar en el tema de la droga pero no sabe cómo seguir. ―Sí, madre, menos ruido, menos ventolera, mejor así, gracias.
        ―Bien, ahora estás bien, hijo; no te muevas― Pensativa, va hacia el caballete, mirando el suelo, a pasitos, resigue un hilo de luz que rebota sobre las baldosillas modernistas, busca palabras adecuadas. Finalmente recurre a una frase hecha: ―Pero, hijo, ¡el tabaco mata!
        Jacobo con la mirada hacia el ventanal,  el rostro iluminado y montado sobre la silla del siglo XVI  se siente solemne: ―También la monotonía mata, madre.
         Marta deja de sonreír, toma el óleo montado en un bastidor de 61x50 cm., lo encarama sobre el caballete en posición vertical, lo afianza con un par de pinzas,  mira a su hijo de reojo, lo ve bañado en luz anaranjada, ―¿será ángel, será demonio? –se pregunta, silenciosa. El día que decidió ponerse a pintar rompió su monotonía, se acabó su infierno. Pero ahora tiene enfrente un nuevo averno, el de su hijo drogadicto ¿Cómo es posible?
          ―¡Y las drogas, hijo, y las drogas, esas sí que matan!”―exclama, de improviso.
          ―Bueno, eso depende, madre.
          ―¿ Qué quieres decir, Jacobo? ¿ De qué va a depender?
     ―Pues, del tipo que sean, que hay algunas que están aceptadas legalmente como el tabaco y el alcohol que sí que matan y otras que no.
        ―También las hay de prohibidas ―acorta Marta―¿verdad, hijo?
     ―Sí, claro, están las duras como el caballo o las anfetas que también matan, pero las blandas como la maría o las alucinógenas derivadas de vegetales, no, más bien despiertan.
       En ese momento a Marta lo que la despierta es el fuerte olor del aguarrás que sin querer ha derramado con el pie.
    ―¿Despiertan,?―, mientras frota una bayeta en el suelo,―¿Qué despiertan, hijo?
  ―Los ojos internos, madre. Estas drogas blandas son en verdad herramientas para ver más y mejor.
    ―¿Herramientas para ver más y mejor?― Marta rompe sin querer un carboncillo y toma otro, ―¿Eso es lo que te enseñan en Filosofía, hijo?
     ―Son herramientas ya que por sí solas no hacen nada, no acarrean ningún peligro― Jacobo se rasca la nariz con rapidez y prosigue ―únicamente  nos ayudan a relajar nuestro pensar que se ha vuelto obsesivo y a entrar en contacto con el propio fondo oculto.― Y se queda expectante mirando de reojo a su madre, menuda, oculta tras el caballete.
      ―No te muevas, por favor ―le dice, asomándose tras el cuadro ―estoy situando el centro y las proporciones. No sé, hijo, todo eso que dices, se me antoja como muy peligroso.
     ―Si tú misma, madre, lo has dicho infinidad de veces <dentro de uno mismo se encuentra todo el misterio del Universo.> Es exactamente esto.
     Marta le escucha sorprendida. Está esbozando el perfil de la cara de su hijo en las tres divisiones académicas y de repente  se detiene. ―Pero, qué tiene que ver eso con las drogas, hijo?
   ―Todo y nada. A través de las drogas alucinógenas, madre, se puede acceder fácilmente a dimensiones desconocidas de la propia mente.― Jacobo gesticula con los brazos mientras habla, alterando la pose  ―y conocer directamente una realidad muy diferente a la usual, amplifican la percepción sensorial y potencian todos los sentidos, es, madre -Jacobo parece transfigurado- un enorme ventanal como éste― señalando el de la sala ―hacia la luz interior y exterior, hacia ese misterio que tú dices.
       ―No te muevas, por favor –le espeta Marta, mientras le mira por encima de las gafas buscando verificar en su rostro alguna incerteza: ―¿Me estás diciendo, hijo, que tomas drogas alucinógenas?
