martes, 26 de agosto de 2014

Relato 22

                                                    Decisión
        
         ―Estoy sangrando mucho, más de lo normal, toda mi orina es sangre, estoy asustado, temo que mi vida se acaba, ahora sí.
        ―¿Quieres morirte, Fidel?, perdona que sea tan franca, pero es lo que tienes que decidir ahora: morir o seguir viviendo.
        Siento que padre me reclama, padre murió de cáncer, del mismo que tengo yo, se lo debo, padre me reclama, quiero estar bajo su protección, quiere ampararme, siento que he de obedecer. Me ha querido tanto, le quiero tanto, siento que he de volver a su lado, me quiere, se lo debo.
        Tu padre murió hace tiempo, tiene que andar su propio camino, así como tú el tuyo independientemente de lo que haga él. Seguís unidos en el tiempo sin fin, no tienes que hacer lo mismo que él, no tienes que sacrificarte, has de  decidir si quieres vivir o morir, Fidel, y hazlo pronto.
        Vivir, quiero vivir.
        Hablaré con tu padre.
        Gracias.
        Te llamo en cuanto termine.
        No tardes.
       
        Hola, Fidel, tu padre está muy arrepentido, lo siente muchísimo, te pide perdón, perdón, mil veces perdón, no lo sabía, pensaba que querías regresar con él. Me dice que le perdones, que no volverá a entrometerse, quería acogerte, darte protección, ampararte, te ve tan desvalido, tan triste. Que le perdones, ―insiste―, sigue tu propia vida, él ya te ha dejado, se ha ido a sus asuntos, vino porque tú le invocaste, vino para ayudarte, quería acompañarte en el traspaso, vino porque tú se lo pediste, entendió que querías quedarte con él, padre te ama mucho, por eso mismo se ha retirado, por nada del mundo quier interferir en tu proceso de crecimiento, por nada del mundo. Que le perdones, ―me ha dicho― que lo siente muchísimo, que te libera de cualquier compromiso previo y que respeta por encima de todo tu decisión de querer vivir.

        Gracias, sangro menos desde hace unos minutos, quiero vivir. Quiero a padre, es cierto imploré su ayuda, Dios mío, creí que todo estaba terminado, iba a reunirme con él, lo encontraba a faltar. Gracias padre por tu ayuda, por respetar mi decisión y gracias a ti, Ángela, por tu intervención providencial.   

martes, 19 de agosto de 2014

Relato 21

                                        Recordatorio

Mi mujer se ha ido con unas amigas a pasar el día fuera. 
     He preparado la comida para mí solo, he puesto la mesa para mí solo y he comido en silencio, sin casi levantar los ojos del arroz blanco con tomate y atún. La echo a faltar. No acostumbra a separarse de mi lado ni yo del suyo, hoy es una excepción, una cita aplazada en dos ocasiones anteriores, no podía repetirse, un encuentro con unas amigas de antaño, un alejamiento transitorio y saludable para ambos seguramente, pero no puedo evitarlo, la encuentro a faltar. 
    No es que hablemos demasiado cuando estamos juntos, de hecho hablamos poco, pero nos tenemos el uno al otro, no cuidamos y nos protegemos y sobretodo nos acompañamos. No en vano son cincuenta años de convivencia ininterrumpida para lo  bueno y lo malo. Y sin embargo, la echo a faltar y apenas hace cinco horas que se ha ido. 
     Cuando la tarde caiga me llamará y me dirá vengo en el tren de las ocho y yo sonreiré y me alegraré de escuchar su voz y me pondré ropa elegante y saldré a buscarla a la estación y luego iremos a cenar juntos y me explicará cómo ha ido la comida con las amigas y me contará cómo le va la vida a fulanita y lo qué le ha pasado con su hija o su marido y a menganita cómo le va con sus hijos o su compañero actual y me pondrá un montón de detalles que escucharé para olvidar seguramente enseguida pues mi memoria es cada vez más frágil, y yo seré feliz de nuevo un día más con ella, escuchándola, estando con ella, conversando con ella y en cuanto tenga un momento se lo diré, y le diré además que la he encontrada a faltar mientras comía mi plato de arroz en silencio y  añadiré: y durante todo el tiempo que has estado fuera, aunque sólo hayan sido diez horas. 
     Puede que suene a ñoñería, puede que hasta lo sea, pero lo cierto es que sin ella a mi lado el tiempo se me vuelve huérfano, me quedo perdido en la telaraña emocional que nos envuelve, sin referencias ni sentido, enredado entre los recuerdos que huyen veloces de mi cerebro, que se van para siempre y por eso, ahora mismo, en el intermedio de la mañana y de la noche de este quince de agosto escribo estas líneas para reconfortar mi espera, mitigar mi soledad y acordarme de cuánto la he encontrado a faltar cuando regrese.    

