martes, 26 de mayo de 2015

Relato 61


                                      Charca

Ángel jugaba silencioso junto a la charca de juncos de la cañada. No era extensa, pero sí profunda y rodeada de plantas acuáticas como paraguas, espadañas y plumeros.  Era un rubiales alegre y curioso, de unos ocho años, que lucía un copete panocha y abundantes pecas en una cara de niño muy travieso. Aunque lo tenía prohibido le gustaba acercarse a aquella balsa porque le permitía ensimismarse en la soledad, le hacía sentir vivo el contacto con la naturaleza, el viento cálido de la tarde, revoloteando las terminaciones de penachos y  juncos le embrujaba y el temblor de las hojas le evocaba la maravillosa música de las flautas traveseras de la escuela. 
     Pero había algo más, algo de misterioso, algo que magnética e inexplicablemente le atraía a sentarse ahí, junto a la charca, con las piernas cruzadas, abstraído. Durante mucho rato se quedaba observando la puesta del sol, atento a los vendavales del cierzo, pendiente de captar la variada gama de silbidos, las variaciones que el aire, al rozar, emitía por entre los tallos de distintos calibres, y se le antojaba que un gigantón estaba soplando desde más allá del barranco, un gigantón voluble e inconstante que le hablaba a distancia y resonaba entre las cañas con un aullido lastimero, sibilante y que Ángel no acababa de entender. Casi siempre le respondía tomando una caña hueca cogida al azar, soplándola a diferente presión y tanteando con el dedo en el orificio de salida. Cosas de niños. Sus padres le habían dicho muchas veces que no fuera solo a la charca del loco, así le llamaban, pues la leyenda contaba que hacía muchos años un vecino de una masía cercana perdió la vida ahí, en la balsa, al parecer embriagado por el cántico del viento, aunque no faltaban las malas lenguas que sostenían que en realidad iba borracho de vino y se cayó, ahogándose al no saber nadar. 
       Ángel en cambio sí sabía nadar, pero tampoco podía evitar la seducción de la alberca, el frescor que exhalaba le otorgaba calma, una serenidad de otro mundo y seguía hipnotizado por la melodía del viento y escuchando la fascinante voz del cíclope que le llamaba con voz ronca entre juncos, cañas y espadañas. Luego enmudecía, la música y la voz se detenían, y se imponía el silencio total, no oía nada, salvo ranas y grillos. Cuando oscurecía, Ángel regresaba a casa como todos los crepúsculos y se extrañaba una vez más de que no hubieran luces encendidas, ni perros ladrando, de no encontrar nunca a nadie, ni siquiera a sus padres. 
       Y de nuevo reparaba con tristeza y desamparo que la casa, una antigua masía, llevaba tiempo deshabitada, abandonada, vacía y que seguía estando completamente en ruinas. 