    Jacobo aprieta los dientes, suda, le tiemblan las piernas sin poder controlarlas <ha llegado el momento>, piensa, se llena los pulmones de aire y como quien dice “agua va”, suelta: ―Sí, madre, las tomo, de hecho sólo una, tomo ácido lisérgico.
      ―¿Tú sabes en dónde te estás metiendo, te das verdaderamente cuenta del peligro que corres, que está en juego tu vida y la de quienes te queremos?― Marta se atrabanca al hablar, está indignada, atolondrada, no se creía lo que le habían dicho, pero ahora constata que sí, que era cierto, que su hijo andaba con malas compañías, que no iba a terminar bien. Nerviosa, agitando el carboncillo, continua: ―No ves que la calle esta llena de drogadictos sin ninguna posibilidad de sobrevivir, que es un callejón sin salida. ¿te das cuenta, hijo, de lo que estas diciendo?
    ―Sí, madre, no hay riesgo, no temas, no es ninguna huída ni refugio, es una experiencia para crecer como ser humano, tomándolas de manera controlada no me crea ningún tipo de adicción y me permiten descubrir a través de esa apertura sensorial un mundo encendido de vida y color por doquier, dentro y fuera de mí, un mundo que desconocía. Te digo, madre, yo las considero eso, herramientas, para abrir mi corazón y ver la totalidad con los ojos del espíritu. Incluso te las recomiendo, Ma.
    ―¿Me las recomiendas, dices? ―exclama Marta, aún convulsa, con el carboncillo colgándole de los dedos como si lo tuviera posando.
        ―Sí, madre, al fin y al cabo tú eres una artista.
        Marta está desconcertada. Ante su hijo se ve aún más menuda, siente la fuerza de sus palabras, le suenan verdaderas, pero es aprensiva, tiene miedo, duda ―¡Ni que hubieran drogas beneficiosas! ―exclama, convulsa, mientras se le acerca.
        ―Pues sí, madre,― Jacobo se incorpora de su silla siglo XVI y continua ―aunque te resulte extraño. En Antropología está demostrado que en el origen de todas las religiones hay siempre el mismo agente desencadenante: una planta alucinógena.
      ―O sea que, según tú, sería prácticamente como un acto religioso.― Ahora, ambos están muy cerca.
     ―Exacto, madre. Sé que te preocupas por mí.― Jacobo la abraza cariñosamente escondiéndola entre sus fuerte brazos, ―pero no temas, Ma, en el grupo controlamos bien.― Marta lo estrecha contra su pecho, confía en él, lleva veintidós años haciéndolo, es un ángel como ella se imaginaba, <¡qué tontería, mira que dudarlo!>, aunque eso sí, un ángel arriesgado. Un rayo de luz los enmarca abrazados a contraluz en medio de la sala. Aún se respira aguarrás.
        ―Hijo, ¿por qué te arriesgas así?
     Jacobo coge de la mano a su madre y le muestra el gran ventanal:           ―Tengo hambre de saber, no puedo evitarlo, hoy por hoy, Ma, es el único medio que tengo para reconocer la luz que centellea fuera de la caverna.― Jacobo hace una pausa, señala su pecho y continua: ―Puedo acceder aquí, donde nacen mis emociones y reacciones, y aprender a dirigir mi vida con  mayor conciencia.
        ―Fuera de la caverna, dices, ¿cómo el prisionero de Platón?
        ―Sí, madre, la prisión del inconsciente, es la misma prisión.
    ―Qué cosas dices, hijo. Vayámonos a casa.― Marta corre la cortina, llenando el Estudio de penumbra, ―el cuadro lo continuaremos otro día ¡Prometido!
         Mientras se van, ella le comenta: ―Sabes, creo que a mí también puede irme bien descansar un rato de la mente ¿Cuándo puedo probar ese alucine, hijo?

