martes, 16 de diciembre de 2014

Relato 38

                                                Chof

        Se mira en el espejo medio dormido y le dice “Buenos días, Ernesto”, al tiempo que sonríe y le hace un guiño. “Buenos días”, parece contestarle el espejo desde la pared de azulejos verdes y blancos. “Te veo más arrugado que ayer, claro que a estas horas de la mañana, quién no”. El espejo es muy normal, no os vayáis a creer, rectangular y grande lleva arriba tres apliques plateados, oxidados en su base, y por abajo unas líneas biseladas con algunas manchas negras.  Cada vez que Ernesto va al espejo busca por inercia estas manchas y se acuerda de quien se lo vendió. “Será por la humedad del baño”―le dijo la señora de la tienda donde lo compró hace unos años, una señora de grandes tetas y aire ausente. Bueno, en realidad, este espejo es otro, porque el anterior, igualito a éste, se oxidó por el mismo sitio, recién comprado. No puede ser que en tres meses esté tan estropeado, esto es un fallo de fábrica ―le dijo la señora tetuda y se lo cambió.
                Actualmente la tienda de baños ya no existe, plegó, ¡lástima!, parece ser que el matrimonio se separó o alguna cosa así.  Aquí, en el barrio, las tiendas abren y cierran en menos de un parpadeo de ojos. “Tampoco estás tan oxidado” ―le dice Ernesto, sonriente mirando las manchas. Generalmente no enciende los apliques, le basta con las halógenas del techo, pero esta mañana sí; hace clic en el interruptor con enchufe que está junto al espejo y las tres bombillas mates de sesenta w. (la señora de las tetas gordas insistió en que no se superara esa potencia) le iluminan el rostro frontalmente, empequeñeciéndole los ojos; se los refriega con pereza, bosteza varias veces, estira los brazos hasta casi tocar una halógena, aúlla con desespero y mira de reojo el espejo: “Buenos días” –insiste, pero ahora no hay respuesta. Se ve despeinado, con el cabello lacio, casi noruego, pero en moreno; se acicala con la mano, inútil; se frota el rostro, la barba de un día le pica, se aproxima más al espejo, se ve puntitos blancos. “Canas” –le dice , pero el espejo no responde. Él ríe.
                Estira el brazo, abre un armario de acero inoxidable con espejo de cuerpo entero y de un estante coge la máquina de afeitar: es una Philishave de tres cabezales. Tenía razón su padre: ¡es mejor máquina que la Braun! Su padre ha sido fiel siempre a unas determinadas marcas y la Philips es una de ellas. Por suerte aún vive, aún puede seguir diciéndole: “Padre, te quiero” “no, por nada, bueno, sí, por tu fidelidad, por estar ahí, por todo.” Coger la afeitadora y acordarse de su padre es lo mismo, cada día, cada mañana. La conecta en el enchufe, la deja apoyada en el lavabo, frente al espejo y se baja los pantalones y los calzoncillos granates, sentándose en la taza del váter: es un Roca blanco. Sonríe; se acuerda  que una vez conoció realmente a un tipo llamado Roca,  no se le subió encima, claro, era profesor de inglés de BUP, era muy cachondo, siempre de broma con los adolescentes, pero cuando le convenía se ponía serio, desconcertando a los alumnos y haciendo las delicias de las alumnas; entonces, entre ellas decían: “Ya ves, con el Roca hasta el más valiente se caga.”
                Sentado en la taza con los pantalones del pijama  y los calzoncillos caídos, Ernesto toma la máquina eléctrica y empieza a afeitarse por la sotabarba. No es por ganar tiempo, no, que va, es por el ruidito... El ruidito de la afeitadora está unido al de sus intestinos, de modo que ahí sentado estimula los movimientos peristálticos estos y por consiguiente las ganas de cagar. Cuando pasa por la zona siempre difícil del mentón suelta algunas ventosidades, sin duda precursoras de una mierda segura, que aunque se oyen, no huelen. Ernesto se pede cada vez más, sabe que no conviene apresurarse ni hacer más fuerzas de las necesarias “no sea –recuerda- que le ocurra lo que le sucedió a su cuñado Alfonso que tanto se esforzó el pobre que acabó con unas hemorroides espantosas que finalmente tuvo que operarse. ¡Estuvo meses sin poder sentarse! “No, poco a poco y con cuidadito”―se dice; de hecho Ernesto no va duro, normalmente hace unas boñigas delgadas como lagartijas, pero de momento sigue ahí, ventoseándose.
                Se acuerda de Helena, una vieja amiga, antropóloga, cuando le decía que de joven siempre se refugiaba en el cuarto de baño para leer a López Ibor y enterarse en secreto de los entresijos de la sexualidad ¡Qué tiempos!
                Sin pausa y sin prisa Ernesto siente en la barriga un crujido y en la punta del culo que le asoma algo. Ahí está el churro calentito de su cuerpo que se desenvuelve como un regalo tierno, retorciéndose  como una viruta de chocolate. Desconecta la afeitadora y guarda silencio, deja todo pensamiento, todo recuerdo, toda distracción del presente a un  lado y se concentra en el momento, escucha atentamente : la cagarruta en caída libre estalla en el fondo, salpicándole el culo. Es el mismo chof que oía cuando de crío dejaba caer a escondidas piedras al pozo del huerto de su tío,¡El mismo chof! Un silencio especial y un chof también especial. “Empiezo bien el día ―piensa― cagando evito cagarla. Bien.” En un cartel de madera fina colgado de un cordel en la pared de azulejos verdes y blancos lee en letras mayúsculas: “Sólo a partir del silencio se puede escuchar” y ve de nuevo la cara bronceada de Helena cuando le regaló el cartel: “ten para ti, un recuerdo mío, del Brasil, de los indios guaraníes.”  “Helena, querida Helena, ¿no te habrás quedado a vivir con ellos, con los guaraníes que tanto admirabas?” ―se dice bajito mientras relee el letrero de nuevo, como cada día, como cada mañana. Claro, que eso son elucubraciones de Ernesto, cagando.
                Se incorpora, toma tres trocitos de papel y se limpia el ano, primero con una mano, luego lo mismo con la otra “para que quede bien limpio” ―se dice y se da la vuelta. Mira los cagajones flotando en el agua como buñuelos en aceite, tienen buen color, marrón claro, bien ligado y liso, estupendo, sin sangre, no fastidiemos, a partir de los cuarenta hay que vigilarlo. Se acuerda de Ramón, su primo, él no se miraba las heces y no se dio cuenta que iba perdiendo sangre, que sus deposiciones eran cada vez más oscuras... Para cuando le hicieron la colonoscopía el tumor era demasiado extenso, no tuvo ninguna oportunidad, en menos de un año le dejó, “casi ni te conocí, Ramón.” –dice en voz alta como si le hablara y añade: “Qué frágil es todo, las relaciones, la salud, la vida... aparecen y desaparecen como las tiendas de mi  barrio, en menos de un parpadeo de ojos.” Tira la cadena, casi no huele, todo se lo lleva el Roca.
                 Ernesto se quita los pantalones y los calzoncillos granates; también la camisa del pijama y la camiseta tipo Imperio. Desnudo se planta sobre la balanza digital. “Sí, digital” –sonríe; se acuerda de la anterior, de la analógica, un rollo, siempre se desreglaba, por suerte se estropeó. “87 Kg. es mucho, tendré que reducir peso” –se dice. Deja la balanza y se mira desnudo en el espejo de cuerpo entero, el del armario de acero inoxidable; la barriga se le pliega sobre sí misma como láminas de hojaldre y el agujero del ombligo se le inclina hacia el suelo. “Definitivamente he de adelgazar” ―piensa. Resigue el vello de arriba abajo, cuanto más abajo más espeso y más rizado; en la zona del pubis una pelambrera larga, retorcida, en medio de la cual cuelga baldío el pendejo. Se ríe, se acuerda del buen amigo Méndez, quien siempre después de la tercera cerveza empieza con la retahíla de chistes... no puede faltar: “¿Qué tienen los chinos entre las piernas? ¡Un tirachinas, hombre, un tirachinas!” Y estalla en carcajadas.  Siempre igual.