martes, 19 de mayo de 2015

Relato 60

                                              Estrategia
               
                 ―Ana, hemos de hablar.
                 ―¿De qué?
        ―De ti y de mí.
        ―¿Y eso? 
        ―Desde que trabajas has cambiado.
        ―Sí, es verdad, he cambiado.
        ―Cuando estabas en casa yo giraba alrededor de tu mundo y tú alrededor del mío, pero ahora estás siempre ocupada con el trabajo, apenas nos vemos, te siento lejos, no puedo continuar así.
        ―Bueno, hago lo que puedo, no somos unos críos, es cierto que el trabajo me exige mucha dedicación y que estoy poco por casa y que nos vemos poco, pero bien sabes Diego, que si me esforcé por acabar la carrera fue para ejercerla, ¿o no?
        ―Sí, claro, y sé lo que te costó compaginar los últimos exámenes de licenciatura con el embarazo. Sé que tuviste que renunciar a un trabajo interesante para cuidarte de las niñas, de las tres que nos vinieron de sopetón... sé que siempre has querido ejercer de bióloga, pero desde que trabajas apenas paras por casa, apenas te veo, ya no hacemos el amor, no sé, Ana, esta situación es insostenible para mí, no puedo compartir mi vida con una mujer que está casada con el trabajo.
        ―Escucha Diego, casada lo estoy contigo y desde hace quince años; lo del trabajo es reciente. Acuérdate, te dije: “ Ahora que las niñas son mayorcitas voy a buscar trabajo de lo mío”. Bien sabes que no me fue fácil encontrarlo, no soy una criatura que digamos. Es cierto que ahora con las vacunas me exigen mucho, es un trabajo estacional, compréndelo. Siempre te he apoyado y ahora que necesito tu apoyo, ¿me lo niegas?
        ―No es que no te apoye, te apoyo, pero resulta que cuando no son las vacunas de la gripe, son las de la viruela o de experimentación para el Ébola. La cuestión, Ana, es que me siento lejos, que algo ha cambiado entre nosotros desde que trabajas, no sé, te veo distinta, como más autoritaria.
        ―Claro, me ves distinta porque soy distinta. La joven ingenua que te idealizaba como hombre ya no existe. Ahora simplemente asumo con responsabilidad el papel protagonista de mi vida, nada más que eso y nada menos.
        ―¿Protagonista? Vaya eso es nuevo, lo serás fuera de casa porque es que aquí, vamos ni apareces, ni que te hubiera esclavizado. Yo estaba enamorado de la Ana con la que me casé, la que me esperaba solícita en casa, la que disolvía cualquier conflicto, aquella para quien yo lo era todo  ¿Qué queda de esa Ana?
        ―Qué va a quedar ¡Nada! Esa Ana sólo existe en tu mundo, Diego, en el pequeño mundo que tú creaste para los dos alrededor de las niñas y de tu banco, tus sellos, tus costumbres, tu mundo nunca ha crecido y tú tampoco; en cierta forma a tu lado he vivido sometida sin darme cuenta todos estos años. Ha sucedido que el trabajo me ha dado la oportunidad de crecer como persona, mientras que contigo no existía, era una especie de apéndice tuyo anclado en tu sueño, una sombra.
        ―No, si al final resulta que la culpa es mía. Yo estoy soportando todo el peso de la casa, tú nunca apareces y cuando me quejo, encima me tengo que tragar que soy un niñato de mierda. ¡Habrase visto! Mira, Ana, estoy harto de tanta progresista moderna. ¿Qué os pasa?¿Os han comido el coco? ¡Yo esta situación no la aguanto más! O dejas el trabajo o te dejo. ¡Así de claro! Eso así no puede continuar. Yo quería a la Ana de la que me enamoré, esa que dices que no existe, pero te equivocas. Por favor, tengamos calma, no quiero perderte, te amo, si dejas el trabajo por mí lo consideraré un acto de amor. Creo que puedo cambiar, lo nuestro puede reconducirse, estoy seguro.
        ―Escucha tú, Diego, no te cabrees ni me hables así, yo también creo que puedes cambiar, pero no a mi lado. Nos irá bien una separación, estoy segura; hace tiempo que me lo estaba planteando y ahora que lo dices es un buen momento. Te has quedado atrás, en cierto modo vamos con los pasos cambiados. No puedo continuar contigo ni un segundo más; en el trabajo me siento valorada y estimada, aquí en casa no, aquí sólo existe un mundo, el tuyo y tu particular sueño es justamente mi pesadilla. Creo que eso es una despedida, la mejor para ambos, esto se ha terminado, adiós.
        