martes, 4 de noviembre de 2014

Relato 32

                                     Ciclamen

"Quédate, por favor, Ana, quédate, no me abandones esta noche, no me dejes ahora con nuestro bebito. Cómo voy a poder avanzar solo, por favor, Ana, esta noche no. Y me puse a llorar destilando rocío a horcajadas, ahí, medio tumbado en el suelo de la terraza, junto al desagüe, por donde gustoso me hubiera escabullido. Por favor, Ana, no nos abandones, que sólo tiene ocho meses."
        Padre escribe de todo, cada día, cada noche, alegrías y zozobras. Aún le veo sentado en el despacho a la luz del flexo con la cabeza ladeada en la mano izquierda mirando el bloc con espirales arriba, de hojas en blanco y escribiendo veloz, ensimismado, con su boli azul, siempre uno de azul.
        Al día siguiente, el once de agosto de 1982, anota: A pesar de mis súplicas Ana se fue anoche, se fue, maldita sea, con aquel holandés errante. Cogió la maleta, dio un trompazo a la puerta y salió para siempre de nuestras vidas dejando la llave en la mesa. Qué va a ser de nosotros, Dios mío, qué voy a hacer yo. Del cielo oscuro cayeron lágrimas de San Lorenzo, lloro y escribo, escribo y lloro.
        Y se conoce que sí, que padre lloró, todas las páginas restantes del bloc están abarquilladas. En la del treinta y uno de agosto señala: mi peque empieza a gatear, me reconforta. Sigo hundido, me duele la cabeza todo el tiempo, navego entre tinieblas. Mañana vuelvo al curro, hasta puede irme bien.
        Su pequeñín ha crecido, treinta y dos años, no conozco a madre ni la recuerdo. Padre borró todo rastro de Ana, eliminó toda fotografía, no trajo mujer alguna a casa y me educó solo y con canguros lo mejor que pudo.
        Ayer, dos de noviembre de 2014, fui a verle, a Collserola, nicho 381. Le llevé su planta favorita: un ciclamen púrpura. Según él, es un bulbo poderoso, el bulbo que renace siempre del abatimiento.

