martes, 30 de junio de 2015

Relato 66

                                                     Venecia  (1)

Me manda postales, todavía, a pesar del tiempo transcurrido, ahora pocas, desde hace unas semanas, ninguna. Dijimos ni llamadas ni correos electrónicos, sólo postales de foto, así lo acordamos, como se hacía antaño. Sigue viviendo (creo) en la calle Contarini veintisiete, junto al gran canal, cerca del teatro de la Fenice. Lo que sé de Venecia, lo sé por ella, por Angelina, por sus postales. Nunca he estado allí, todavía. Un día me dijo:
        ―¿Vendrás?
        ―Mi nariz es muy sensible ―le respondí.
        ―¿Vendrás? ―repitió.
        ―Me mareo en barca. Además, tengo alergia a las mosquitas que pican.
        ―¿Vendrás? ―insistió.
        ―Ir en góndola me daría angustia, con la luz del candil y el gondolero mirándonos, ni que sea contigo, Angelina, seguro.
        Ella bajó la mirada, musitó algo que no entendí, se echó con los dedos la oscura melena hacia atrás y soltó un largo suspiro. Sentados en el suelo, frente a la fuente mágica de Barcelona, la noche sin luna del sábado 1 de agosto de 1992 nos envolvía en colores, agua y melancolía. Al día siguiente, temprano, Angelina regresaba a Venecia, su viaje de final de curso terminaba, ya había música en la fuente, aunque no la oíamos.
        ―Es de Buigas, de la expo de 1929, un prodigio, como estos juegos olímpicos, otro prodigio, te has fijado en las cifras, son las mismas cambiadas de orden.
        Angelina no escuchaba, parecía ausente, como si no quisiera oír lo que le decía. Buigas no le interesaba nada, nada. Un cambio de aire nos echó encima agua de la fuente, agua bendita, instintivamente nos abrazamos.
        ―Vendrás algún día, Albert, vendrás algún día a buscarme. (A decir verdad dijo a verme, pero a mi me sonó como a buscarme.)
        La fuente pasó del azul al rojo casi sin transición del rosa, tal vez por eso o porque una nueva ráfaga de aire húmedo nos obligó a desligar nuestro cuerpos, y a  separarme de su boca, de sus labios, de su cuello, y del peculiar aroma de su aliento, y a levantarnos al fin, y alejarnos de la maravillosa fuente, cogidos de la mano, tal vez por ello o por el embrujo que Angelina desprendía y me seducía,  por todo ello le respondí:
        ―Seguro, algún día iré a Venecia, algún día iré a por ti.
       
        Aún lo tengo pendiente.
       

        Lo que sé de Venecia, lo sé por ti, Angelina, por tus postales, por lo que escribes, por tus comentarios. Tengo un buen puñado, todas distintas, algunas llevan sellos de liras, otras de céntimos de euro. Cojo una al azar, una de las antiguas, sello de cuarenta y cinco liras, es una clásica: la plaza de san Marcos con la basílica al frente y a su lado la gran torre del campanario...      (Continuará)        

martes, 23 de junio de 2015

Relato 65

                                      Silvato


El tren silba a lo lejos y aminora la marcha en un paso conflictivo, ha muerto gente atropellada, tal vez suicidios. Siempre silba. El sol se está alzando o gira la Tierra para darnos la sensación que el sol se levanta, pero el sol no se mueve como ya sabemos. Qué manía en situar la causa de nuestro quehacer en el otro. El mar golpea suave en la nueva playa llena de arena recién traída. Una labor inteligente, han alargado los espigones antes de rellenar el litoral con más arena. Ahora los embates del mar no asolaran el paseo. Un par de pescadores cultivan su soledad alejados entre sí, en uno de los espigones, con la mirada fijada en las cañas. Unos corredores con pantalón corto pasan veloces hablando entre ellos, consultando el cronómetro que llevan con velcro en sus brazos. Aún no han pasado los ruidosos caniches, suelen hacerlo a partir de las ocho de la mañana. Es el turno de los caminantes con bastones de apoyo, de pasos ligeros y conversa fluida. Las palmeras del paseo marítimo, quietas como olvidadas. El sol se agranda rebotando en el mar y una mujer con muletas y cabello blanco se apoya en el murete, mientras mira el suave oleaje y se cubre los ojos con la mano. Unos ciclistas parlanchines con casco sortean los escasos paseantes y se alejan ruidosos a toda velocidad. La mañana se está levantando tranquila, no hay nubes, ni una, y el verde de las palmeras reluce vigoroso después de las lluvias del otro día. Dentro del mar una barcaza a motor avanza rauda hacia puerto cargada seguramente de pescado, arañando una estela espumosa. Habían una boyas amarillas flotando desperdigadas por ahí, de cuando el temporal, ya no están, las habrán recogido con las obras de mejora de la playa. Han puesto mucha arena, como medio metro o más, incluso han cubierto las rocas del murete, están haciendo una reforma integral de la costa. Unas vallas oxidadas bloquean el acceso a la playa, todavía. Todo se andará. Otro tren vuelve a silbar por el paso de la muerte, un caminito que cruza las vías entre dos curvas con poca visibilidad. Hay ramos de flores en los alrededores, las vía relucen salitre, las sombras desaparecen, los perros empiezan a ladrar. Empieza uno y contagia a la jauría entera. Uno de los dos pescadores se retira, el otro le mira alejarse, se saludan levantándose la mano. Otro tren silba por el paso fúnebre, adiós amigo, cada vez que escucho el silbido de un tren me acuerdo de ti, del que te atropelló y de cuanto te quise. Era una mañana hermosa como la de hoy, lucía el sol, la mar estaba encalmada, pasaban ciclistas y paseantes, habían perros y barcas de pesca regresando a puerto, todo como hoy, verbena de san Juan, cuando el tren te atropelló. ¿Te atropelló?  

