Chof
Se mira en el espejo medio dormido y
le dice “Buenos días, Ernesto”, al tiempo que sonríe y le hace un guiño.
“Buenos días”, parece contestarle el espejo desde la pared de azulejos verdes y
blancos. “Te veo más arrugado que ayer, claro que a estas horas de la mañana,
quién no”. El espejo es muy normal, no os vayáis a creer, rectangular y grande
lleva arriba tres apliques plateados, oxidados en su base, y por abajo unas
líneas biseladas con algunas manchas negras.
Cada vez que Ernesto va al espejo busca por inercia estas manchas y se
acuerda de quien se lo vendió. “Será por la humedad del baño”―le dijo la señora
de la tienda donde lo compró hace unos años, una señora de grandes tetas y aire
ausente. Bueno, en realidad, este espejo es otro, porque el anterior, igualito
a éste, se oxidó por el mismo sitio, recién comprado. No puede ser que en tres
meses esté tan estropeado, esto es un fallo de fábrica ―le dijo la señora
tetuda y se lo cambió.
Actualmente la tienda de baños ya no
existe, plegó, ¡lástima!, parece ser que el matrimonio se separó o alguna cosa
así. Aquí, en el barrio, las tiendas
abren y cierran en menos de un parpadeo de ojos. “Tampoco estás tan oxidado” ―le
dice Ernesto, sonriente mirando las manchas. Generalmente no enciende los
apliques, le basta con las halógenas del techo, pero esta mañana sí; hace clic
en el interruptor con enchufe que está junto al espejo y las tres bombillas
mates de sesenta w. (la señora de las tetas gordas insistió en que no se superara
esa potencia) le iluminan el rostro frontalmente, empequeñeciéndole los ojos;
se los refriega con pereza, bosteza varias veces, estira los brazos hasta casi
tocar una halógena, aúlla con desespero y mira de reojo el espejo: “Buenos
días” –insiste, pero ahora no hay respuesta. Se ve despeinado, con el cabello
lacio, casi noruego, pero en moreno; se acicala con la mano, inútil; se frota
el rostro, la barba de un día le pica, se aproxima más al espejo, se ve
puntitos blancos. “Canas” –le dice , pero el espejo no responde. Él ríe.
Estira el brazo, abre un armario de
acero inoxidable con espejo de cuerpo entero y de un estante coge la máquina de
afeitar: es una Philishave de tres cabezales. Tenía razón su padre: ¡es
mejor máquina que la Braun! Su padre ha sido fiel siempre a unas
determinadas marcas y la Philips es una de ellas. Por suerte aún vive,
aún puede seguir diciéndole: “Padre, te quiero” “no, por nada, bueno, sí, por
tu fidelidad, por estar ahí, por todo.” Coger la afeitadora y acordarse de su
padre es lo mismo, cada día, cada mañana. La conecta en el enchufe, la deja
apoyada en el lavabo, frente al espejo y se baja los pantalones y los
calzoncillos granates, sentándose en la taza del váter: es un Roca
blanco. Sonríe; se acuerda que una vez
conoció realmente a un tipo llamado Roca,
no se le subió encima, claro, era profesor de inglés de BUP, era muy
cachondo, siempre de broma con los adolescentes, pero cuando le convenía se
ponía serio, desconcertando a los alumnos y haciendo las delicias de las
alumnas; entonces, entre ellas decían: “Ya ves, con el Roca hasta el más
valiente se caga.”
Sentado
en la taza con los pantalones del pijama
y los calzoncillos caídos, Ernesto toma la máquina eléctrica y empieza a
afeitarse por la sotabarba. No es por ganar tiempo, no, que va, es por el
ruidito... El ruidito de la afeitadora está unido al de sus intestinos, de modo
que ahí sentado estimula los movimientos peristálticos estos y por consiguiente
las ganas de cagar. Cuando pasa por la zona siempre difícil del mentón suelta
algunas ventosidades, sin duda precursoras de una mierda segura, que aunque se
oyen, no huelen. Ernesto se pede cada vez más, sabe que no conviene apresurarse
ni hacer más fuerzas de las necesarias “no sea –recuerda- que le ocurra lo que
le sucedió a su cuñado Alfonso que tanto se esforzó el pobre que acabó con unas
hemorroides espantosas que finalmente tuvo que operarse. ¡Estuvo meses sin
poder sentarse! “No, poco a poco y con cuidadito”―se dice; de hecho Ernesto no
va duro, normalmente hace unas boñigas delgadas como lagartijas, pero de
momento sigue ahí, ventoseándose.
Se acuerda de Helena, una vieja amiga,
antropóloga, cuando le decía que de joven siempre se refugiaba en el cuarto de
baño para leer a López Ibor y enterarse en secreto de los entresijos de la
sexualidad ¡Qué tiempos!