        Le dije: gracias, padre, gracias por haberme elegido.   

martes, 28 de octubre de 2014

Relato 31


                                          Abandono

Lloriqueaba y emitía gemidos lastimosos. El sol estaba en lo alto y la poca gente que transitaba iba distraída o escuchando música con los auriculares y no le prestaba atención. Yo estaba de vigilante armado en la entrada principal de las atarazanas de Cádiz, frente a la alameda de Apodaca. Iba uniformado y no podía moverme del puesto de guardia. Parecía un gato herido, aunque había algo de humano en los berridos y procedían de unos matorrales de la misma alameda, bajo una exuberante palmera canaria. A veces callaba y entonces me tranquilizaba. El sudor me caía por las sienes y el casco reluciente con un remate en forma de flor de Lis me estaba torturando y matando. Como los quejidos proseguían avisé al capitán de guardia, quien con un pequeño grupo de soldados se acercó al lugar. Les vi hablar y gesticular de pie tras el matorral y uno de ellos alzó los brazos y me gritó:
             —Es un bebé mulato.
             Y añadió:
             —Parece abandonado.
          Levantaron con cuidado un bulto oscuro medio envuelto en un chal que  percibí en la distancia de color blanco algo manchado en sangre.
             —Aún tiene el cordón umbilical— gritó el mismo de antes —y  en la espalda una pedurría azulada.

         Con delicadeza el capitán tomó al bebé en brazos, quien se calmó al sentir la calidez del cuerpo que lo acogía, y sonriendo le vi iniciar el regreso al puesto. Entonces sucedió algo horrible, en décimas de segundo, capté un fugaz destello que el sol iluminó, algo brillante en el saco del bebé, algo parecido a un chispazo. Entonces explotó. Se produjo una fogonazo enorme, la palmera se tronchó, todo se lleno de humareda y de olor a pólvora, donde antes estaban mis compañeros de armas ahora sólo entreveía un socavón de órdago, todo se fue, absolutamente todo al carajo en un instante. Trozos de metralla y de carne despedazada salieron esparcidas por todas partes, impactando y destruyendo todo lo que encontraban a su paso. 
         Fue espantoso, no lo podré olvidar nunca, ni reaccionar pude. Gracias al casco salvé la vida.  

martes, 21 de octubre de 2014

Relato 30


                                            Pirgüin

Cochín le lamía la cara, se apartaba, miraba y volvía a lamérsela, se retiraba, ladraba, gruñía, meneaba la cola de un lado a otro, se le acercaba y de nuevo rebanaba con la lengua el rostro inerte de su amo, pero éste no respondía a sus carantoñas ni a sus desesperos. El hombre se había desplomado hacia un rato en la cabaña, completamente abotagado por una comida excesiva o en mal estado. Cochín no se había encontrado nunca con una situación semejante; ambos estaban muy lejos de la civilización, aislados en medio del pastizal, junto al río Lirios, en la alta montaña astur. 
    Cochín estaba en dificultades, su dueño medio reclinado en el suelo de la choza echando espuma por la boca y afuera un rebaño de casi un centenar de ovejas, que había que cuidar y sin nadie para dirigirlas. Se acercaba a su amo, ladraba en su oreja libre, la relamía, y a veces desesperado gruñía y le rodeaba, olisqueando en su derredor como si buscara algo para levantarlo. De vez en cuando chupaba sus babas, rozaba su cuerpo con las patas traseras como invitándole a despertarle, saltaba el bastón de un lado a otro, pero el viejo pastor continuaba en el suelo, yerto, aparentemente muerto. 
     Cochín no sabía qué hacer: si seguir allí, junto a su amo como fiel servidor intentando reanimarle o por el contrario, dejarlo,  salir afuera y organizar por sí solo el cerramiento de las ovejas en el aprisco. Cada noche lo hacía, pero llevar a cabo sin guía semejante acción era demasiado peligroso, —le parecía— pues habían cerros cortantes y despeñaderos que salvar hasta alcanzar la zona de protección. Además estaba lloviendo, sentía que no podía demorar su decisión y oscurecía. Cochín estaba en dificultades. Los lobos merodean las zonas abiertas y las ovejas estarían sin ninguna posibilidad pues los lobos matan para comer y también por el gusto de matar. Una manada de lobos acabaría con el rebaño en pocas horas y todo se habría terminado. Cochín tomó una decisión heroica: huir (o irse para pedir ayuda, pues eso nunca lo sabremos).
        Al cabo de unas semanas la guardia civil subió al monte ante la denuncia del ganadero y se encontró con una mortandad inesperada: extendidos por el altiplano estaban todas las ovejas muertas, algunas descuartizadas, y una piara entera de lobos desperdigados a su alrededor también muertos. Todos estaban con las bocas abiertas, con muestras evidentes de sufrimiento y de haber expulsado agónicas babazas. Cochín yacía cerca del camino, se distinguía bien su pelaje gris, pero sus  vísceras casi putrefactas estaban siendo devoradas por cantidad ingente de gusanos gruesos y blancos, que ya terminaban. En cuanto al viejo Casto seguía reclinado en el suelo de la cabaña, junto al cayado, pero sólo le encontraron sus huesos descompuestos.
         Estudios forenses posteriores determinaron que la causa común de la muerte de todos los animales había sido la contaminación del río Lirios por un agente patógeno extraño llamado Pirgüin, algo aún insólito en Astur. 
         La plaga sigue extendiéndose por otras comunidades autónomas sin que por el momento nos puedan detener.

