martes, 2 de diciembre de 2014

Relato 36

                                               Niebla
      
          ―¿A ti que te parece?
        ―Pues no lo sé, Diego, ya te lo dije ayer y la semana pasada, puede ser hombre, mujer o andrógino, desde aquí no puedo decirte más, con esa enorme capucha blanca no se le ve el cabello, podría ser, yo que sé, hasta un fantasma.
        ―¿Y tú, Lope? ¡Lope!
         Lope se ajusta el audífono, se da la vuelta en la silla, se levanta y pregunta: ¿dices algo, José?
        ―Que qué crees tú, si es hombre o mujer?
        Lope se acerca a la ventana, se ajusta las gafas y entorna los ojos.
        ― Es que con esta niebla, José, adivina tú. Yo diría que por la vestimenta y la forma de andar es una mujer, pero claro, con esa corpulencia podría ser muy bien un hombre.
        ―¿Y tú, Andrés?
        ―És un andrógino, Diego, eso es lo que creo. Me da que nos ha clisado por el rabillo del ojo, que quiere que pensemos que es ambiguo y mantenernos así entretenidos un buen rato y que siempre nos preguntemos lo mismo.
        ―Esto no tiene sentido, ―comenta Lope, con la mano en la oreja― ya te lo dije el otro día, como va a saber eso. Y tú, Diego, qué? ¿Tú, qué crees?
        ―Pues yo creo que es un hombre, ni que vaya enfundado en ese gigantesco impermeable amarillo chillón. Plantarse como hace durante horas al final del espigón y soportar los envites del mar con este coraje y sin inmutarse está al alcance de muy pocos personas. Lo que me parece seguro es que es o ha sido marinero, de eso pongo la mano en el fuego.
        ―Sí, sí, por supuesto, ―dice Alfredo, quien hasta entonces se había mantenido callado― en esto estamos todos de acuerdo: el tipo está familiarizado con el mar y la pesca. Sólo hay que ver la habilidad con que calza esas grandes botas rojas para sortear de modo tan fácil los escollos. Además, para manejar una caña así de larga, de ocho metros por lo menos ¿verdad? hay que saber, y mantenerse firme ante ese oleaje también. A veces temo que se lo engullen las olas, lo reconozco, a veces me hace sufrir.
        ―Y a mí ―añade José― es que corre un riesgo innecesario, absurdo. Además no pone cebo, creo, o al menos no lo vemos, ¿verdad? Se limita a tirar la caña, sentarse en la roca y a quedarse estático como un faro mirando el mar.
        ―Sí y así se tira la tarde entera y todas las tardes que no es moco de pavo. Para mí es incomprensible ―concluye Diego, mientras se rasca la calva.
        ―Parece joven, entre cuarenta y setenta― grita Lope.
        ―Sí, lo que sea esa quimera es joven, estoy conforme ―asiente Andrés.   
        ―Señores, a cenar.
       Diego coge el bastón, Lope el andador, Alfredo arrastra la silla de ruedas de Andrés, José estornuda y se lleva el pañuelo a la nariz.

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