         Ahí está mirándose con el tirachinas caído igual que los huevos que le acompañan “¿Cómo es posible? –se pregunta a sí mismo― ¿Cómo pensar que ese colgajo pueda mover el mundo? ¡Es ridículo! Tanto deseo, tanta pasión, tanto sexo, ese pingajo...” Claro que cuando está erecto, la cosa cambia, ―se dice― mirándose el pingo, entonces da placer, recibe placer, es un guerrero altivo, lustroso, orgulloso, genera vida y orina, un seis por uno, todo un lubricante natural. Entonces sí, está duro, toda una señora polla que parece comerse el mundo pero, claro, dura lo que dura más bien poco; luego, como ahora, plegadito, con disimulo, como casi siempre...”  Y se pregunta: ¿”¿Dónde guarda tanta valentía, tanto discurso machista, tanta mentira.?”  Sonríe, se ve desnudo, sin ropaje de palabras, muy parecido a cualquier otro, al Roca, a  un indio guaraní, a un chino, ¿qué más da?  “Me pesan ―dice― me cansan las palabras, cuanto me gustaría desnudarme también de ellas, saltarme ese mar de fondo que azota siempre mi cabeza y quedarme en el  silencio desde donde poder oír  el chof del fondo de cada pozo, del mío, del tuyo, del de todos, en silencio, sin palabras  ¡Cuanto me gustaría!” 
        Se ducha rápido, “hoy me he entretenido un poco” ―musita, se viste, abre la puerta del baño y  sale al mundo; sobre el vaho del espejo deja escrito un garabato: “te amo.”                                

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