martes, 14 de octubre de 2014

Relato 29

                                       Desmemoriat

Sí, digui’m? Sí. /.../ —Ah!, ets tu, fill, no t'havia reconegut. Te'ns la veu enrogallada, oi? Què estàs refredat? /.../ —Ah, que truques des del mòbil  i, és clar, se sent diferent. Vaja! Doncs, jo sí que estic constipat, tot el dia amb el moc penjant del nas, des  que em vaig vacunar. /.../ —Que és només per la grip? Home, ja ho sé, vaig seguir a ta mare. Sempre la segueixo, ja saps. Ella es va vacunar i jo també. De fet la porto seguint des que ens vàrem conèixer als catorce anys i ara n'hi tinc vuitanta no sé quants./.../ Com? /.../—Sí, això mateix, vuitanta i quatre, així que calcula tota una vida al seu darrera. Quant de temps sense saber de tu, m'alegro de sentir-te! /.../—Què vas trucar ahir i abans d'ahir?/.../ —I que vas parlar amb mi? /.../ —Noi, no ho sé, tinc tantes coses al cap que sembla un timbal i me n'oblido. Què et contes de nou? /.../ —Ah, sí!, aquest matí, és veritat, a l'hospital de sant Pau, m'han fet despullar, només duia els calçotets i una bata verda a sobre, i també m'han fet firmar un paper conforme acceptava posar-me dintre d'aquella màquina. Jo no volia, però com ta mare ha insistit./.../ —Sí, tots els ferros: els ponts de la boca, les ulleres i l'anell. M'he descuidat de dir-les allò de la pròtesi del fèmur, però com només volien veurem el cervell, no ha passat res, suposo /.../ —Home, una mica d'angoixa sí que la he sentida, això d'haver d'estar-se quiet estirat en aquell llit més de mitja hora, és emprenyador. /.../ —Sí, disposava d'un botó a la ma dreta per si em sentia malament, però ja saps com sóc de dur, si és el que toca, doncs, endavant./.../ —Un soroll, sí, un soroll continuo, com si anessin passant llesques de pa pel meu davant./.../—No, cap molèstia, només la incomoditat d'haver d'estar dintre d'aquell artefacte tanta estona./.../ —A mitges, de vegades amb els ulls oberts i també de tant en tant els tancava./.../ —Pensava, pensava en aquella mena de taüt blanc on em trobava, tancat del món, i que jo veia com un avís del que m'espera a no trigar gaire./.../ —Sí, tu ja pots dir el que vulguis, però els anys passen i sobretot pesen. A la teva edat jo encara no havia reformat la botiga ni coneixia Nova York ni Canadà. Mira, ja sé que és impossible, però ja m'agradaria veure't per un foradet, quan tinguis vuitanta i quatre anys. Tu ets molt jove encara i no saps que és tenir la meva edat./.../ —Els resultats?, ah!, espera un moment. Dona!, quan estaran les proves d'aquest matí? Sergi, ta mare diu que el proper dimarts tretze a les nou del matí hem d'estar allí. /.../ —Home, sí, si ens pots  acompanyar molt millor. Saps què passa, fill? Què se m'oblida tot, no puc fer-li res més, ta mare es posa negra, sembla ser que sempre li estic preguntant el mateix i acaba cridant-me i se'n va fotent un cop de porta, “me'n vaig a esboirar-me —diu— ja tornaré”. Té els nervis destrossats, però jo no ho faig expressament, sempre em diu que la estic martiritzant, però no és cert, és ella qui em maltracta a mi fent-me fer coses que no vull. Ja n'estic ben tip, jo només vull descansar al sofà./.../ —Sí, és cert, caminar és necessari, ja ho sé, ja ho sé que ho diu pel meu bé, però és que em canso, em canso, coi! Començo a sentir el doloret del ferro a cada passa que faig i acabo rebentat i fins i tot em costa respirar./.../ —Llegir, dius?, des que m'operaren de cataractes de l'ull de la bala, l’esquerra, ja saps, de quan la guerra, no veig res de prop i quan intento llegir les lletres es fan majúscules i es barregen totes, me marejo i he de deixar-ho. La tele és el que em va millor i de quan en quan em poso alguna pel·li de l'Oest que he vist moltes vegades, però que sovint ja no me'n recordo./.../ —Què, quines veig? Doncs per exemple, jo que sé, Río bravo, Sólo ante el peligro, són dues que no em cansen mai. Gary Cooper m'ha agradat sempre molt, també John Wayne, és clar. Tots són morts, per cert. /.../ —Què m’aniria bé una llibreteta? Ta mare no ho sap, però se m'està oblidant escriure. No li diguis, sobretot no li diguis, que encara s'emprenyaria més./.../ —Sí, ara n'hi prenem quatre al dia, em doblat la dosi, ta mare ho fa i jo també, com dius què és diu? /.../ —Ginkgo!, no havia sentit mai aquesta paraula en la meva vida. És dramàtic això, perdo la memòria i el més fotut és que me n'estic adonant, jo que era el rei de la fórmula, que les tenia totes al cap, em deien Lluís, el Kings Loren!, i pam!, tant de sucre, tant de farina, tant d'ous. Lluís, el Plum Cake!, tant de rovells, tant de mantega, tant de farina. Lluís, el Sàcher!, tant de xocolata, tant de sucre, tant de llevat./.../ —Sí, l'esperit jove, no em facis riure!, això no fa res quan un se sent vell i cansat. És cruel la vida, aparenta donar-t'ho tot, et fots uns farts de treballar i després veus que no ha estat més que una efímera il·lusió./.../ —No, si no em poso trist, sóc realista, sempre ho he estat, tu no saps que es tenir vuitanta i quatre anys, no ho pots comprendre. Quan arribis, si hi arribis, i que Déu vulgui, cas que existeixi en algun lloc, m'entendràs./.../ —Ja ho fem, sí, agafadets de la ma com una parella de vells, el que som, fill, el que som, però encara enamorats i només pels carrers propers de casa i quan fa bo, que aquest hivern està sent molt fred./.../ —Això mateix, doncs, fins dimarts tretze. Ja saps que en “martes y trece ni te cases ni te embarques.” /.../ —Sí, ja tens ben be raó, jo estic casat i embarcat i saps cap on, oi? /.../ —No, cap a Itaca!, on sinó. /.../—Gràcies per trucar i fes-ho més sovint que nosaltres som uns vellets, saps?, uns vellets. /.../ —Sí, jo també t'estimo, t'estimem, m’apunta ta mare, adéu, Sergi, adéu i gràcies. 

