martes, 12 de mayo de 2015

Relato 59


                                          Candidez

El tipo me vendió la moto. Caí en la trampa, porque quien me había hablado bien de él, era una persona de mi máxima confianza. El anuncio ofrecía un remedio infalible para subsanar la calvicie, pero no era más, ¡maldita sea!, que otra tomadura de pelo. Movido por la insistencia  de mi calaño, también calvo, acepté seguir el tratamiento.
       Resultó ser muy costoso ya que cada botellita valía medio mes de sueldo y se acababa en quince días. Cada vez que le reclamaba y le decía que no había salido ningún cabello ni fuerte ni nuevo, me respondía que “insistiera, que todavía era pronto”. Incluso cuando llevaba once meses me soltaba la misma monserga. En las instrucciones decía: aplicar con fruición dos veces al día, por la mañana y por la noche. 
     El producto, denominado Paracabellos, era una fórmula secreta de un avispado ganadero de Cáceres, que lo había experimentado con las crines de las caballerizas y que vendía por Internet. En las fotos, que acompañaban el anuncio, venían sumamente largas y casi les llegaban a las patas. Echaba muy mal olor, pues estaba hecho —decía— entre otras sustancias de boñigas de vaca maceradas con ajo, agua y matalahúga. Además, estaba el elemento oculto, que se reservaba, la clave del descubrimiento. Pues, según él, era eso y no un invento, pues lo descubrió por casualidad friccionado a un alazán. 
      Eso alimentó mi ingenuidad ya que de todos es bien conocido que la ciencia avanza frecuentemente por hallazgos fortuitos. ¿Por qué no podía tratarse de un caso parecido?, me exhortaba. Las fricciones eran simples pues el producto venía muy bien preparado en unos frascos pulverizadores. Se recomendaba hacerlo un rato antes de salir para evitar el hedor. Era bastante fastidioso pues duraba como unos diez minutos y tenía que organizarme en el baño con mi mujer. 
       Ella insistía que era demasiado cándido y eso me agradaba pues Cándido era y todavía es mi nombre. Con la práctica se volvió una rutina. Aquel verano no salimos de vacaciones para poder costear el tratamiento del crecepelo, pero al año siguiente sí, cuando ya había dejado la engañifa. Sigo siendo completamente calvo. 
      Fuimos a Cáceres, me acerqué a la finca del ganadero, quería hacerle una visita. Aquello era un chalet inmenso, parecía un pueblo. Mi curiosidad y mi indignación crecieron a medida que fui comprobando que casi todos estaban bien provistos de cabello… de crin. Fue desconcertante, no me lo podía creer, eran pelucas. Los caballos tenían un pelaje que les llegaba hasta los suelos y multitud de personas bien peinadas junto a ellos recortándoles las crines con esmero. La recogían en grandes capazos, que apilaban en altos estantes arrimados a las cuadras. Ahí habían frascos como el mío, pero de un tamaño mucho mayor.  
      Sólo me cabe añadir como epílogo a esta sorprendente pero verídica historia el estupor que sentí cuando al prestar atención a la etiqueta del producto acerté a leer: Paracaballos

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