Sin pausa y sin prisa Ernesto siente en
la barriga un crujido y en la punta del culo que le asoma algo. Ahí está el
churro calentito de su cuerpo que se desenvuelve como un regalo tierno,
retorciéndose como una viruta de
chocolate. Desconecta la afeitadora y guarda silencio, deja todo pensamiento,
todo recuerdo, toda distracción del presente a un lado y se concentra en el momento, escucha
atentamente : la cagarruta en caída libre estalla en el fondo, salpicándole el
culo. Es el mismo chof que oía cuando de crío dejaba caer a escondidas piedras
al pozo del huerto de su tío,¡El mismo chof! Un silencio especial y un chof
también especial. “Empiezo bien el día ―piensa― cagando evito cagarla. Bien.”
En un cartel de madera fina colgado de un cordel en la pared de azulejos verdes
y blancos lee en letras mayúsculas: “Sólo a partir del silencio se puede
escuchar” y ve de nuevo la cara bronceada de Helena cuando le regaló el cartel:
“ten para ti, un recuerdo mío, del Brasil, de los indios guaraníes.” “Helena, querida Helena, ¿no te habrás
quedado a vivir con ellos, con los guaraníes que tanto admirabas?” ―se dice
bajito mientras relee el letrero de nuevo, como cada día, como cada mañana.
Claro, que eso son elucubraciones de Ernesto, cagando.
Se incorpora, toma tres trocitos de
papel y se limpia el ano, primero con una mano, luego lo mismo con la otra
“para que quede bien limpio” ―se dice y se da la vuelta. Mira los cagajones
flotando en el agua como buñuelos en aceite, tienen buen color, marrón claro,
bien ligado y liso, estupendo, sin sangre, no fastidiemos, a partir de los cuarenta hay que vigilarlo. Se acuerda de Ramón, su primo, él no se miraba las heces y
no se dio cuenta que iba perdiendo sangre, que sus deposiciones eran cada vez
más oscuras... Para cuando le hicieron la colonoscopía el tumor era demasiado
extenso, no tuvo ninguna oportunidad, en menos de un año le dejó, “casi ni te
conocí, Ramón.” –dice en voz alta como si le hablara y añade: “Qué frágil es
todo, las relaciones, la salud, la vida... aparecen y desaparecen como las
tiendas de mi barrio, en menos de un
parpadeo de ojos.” Tira la cadena, casi no huele, todo se lo lleva el Roca.
Ernesto se quita los pantalones y los
calzoncillos granates; también la camisa del pijama y la camiseta tipo Imperio.
Desnudo se planta sobre la balanza digital. “Sí, digital” –sonríe; se acuerda
de la anterior, de la analógica, un rollo, siempre se desreglaba, por suerte se
estropeó. “87 Kg. es mucho, tendré que reducir peso” –se dice. Deja la balanza
y se mira desnudo en el espejo de cuerpo entero, el del armario de acero
inoxidable; la barriga se le pliega sobre sí misma como láminas de hojaldre y
el agujero del ombligo se le inclina hacia el suelo. “Definitivamente he de
adelgazar” ―piensa. Resigue el vello de arriba abajo, cuanto más abajo más
espeso y más rizado; en la zona del pubis una pelambrera larga, retorcida, en
medio de la cual cuelga baldío el pendejo. Se ríe, se acuerda del buen amigo
Méndez, quien siempre después de la tercera cerveza empieza con la retahíla de
chistes... no puede faltar: “¿Qué tienen los chinos entre las piernas? ¡Un
tirachinas, hombre, un tirachinas!” Y estalla en carcajadas. Siempre igual.
Ahí
está mirándose con el tirachinas caído igual que los huevos que le acompañan
“¿Cómo es posible? –se pregunta a sí mismo― ¿Cómo pensar que ese colgajo pueda
mover el mundo? ¡Es ridículo! Tanto deseo, tanta pasión, tanto sexo, ese
pingajo...” Claro que cuando está erecto, la cosa cambia, ―se dice― mirándose
el pingo, entonces da placer, recibe placer, es un guerrero altivo, lustroso,
orgulloso, genera vida y orina, un seis por uno, todo un lubricante natural.
Entonces sí, está duro, toda una señora polla que parece comerse el mundo pero,
claro, dura lo que dura más bien poco; luego, como ahora, plegadito, con
disimulo, como casi siempre...” Y se
pregunta: ¿”¿Dónde guarda tanta valentía, tanto discurso machista, tanta
mentira.?” Sonríe, se ve desnudo, sin
ropaje de palabras, muy parecido a cualquier otro, al Roca, a un indio guaraní, a un chino, ¿qué más
da? “Me pesan ―dice― me cansan las
palabras, cuanto me gustaría desnudarme también de ellas, saltarme ese mar de
fondo que azota siempre mi cabeza y quedarme en el silencio desde donde poder oír el chof del fondo de cada pozo, del mío, del
tuyo, del de todos, en silencio, sin palabras
¡Cuanto me gustaría!”
Se ducha rápido, “hoy me he entretenido un poco” ―musita, se viste, abre la puerta del baño y sale al mundo; sobre el vaho del espejo deja escrito un garabato: “te amo.”
Se ducha rápido, “hoy me he entretenido un poco” ―musita, se viste, abre la puerta del baño y sale al mundo; sobre el vaho del espejo deja escrito un garabato: “te amo.”
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