martes, 7 de octubre de 2014

Relato 28

                                    Hipocondría     
 
          ―¿José María Arroyo?
           ―Sí, presente, soy yo.
          ― Pase, por favor.
           ―Gracias, señorita.
          ―¿Doctor Covarrubias?
          ―Adelante, José María.
         ―¿Qué tal está, doctor?
          ―Muy bien, siéntese, por favor.
          ―Y el TAC, doctor, cómo está mi TAC?
          ―Eso quiero comentarte, está perfecto.
          ―Qué dice, doctor? Eso no puede ser, sigo teniendo desmayos, esta mañana mismo sin ir más lejos me ha dado un vahído que casi me caigo del autobús. Mire bien, se lo pido por favor, debe haber algo, ha de haber algo ¿Puedo verlo, le importa, doctor, me  puede enseñar el TAC?
          ―No, no me importa, claro que no, aquí lo tiene, se lo pongo en la pantalla, examínelo usted mismo, acérquese por favor, y aquí está el informe del radiólogo donde pone sin anomalías, por si desea consultarlo. Observe estas imágenes, las diferentes secciones del cerebelo, las dos mitades perfectamente diferenciadas, y aquí la conexión con el bulbo raquídeo, los nervios cerebrales, fíjese, todos doce están absolutamente normales, sin incoherencias.
          ―Ya, doctor, pero no sé, no lo veo tan simple, la verdad, yo creo que esta rama del nervio trigémino, ésta que desciende por el bulbo está bien pero este otro, el acústico, yo lo veo un poco más ancho de lo normal, no le parece a usted, como un poco inflamado. Desde aquí, doctor, se ve mejor, mire, éste es el acústico, el del equilibrio como usted sabe y fíjese en esta rebaba, no me diga que esto es normal, yo no lo veo normal, mis mareos son de pérdida de equilibrio, sabe usted, insoportable, créame, se lo bien aseguro, cuando me da es que me desvanezco y me caigo en cualquier sitio. Usted es el especialista y el que sabe pero yo creo que este nervio acústico está más hinchado. Estoy casi convencido que mis desfallecimientos vienen de ahí. Algo ha de haber en mi cerebro, doctor, seguro pues yo sigo teniendo vértigos y nauseas, se lo juro, no puedo vivir así.
          ―Lo siento, José María, no puedo hacer nada más por usted, las pruebas son correctas, los análisis no detectan nada, con la medicación le ha de pasar. De hecho no le haría falta. Puede que sea algo transitorio, antes no tenía estos desvanecimientos, mire de relajarse, vaya al campo, tome aire puro, no sé, haga algo diferente. La atmósfera está cada vez más enrarecida, el otro día leía en Ciencia Medical que hay personas sensibles al movimiento de la tierra, tenga usted en cuenta que el planeta gira a mil setecientos kilómetros por hora y nosotros con él. Puede que su sensibilidad sea tan extrema que note este movimiento, pero la ciencia médica hoy por hoy no puede hacer desgraciadamente nada más por resolver su dolencia. Créame que lo siento.

          ―Gracias, doctor Covarrubias, pero no me voy a quedar de brazos cruzados, con su permiso consultaré otro médico. Alguien ha de explicarme qué me sucede, embarazado no estoy, no es posible. No puedo vivir así, enfermo, desatendiendo a mi esposa, mis cuatro hijos adoptivos, mi negocio de diseñador, todas mis responsabilidades, necesito que me curen, necesito un diagnóstico. Estoy aprendiendo mucho de esta enfermedad, sabe usted, doctor Covarrubias, acabaré estudiando medicina.