martes, 16 de junio de 2015

Relato 64


                                      Memoria

Mientras padre tuvo memoria viajó en metro. El transporte más rápido ―decía. 
       Prefería el metro al autobús, siempre iba aprisa, en los años ochenta todo el mundo tenía prisa. Le veo sentado con las piernas juntas, todo modosillo, regresando de Santa Coloma en la línea roja, con su traje azul oscuro, su corbata de topos y su cartapacio bajo el brazo. A veces le acompañaba. Tenía negocios que atender, además de visitar a tía Engracia con la que merendábamos bizcochos con chocolate y pasábamos la tarde. 
     Bajo el río ―me decía, ―estamos cruzando bajo el Besós, hijo, y no hay humedades, lo que hace la técnica de los ingenieros de hoy en día. Y no hacía otra cosa que mirar por la ventana para asegurarse que las paredes del túnel estuvieran secas. Siempre le sorprendían las obras de ingeniería, ¿construir algo por debajo del agua? ―Imposible. 
      Padre tenía poca cultura, pero mucho mundo. Antes del prodigio, cogía el autobús en la plaza Orfila, el ciento tres, con disgusto. Consideraba de hombre moderno viajar en metro, el bus para los turistas, decía. "Vengo de Santa Coloma: con el nuevo metro llego enseguida" comentaba orgulloso en casa cuando la cena, recuerdos de la tía ―apostillaba. 
     Mientras padre tuvo memoria viajó en metro y cuando la fue perdiendo también. Entonces se desorientaba y perdía, y en lugar de aparecer en Santa Coloma, aparecía en cualquier otra parte y se pasaba la tarde circulando en metro de un lado para otro hasta que nos llamaban y yo iba a recogerlo en alguna comisaría. Con todo se le veía feliz, padre ha sido un hombre feliz, incluso de jubilado. Su trabajo de recadero para un notario le hacía viajar por Barcelona y poblaciones aledañas, tenía todo el plano del subterráneo en la cabeza. ¿Cómo hago para ir a tal sitio, padre? Coges la línea tal, enlazas con la cual y ya lo tienes. Gracias. 
      Cuando padre tenía memoria, todo el plano del metro de la ciudad cabía en su cabeza. Era una maravilla como el túnel bajo el Besós. Ahora padre no recuerda ni su nombre. El otro día, poco antes de Sant Jordi, le llevé a la parada de Urgell, quería regalarle un viaje en metro, por los viejos tiempos. Está en una residencia de la gran vía, va en silla de ruedas y babea, no para quieto, descendimos al andén, me acomodé en el asiento, esperamos. Padre no sabía donde estaba, se lo expliqué, en vano, no paraba de moverse, me sentí incomodo, accedimos al tren. 
     Enseguida nos dejaron sitio, padre ―le dije― vamos a Santa Coloma que hace tiempo que no vamos. Padre dejó de moverse, dejó de babear, me miró atento con sus pequeños ojos y me sonrió.