martes, 12 de agosto de 2014

Relato 20

                                          Ultimátum            A la memoria de R. Carver

          —¿Vendrás ahora, Carlos? —le pregunta mientras aplasta el cigarrillo contra el cenicero repleto de colillas.
         Carlos se la queda mirando sin saber qué contestarle y luego se da la vuelta. Aquello apesta. Llevan toda la tarde fumando rubio mentolado, haciendo el amor y bebiendo brandy español de la casa Garvey. Entre unas cosas y otras se les ha hecho noche cerrada. Carlos abre una hoja de la ventana del dormitorio, la cortina se menea un poco, piensa que el aire fresco del mar les irá bien. Al menos a él. Ni que sea oscuro, necesita aclararse.       Enfrente de la hoja abierta, engulle una buena porción de aquel aire asquerosamente salado. Sabe a mejillones mentolados. Detrás de él, fija, siente la mirada de una mujer que le apremia una respuesta. Es una mirada cruel, dura, enrojecida. Vuelve a tomar aire ahora con la boca abierta y la cortina lo envuelve, deja por unos segundos que le ciña el cuerpo y cubra los ojos. Ojalá pudiera esfumarme en estos momentos, piensa. Antes de girarse, en la lejanía observa las barcas de pescadores que le parecen luciérnagas fugándose de la noche como arenas movedizas. Suspira, para darse tiempo, ojalá estuviera con ellos, ojalá. Eso es lo que necesita. Necesita tiempo.
         —No lo sé —responde— es demasiado tarde, ¿no te parece, Andrea?
       —Siempre igual, nunca decides nada. Todo lo tengo que pensar yo, todo que decidir yo. Estoy harta, no lo soporto más, me voy. ¡Y me llevo a lo niños! —grita. 
      Andrea levanta el cenicero de la mesita y lo lanza contra el suelo, rebotando en la moqueta varias veces antes de hacerse añicos contra el zócalo ¡Maldita seas tú y tu estampa un millón de veces! ―exclama, colérica, y anda de un lado a otro del dormitorio, volteando los brazos, pisando las colillas, machacándolas, dándoles puntapiés. También revienta varias copas contra la pared del frontal de la cama y por la ventana tira una tras otra las tres o cuatro botellas de Garvey, vacías, que van a estrellarse contra un contenedor de basuras junto a una farola en penumbra. Sólo lleva el camisón y se le transparenta rabiosamente sensual su silueta. A él aún le parece atractiva, a pesar que lleva toda la tarde haciendo el amor con ella, que han destrozado los ribetes de la colcha a arañazos y se lo han bebido todo, acabando exhaustos. A pesar de la bronca, sí, Carlos ama a esa mujer que le insulta mientras camina y solloza como una gata encerrada. Eso es seguro, la ama. Aún borracho, esto lo ve claro. Sin embargo, Andrea no es la única mujer a la que Carlos ama. Ese es el problema. Carlos necesita tiempo para pensar, para decidir, para elegir. Además, ¿por qué demonios tiene qué elegir?
           Andrea es una mujer activa, acostumbrada a mandar, morena, de treinta y tres años y uno setenta de estatura. Trabaja como funcionaria en el INEM desde los diecinueve. Tiene dos hijos con Carlos, Joel de seis y Marina de cuatro. No están casados. Él le dice que no quiere. No quiero notario entre nosotros, nos queremos y basta ―le repite.  
         —Andrea, por favor, no te vayas, te amo. Dame un poco más de tiempo.
       Carlos viaja continuamente. Es representante de la conocida firma Scheimkl, lleva productos químicos para pastelería y hace demostraciones por toda Andalucía. Es bueno, le gusta su trabajo. Sin embargo, desde los dieciocho está casado con Carmen y tienen a Pol. La conoce desde la infancia. Carmen es de buena familia. Tiene los ojos azules y le gusta pasear por el campo, incluso en invierno. Una tarde amarillenta de otoño de hace unos cuantos años le dijo que quería ser su esposa. Es dulce, cándida y afectuosa. Bebe de su mano, lo que él le dice se lo toma ella como palabra sagrada. La ama y la respeto a su manera.  Carmen no sabe nada de Andrea, ni de Joel, ni de Marina. Carlos lleva una doble vida a escondidas y esto es problemático. Su esposa Carmen es muy diferente a Andrea, Carlos ama a ambas aunque de manera distinta. Por su trabajo viaja mucho. Comparte su vida con su esposa los fines de semana y con Andrea los laborables. Carlos dice: ¿Qué problema hay en ello? Ambas son mujeres diferentes. No interfieren en sus vidas. Ambas le han pedido hijos. A ambas cuida y ama, con ambas cumple.
       Andrea ocupa un cargo de dirección en el INEM. Se preparó la oposición y obtuvo el puesto de supervisora provincial por Andalucía un año antes de tener a Marina. Es muy organizada, viaja por su trabajo y no quiere seguir con Carlos como hasta ahora. Amancebada —dice— así no quiero continuar. Quiere algo legal, quiere casarme contigo ¡Es el ultimátum!
          A Carlos la palabra “ultimátum” le da vueltas por la cabeza y le marea, le duele la boca, pegajosa por la saliva, si al menos quedara algo de beber, si pudiera echar un trago, pero no queda nada. Ya no queda nada a donde agarrarse. Necesito pensar, ganar tiempo, —repite en voz baja. ¿Y si se lo digo? Considera decírselo a Andrea, pero no puede o tal vez  no quiere.
         —Andrea, por favor dame un respiro. Yo te quiero, no me hagas decidir ahora. Te lo ruego. Sabes que no soy de compromisos. 
         Un soplido de aire se cuela por el ventanal arremolinando la cortina hasta tocar el pie de la cama, haciendo caer una lámpara de la mesilla. El aire se ha vuelto pesado de repente y se perciben lejanos el monótono barrido del mar y las voces de los pescadores, faenando. La procesión de barcazas se apelmaza y conforma un horizonte rectilíneo, iluminado, entre amarillento y anodino.   
         —Carlos, no te lo voy a repetir más, o ahora o nunca. Decide por una vez en tu vida. No lo soporto —clama Andrea, completamente descontrolada.
         —Andrea, por favor ¿Y si lo estropeamos? —le dice y se le acerca,  quiere estrecharla contra sí mismo y hasta besarla, pero ella le rechaza con un escupidazo acompañado de un  “no seas estúpido” y un mohín de desprecio, y le propina además un empujón que lo tumba sobre la cama mullida.   
           —¡Andrea! —exclama mientras él se hunde y rebota en la cama.
          Carlos no dice más, se queda ahí un rato, tumbado, mirando un techo que le da vueltas como si estuviera en alta mar. Luego, se incorpora, repone la lámpara en la mesita, ve la bombilla rota, encoge los hombros, rebusca en el bolsillo un paquete y, tembloroso, enciende el último cigarrillo. Se acerca a la ventana dando eses, despacio, contando los pasos. Afuera hay niebla, casi no se ve la línea amarillenta del horizonte ni las barcazas de pesca. Andrea ha ido al baño y a ducharse. Luego, se viste sin decir palabra, abre la puerta y huye sin girarse, dando un trompazo. Carlos sabe que esta vez ella ni siquiera le ha mirado. La ve pasar como una sombra apresurada junto al contenedor de la calle y la farola en penumbra. Escucha el inconfundible chasquido de unos tacones crepitando nerviosos sobre una alfombra de cascotes de vidrios rotos.   