martes, 30 de septiembre de 2014

Relato 27

                                             Bando

El verano pasado el pueblo de Rubiascañas, en el bajo Aragón, Teruel, se convirtió de la noche a la mañana en un pueblo fantasma y en un gran misterio para el mundo y para mí.  
     Por un desafortunado azar que ahora no viene a cuento, fui de los primeros en llegar a ese lugar y seguramente debido a ello se me encomendó en mi calidad de inspector investigar las circunstancias que rodeaban las extrañas muertes acaecidas. He de decir, antes de proseguir, que el caso sigue abierto. Los hechos a los que me refiero sucedieron la noche del pasado ocho de agosto, cuando a la mañana siguiente descubrimos que todos los que vivían en ese pueblo estaban muertos sin que mostraran en cambio signo alguno externo de violencia. Bien al contrario, era tal como si estuvieran vivos. Lo que más nos sorprendía (y me sigue sorprendiendo) es que los muertos mantenían la misma pose que cuando les sobrevino la muerte. Así, quien estaba en la taberna tomándose un vino, tenía el brazo levantado, el vaso a tocar los labios, los ojos, abiertos, mirando al techo, el rostro sonrosado, pero obviamente muerto. Igualmente el tabernero, con su delantal apedazado y su bigote, de pie, con ademán gentil y media sonrisa a punto de servir unas olivas negras, también muerto. Y su mujer, a su lado, preparando un bocadillo de chorizo sobre el mostrador, con la aceitera en la mano, seria, tiesa y muerta. A otros clientes, por ejemplo, la muerte les sorprendió sentados. Había cuatro en una mesa, entre ellos el alcalde y el médico, jugando al dominó con la partida ganada por uno (el farmacéutico) que estaba a punto de cerrar a pitos. En otra mesa dos hombres y dos mujeres jugaban al guiñote por parejas, con sus respectivos cafés enfrente y ellos fumando sendas farias, ya apagadas. Uno, sonreía, me acerqué y me fijé que el tipo llevaba un juego excelente y por su actitud (mantenía la mano alzada con un par de cartas de figura del mismo palo) iba a cantar las cuarenta en copas. Estaban estáticos, aparentemente felices, como si fuera una instantánea fotográfica, ajenos a cualquier jaleo y absortos en su pequeño mundo. El único sonido, el de la tele, seguía emitiendo el programa habitual con toda normalidad y salvo por el hecho de que nadie se movía no parecían muertos.
     Examiné las viviendas una a una y encontré algunas mujeres mayores reclinadas en el sofá haciendo, muertas, calceta con el ceño fruncido y la frente, arrugada. Otras, más jóvenes, de pie, en la cocina, preparando algún guiso, aún con la cuchara de madera pegada a los labios; natural sí, pero muerta y el gas butano, acabado. Fuera lo que fuera lo que les provocó la muerte fue muy rápido y no tuvo la precaución de apagar el fuego—pensé.  
     En esta mi primera inspección no toqué nada y me llamó la atención que no viera en todo el pueblo ni un solo animal doméstico, ni vivo ni muerto. Parecían haber desaparecido. Un misterio más a añadir —anoté. También me di cuenta que a casi todas los críos la muerte les sorprendió durmiendo o acostados. Yacían en las camas bien arropaditos, con sus caritas de ángel y no parecían  muertos. En el único cine del pueblo la gente seguía sentada en las butacas, algunos con palomitas a medio meter en la boca, la película rodando sin parar y todos muertos. Las calles, vacías, las puertas, abiertas, las contraventanas golpeando libres, y el ambiente dominado por un hedor dulzón, inexplicable. Era todo muy extraño, como si la mano del diablo hubiera borrado la vida de Rubiascañas de un plumazo.
          Diversas hipótesis científicas han tratado de explicar este fenómeno tan atípico, pero a día de hoy ninguna parece definitiva, para nuestra desgracia.  Hay quien asegura que se produjo un miasma de monóxido de carbono procedente de emanaciones subterráneas del embalse de Cañas, cercano al pueblo, favorecido por el viento de poniente, de modo que en la tarde del domingo ocho de agosto el valle entero quedó invadido por una nube invisible, inodora y tóxica, susceptible de causar la muerte instantánea, sin que nadie se diera cuenta. De ahí se explicaba —aducen— que los cuerpos mantuvieran la compostura debido al súbito rígor mortis. Esta teoría resuelve, además que el fuego de las cocinas se hubiera apagado al faltarles oxígeno. Otra sostiene que lo que se produjo fue una especie de tornado depresor que provocó un bajón en la concentración de oxigeno del aire al trece por ciento debido a la idiosincrasia del valle y que duró lo suficiente para causar la catástrofe, recuperándose luego los niveles. Otros científicos afirman lo contrario, que lo que sucedió fue un episodio puntual de  bajada térmica inusitada alcanzándose los - sesenta grados y  los habitantes del pueblo se quedaron literalmente muertos de frío, congelados, sin poder evitarlo. Cuando las temperaturas se recuperaron el proceso era ya irreversible, (una especie de momificación criónica, alegan). Las cocinas se habrían apagado debido a la congelación de las cañerías. Mediciones de radiactividad sobre el terreno mostraron niveles normales de polonio y otros elementos peligrosos.
     Sin embargo, lo que yo descubrí y probé con análisis de laboratorio es que los efluvios malignos provenían del río Cañazar, uno de los que alimenta el embalse de las Cañas, que a su vez suministraba agua al pueblo que estaba sumamente contaminada por una sustancia tóxica, el Disfenol A, presente en la fabricación de plásticos rígidos. El informe que emití antes de caer enfermo situaba como máximo responsable  de la muerte de todos los habitantes del pueblo de Rubiascañas (ochenta y nueve personas) a la industria Forbabin situada en la cabecera del río Cañazar como causante de la intoxicación por esta sustancia, el Disfenol A, permitida todavía en España. 
     Con todo, no pude determinar el porque se producía una muerte tan rápida y sorprendente. Y en eso estoy. Cuando empecé a tener los primeros signos de rigidez muscular me apartaron del caso, eximiendo por completo de toda responsabilidad a la citada empresa. Sea lo que fuera a día de hoy todavía se desconoce con certeza la causa de semejante mortandad y desde entonces el pueblo está clausurado, prohibido acercarse al valle sin la adecuada vestimenta protectora y únicamente autorizado como vertedero municipal. 
   Somos muchos los que estamos desde entonces afectados de una enfermedad nueva bautizada como síndrome de Rubiascañas caracterizada por una creciente parálisis muscular y cerebral que nos impide llevar a cabo los actos más cotidianos en compañía de los demás. Nos vuelve rígidos y huraños, individualistas y llegamos fácilmente hasta a aborrecer todo contacto y relación humana, siempre pegados al ordenador. 
      Por eso emito desde esta silla de ruedas y a través de un teclado especial este bando público para animar a los internautas a continuar la investigación, a descubrir la verdad, y a castigar al responsable  de esta atropello criminal, sea quien sea, y alcanzar así una definitiva aclaración del trágico caso que nos ocupa y enferma.