martes, 12 de mayo de 2015

Relato 59


                                          Candidez

El tipo me vendió la moto. Caí en la trampa, porque quien me había hablado bien de él, era una persona de mi máxima confianza. El anuncio ofrecía un remedio infalible para subsanar la calvicie, pero no era más, ¡maldita sea!, que otra tomadura de pelo. Movido por la insistencia  de mi calaño, también calvo, acepté seguir el tratamiento.
       Resultó ser muy costoso ya que cada botellita valía medio mes de sueldo y se acababa en quince días. Cada vez que le reclamaba y le decía que no había salido ningún cabello ni fuerte ni nuevo, me respondía que “insistiera, que todavía era pronto”. Incluso cuando llevaba once meses me soltaba la misma monserga. En las instrucciones decía: aplicar con fruición dos veces al día, por la mañana y por la noche. 
     El producto, denominado Paracabellos, era una fórmula secreta de un avispado ganadero de Cáceres, que lo había experimentado con las crines de las caballerizas y que vendía por Internet. En las fotos, que acompañaban el anuncio, venían sumamente largas y casi les llegaban a las patas. Echaba muy mal olor, pues estaba hecho —decía— entre otras sustancias de boñigas de vaca maceradas con ajo, agua y matalahúga. Además, estaba el elemento oculto, que se reservaba, la clave del descubrimiento. Pues, según él, era eso y no un invento, pues lo descubrió por casualidad friccionado a un alazán. 
      Eso alimentó mi ingenuidad ya que de todos es bien conocido que la ciencia avanza frecuentemente por hallazgos fortuitos. ¿Por qué no podía tratarse de un caso parecido?, me exhortaba. Las fricciones eran simples pues el producto venía muy bien preparado en unos frascos pulverizadores. Se recomendaba hacerlo un rato antes de salir para evitar el hedor. Era bastante fastidioso pues duraba como unos diez minutos y tenía que organizarme en el baño con mi mujer. 
       Ella insistía que era demasiado cándido y eso me agradaba pues Cándido era y todavía es mi nombre. Con la práctica se volvió una rutina. Aquel verano no salimos de vacaciones para poder costear el tratamiento del crecepelo, pero al año siguiente sí, cuando ya había dejado la engañifa. Sigo siendo completamente calvo. 
      Fuimos a Cáceres, me acerqué a la finca del ganadero, quería hacerle una visita. Aquello era un chalet inmenso, parecía un pueblo. Mi curiosidad y mi indignación crecieron a medida que fui comprobando que casi todos estaban bien provistos de cabello… de crin. Fue desconcertante, no me lo podía creer, eran pelucas. Los caballos tenían un pelaje que les llegaba hasta los suelos y multitud de personas bien peinadas junto a ellos recortándoles las crines con esmero. La recogían en grandes capazos, que apilaban en altos estantes arrimados a las cuadras. Ahí habían frascos como el mío, pero de un tamaño mucho mayor.  
      Sólo me cabe añadir como epílogo a esta sorprendente pero verídica historia el estupor que sentí cuando al prestar atención a la etiqueta del producto acerté a leer: Paracaballos

martes, 5 de mayo de 2015

Relato 58

                                 Tocamientos

        ―Quiero confesarme, padre.
        ―Pasa, hijo, adelante.
        ―Estoy en pecado mortal, padre.
        ―Has vuelto a desobedecer a tu madre, Andresillo.
        ―Peor, padre, mucho peor.
        ―Cuéntame, hijo.
        ―Es que me da vergüenza, padre.
        ―Ésta es la casa de Dios, hijo, no tengas miedo, anda Andresillo, que no tengo todo el día.
        ―He tenido tocamientos, padre.
        ―¿Tocamientos?
        ―Sí, padre, esta mañana en la ducha.
        ―¿Cómo ha sido, hijo?
        ―Me estaba enjabonando y de repente aquello ha empezado a crecer.
        ―¿Aquello?
        ―Sí, padre, el pene.
        ―Pero, ¿ha habido intención de tocar?
        ―No, padre, al pasar el jabón por encima he frotado y aquello se ha puesto grande.
        ―¿Grande?
        ―Sí, padre, grande, no me había pasado nunca, me he asustado, como un palmo, padre, me llegaba al ombligo.
        ―Ya veo, continua.
        ―Luego ha salido un líquido viscoso, blanquecino, ¿es malo, padre?
        ―No, es normal, hijo, estás en la pubertad ¿qué tienes, catorce años?
        ―No, padre, acabo de cumplir los trece.
        ―No te avergüences, Andresillo, significa que te estás haciendo un hombre. Lo que has tenido es una emisión seminal espontánea, lo importante es que no has tenido intención de masturbarte, hijo, que eso sí es pecado.
        ―Y luego he tenido una sensación de mucho sosiego, padre.
        ―Es la descarga física y emocional, hijo, completamente normal.
        ―Y luego se ha vuelto a quedar pequeña, padre.
        ―Normalísimo, hijo, no te preocupes, te estás haciendo mayor.
        ―Una cosa, padre.
        ―¿Qué?
        ―Se me está poniendo gorda.