martes, 9 de junio de 2015

Relato 63


                                           Advertencia

Sigue ocupando el centro de interés de la sala, nada excepcional dada su naturaleza presumida y fanfarrona. Familiares, amigos y acompañantes le rodeamos. Agapito se mantiene sereno con su bigote abultado poblado de canas que le oculta unos labios encabritados. Le han puesto las gafas negras de pasta y va peinado con la raya en el lado izquierdo, seductor como siempre. Viste el traje azul de sus mejores días, impecable, con una corbata a juego de topos grises y amarillos, y permanece inmutablemente muerto dentro de la caja con la tapa a un lado. Hay muchas coronas de flores en su derredor con mensajes de recuerdos entrañables y de gran estima. Entreveo la mía: “a mi amigo del alma GÁPIT, siempre conmigo.” —dice. Éramos más que hermanos, no en vano nos conocíamos desde niños. Era un personaje muy querido y conocido en Sicilia y su muerte nos ha consternado y ha convocado allegados incluso del continente. Nosotros le lloramos, su esposa solloza y trata de consolar a sus dos hijos, apenado y consternado el mayor, mientras el pequeño, de tres, se mantiene revoltoso en brazos de la abuela. En voz baja y lastimera comentamos su irreparable pérdida y sus generosas bondades. Tan joven, —dicen— a sus cuarenta y seis. De la huella del balazo en la cabeza no queda ningún rastro y es obvio que los de la funeraria han hecho un buen trabajo. Estamos todos aparentemente muy afligidos por su inesperada muerte pues lo habían asesinado hacía tan sólo un par de noches en el dormitorio de su casa. Según su esposa a las diez de ese fatal día estaba vivo; habló con él por teléfono —no te preocupes, venid mañana, quedaros, no hace tiempo para viajar— dice que le dijo. Según los forenses la muerte sucedió entre las once y las doce de aquella misma noche. Así que todo fue muy rápido. Investigaciones preliminares sugieren que en el momento de los hechos parece que el interfecto se encontraba en la cama con alguna fulana y ésta le disparó a quemarropa para saldar —dicen— alguna vieja deuda. Encontraron huellas de carmín que se habían limpiado mal en uno de los vasos de la mesita. Agapito era un hombre poderoso con muchos amigos y algún que otro enemigo. Pocos, ciertamente, pues él mismo se había encargado de ir mandando eliminarlos.

         La policía habla de un ajuste de cuentas y en apariencia no está demasiada interesada en hacer más pesquisas.  Desconoce que he sido yo, uno de sus mejores amigos, quien lo ha baleado y espero no lo descubra nunca. Dispongo de una buena coartada. En el momento de su muerte me encontraba con mi mujer en nuestro dormitorio, ella ha testificado a mi favor; más le vale.  No podría confesar que era ella quien estaba con Gápit en la noche de su muerte. Se entendía con él, la muy zorra. Me debe la vida, lo maté por falso, se lo merecía, me faltó a la verdad. Irrumpí en su nido inesperadamente y sin decirle nada le disparé una bala certera entre los ojos y me llevé a mi mujer como coartada, limpiando las huellas. Se burlaba de mí, el muy desgraciado, ella me engañaba, seducida por sus encantos. Así que me salva la vida, salvándosela a ella. Tengo muchos contactos. Era un creído de mala madre, un cerdo que sólo pensaba con la polla, que aún teniendo esposa e hijos se entendía con cualquiera. Mirad, ¡cómo están llorándole a ese miserable adúltero, hipócritas desconsolados! Todos sabíamos que era un mal tipo, alguien despreciable, sin palabra. Me juró solemnemente ante la virgen que con mi mujer no se acostaba, me engañó y entre amigos la palabra es sagrada; no soporto la deslealtad, no he hecho más que poner las cosas en su sitio. Tiré el revólver, un Mágnum del veintidós, en el pozo que conecta con las aguas subterráneas, donde jamás podrán encontrarlo. El muy canalla permanece aquí en medio de esta sala robando nuestra atención y tiempo y le lloriqueamos, pero me compensa, en silencio río por dentro mi venganza. Cuando esto pase, mañana mismo, y lleguen las votaciones me pondrán como nuevo jefe. No son más que negocios. Se lo confieso a ustedes pero si quieren mantenerse vivos, por su bien no me delaten; lo sabría en seguida en la red y les va su vida y la de sus familiares ¡Están advertidos!        

martes, 2 de junio de 2015

Relato 62

                                         Tetuda

Ni escarabajo ni magdalenas, mujer con dos buenas tetas ―sentencia Manolo dando un puñetazo en la mesa del cafetucho donde está sentado medio borracho. Los de la barra se giran, les miran, menean la cabeza y siguen con los suyo. Adela, la pelandusca, le contesta que afloje la mosca si quiere llevársela al catre y que se decida pronto que hay cola. Manolo se ríe, se burla, ¿quién irá con una golfa gorda y vieja como tú? ―exclama entre voces y risas, quién será el valiente, querida? Adela le fustiga con la mirada, se levanta, jodido escritor frustrado ―murmura, se va a la barra. Arrellana su culo gordo en el taburete, se afloja el pelo oxigenado, mira de soslayo a un tipo con coleta que se apoya en una mesa oscura de la esquina, le hace una señal chulesca. Vuelve a esponjarse el cabello, pide una cola, juega con el anillo que tiene en la mano, se lo saca y mete en el dedo, sonríe al hombre que tiene al lado. Adela, ven aquí, tetuda, siéntate conmigo, que te voy a contar una historieta que te va a gustar ―grita un Manolo, pendenciero, impertinente, alcoholizado, impotente, trasnochado y viejo. Al cabo de diez minutos está sentado por arte de birlibirloque  sobre los adoquines de la calle con un par de buenos moratones en la cara, hablando, riendo solo, mordisqueando una magdalena, jugando con un escarabajo negro.