martes, 23 de septiembre de 2014

Relato 26

                                        Oscurece  

Sentado en uno de los bancos centrales de la catedral Juan está solo, aun rodeado de gente. A Juan, Juan Torres, algo calvo, alguna cana, empleado de banca, no usa corbata, su mujer le ha dejado hace un rato, se ha ido de su lado, enfadada; y es que Marta, Marta Gómez, todo un carácter, alta, con el pelo a lo chico, mucho más joven, en casa desde que nacieron las trillizas, tiene dificultades para llegar a final de mes. Su marido la ha engañado a propósito, no es la primera vez, ha triplicado el presupuesto inicial para el viaje sin contar con ella y eso le resulta imperdonable. Juan lo ha hecho por ella, por volver juntos a Mallorca, después de tantos años, volver juntos, sin las niñas, era un sueño que bien se merecía ese pequeño engaño.
     Se le ve triste, ¡pobre Juan!, ahí sentado en medio del templo, abarquillado como los contrafuertes que le sitian. Desconcertado, menea la cabeza, negando, es cierto, la bofetada no se la esperaba, no lo entiende. Se agita nervioso en el asiento, le sudan les manos, mueve los brazos, musita palabras ininteligibles. De su bolsillo izquierdo toma un pañuelo azul marino, se frota las manos mojadas, y con los nudillos repiquetea pensativo en el respaldo del banco de delante mientras contempla cabizbajo, deshecho y con los ojos húmedos el suelo enlosado de arabescos negros. No comprende qué hace ahí, quieto, abandonado bajo aquellos arcos ojivales, él que a sus cuarenta años no cree ya ni en dioses ni en oscuridades.
     Todo  les fue bien hasta que a Marta, paseando por la galería mudéjar de la catedral, la llamada de Los Cirios, se le ocurrió verificar, ansiosa, el ingreso de un talón importante en el cajero automático de la galería, uno que está junto al puesto de souvenir, y fue entonces cuando al cotejar las cuentas descubrió el despilfarro del viaje. Marta se quedó petrificada, inmediatamente enrojeció de rabia, se atragantó mientras movía la cabeza de un lado a otro como posesa, no podía creérselo ¡Otra vez! Sin articular palabra se dirigió hacia él y le atizó un bofetón que retumbó por toda la galería, y abandonó acto seguido el templo pasando frente la capilla de la santa Trinidad, santiguándose aprisa, sin mirar la imagen, y musitando en voz baja, indignada, atravesó veloz la puerta plateresca del trascoro que la llevó directamente a la calle.
     Juan no salió tras ella, era un gesto inútil, ni siquiera lo intentó; había quebrado una vez más su confianza, y ahora iba en serio, nunca la había visto tan disgustada. Se quedó unos instantes de pie ante la tienda de souvenir, como alelado; anduvo sin sentido unos metros, rodeó el retablo mayor, sentándose finalmente en un banco, uno de los centrales de la nave donde aún yace con el pañuelo azul marino entre las manos, apomazado. En las vidrieras alirrojas del gran rosetón ve unas vírgenes solitarias y llora con amargura porque se siente solo como esas vírgenes clavadas, porque teme haberla perdido y cuando llora el olor dulzón de la cera le quema por dentro.
     Se figura desnudo como la gran mesa del altar mayor que tiene enfrente, sin predela ni escalón ni paramentos, ahí está fría, bajo la gran bóveda desnuda, lo siente, se estremece. Tampoco el baldaquino de tapiz con brocado antiguo de las figuras de Adán y Eva que ve tras el atar le reconforta, se le antoja fuera de lugar, infantil, demasiado solemne.
     Juan se seca las lágrimas con el pañuelo y con extraño gesto para un ateo alza la mirada como si buscara el cielo; sobre su cabeza luce amenazante el gran lampadario judaico que pende del infinito, lleno de lamparitas minúsculas, algunas fundidas, que anochecen su mirada. Tanta atmósfera gótica le atemoriza, la catedral entera se le cae encima, le pesa el viaje. Agobiado decide irse. Se incorpora del asiento, recorre presuroso el transepto, da la espalda al altar mayor, al púlpito plateresco y acelera el paso hasta alcanzar la calle. Oscurece.