martes, 5 de agosto de 2014

Relato 19

                                       Sucedió                   (a J.A. Doré)

Dices que “ya no recuerdo cuándo”, sin embargo un día sucedió, un día naciste. 
    Tal vez estabas paseando junto al profundo estanque del olvido bordeado de álamos espigados, hambrientos de cielo, sedientos de ocres húmedos y amarillentos, y ávido temprano de la resuelta desnudez de lo simple. Tal vez venías de cruzar un desierto sin playa de granos luminiscentes de infinita arena y de beberte litros, decilitros y centilitros de líquido amniótico que te ahogaba y corroía tus entrañas, o tal vez fuera todo más sencillo y no existía más que el reflejo curvo de tu rostro velado, todavía hueco sobre un tronco de corteza gris y arrugada, adornado con unas palabras sueltas prendidas de un hierbajo cercano. 
     Detrás de los milenios, acunado por el lácteo dulzor de las estrellas llegaste como una sombra encendida una mañana fría de noviembre, entre las cuatro y las cinco, cuando la luna, perezosa, caía hacia un lado y se rompía en mil y dos pedazos y te cortabas con uno. Te manaban lágrimas encarnadas y purulentas y sentiste que la noche se había hecho mucho más oscura y que no amanecía, que no amanecía. 
     Tumbado sobre un almohadón flotante permaneciste quieto, infinitamente inquieto, acariciándote la herida con una pluma que te prestó el reflejo roto de un trocito de luna. Poco a poco viste aproximarse un astro, uno de muy lejano, uno de fulgurante que dejó un agujero negro en el cielo y se te acercó con nocturnidad y tal vez con alevosía y te dejó ir pegadito a la oreja algo casi inaudible, algo parecido a resulta que eres poeta y la playa se hizo habitable y vomitaste agua ahogante y la noche se hizo de repente luz diáfana y te viste distinto, llevando raíces en la planta de los pies y zarcillos entre los brazos y empezaste a ventear palabras como lentejas y a agitarte en el bosque sibilante del aire viciado de la atmósfera cual energúmeno y el agua...
   ¡Ay, el agua!, el agua que hasta entonces había estado trabada por mil presas se desató abruptamente junto al camino, corriendo nerviosa, vaciándose, dejándote desconcertado y fue entonces, ¿verdad?, cuando entre los álamos reconvertidos en cipreses delgaduchos y siempre verdes te descubriste poeta.