Venecia (1)
Me manda postales,
todavía, a pesar del tiempo transcurrido, ahora pocas, desde hace unas semanas,
ninguna. Dijimos ni llamadas ni correos electrónicos, sólo postales de foto,
así lo acordamos, como se hacía antaño. Sigue viviendo (creo) en la calle
Contarini veintisiete, junto al gran canal, cerca del teatro de la Fenice. Lo que sé de
Venecia, lo sé por ella, por Angelina, por sus postales. Nunca he estado allí,
todavía. Un día me dijo:
―¿Vendrás?
―Mi nariz es muy sensible ―le respondí.
―¿Vendrás? ―repitió.
―Me mareo en barca. Además, tengo
alergia a las mosquitas que pican.
―¿Vendrás? ―insistió.
―Ir en góndola me daría angustia, con la
luz del candil y el gondolero mirándonos, ni que sea contigo, Angelina, seguro.
Ella bajó la mirada, musitó algo que no
entendí, se echó con los dedos la oscura melena hacia atrás y soltó un largo
suspiro. Sentados en el suelo, frente a la fuente mágica de Barcelona, la noche
sin luna del sábado 1 de agosto de 1992 nos envolvía en colores, agua y
melancolía. Al día siguiente, temprano, Angelina regresaba a Venecia, su viaje
de final de curso terminaba, ya había música en la fuente, aunque no la oíamos.
―Es de Buigas, de la expo de 1929, un
prodigio, como estos juegos olímpicos, otro prodigio, te has fijado en las
cifras, son las mismas cambiadas de orden.
Angelina no escuchaba, parecía ausente, como
si no quisiera oír lo que le decía. Buigas no le interesaba nada, nada. Un
cambio de aire nos echó encima agua de la fuente, agua bendita, instintivamente
nos abrazamos.
―Vendrás algún día, Albert, vendrás
algún día a buscarme. (A decir verdad dijo a verme, pero a mi me sonó como a
buscarme.)
La fuente pasó del azul al rojo casi sin
transición del rosa, tal vez por eso o porque una nueva ráfaga de aire húmedo nos
obligó a desligar nuestro cuerpos, y a
separarme de su boca, de sus labios, de su cuello, y del peculiar aroma
de su aliento, y a levantarnos al fin, y alejarnos de la maravillosa fuente,
cogidos de la mano, tal vez por ello o por el embrujo que Angelina desprendía y
me seducía, por todo ello le respondí:
―Seguro, algún día iré a Venecia, algún
día iré a por ti.
Aún lo tengo pendiente.
Lo que sé de Venecia, lo sé por ti,
Angelina, por tus postales, por lo que escribes, por tus comentarios. Tengo un
buen puñado, todas distintas, algunas llevan sellos de liras, otras de céntimos
de euro. Cojo una al azar, una de las antiguas, sello de cuarenta y cinco liras, es una
clásica: la plaza de san Marcos con la basílica al frente y a su lado la gran
torre del campanario...
(Continuará)