martes, 12 de agosto de 2014

Relato 20

                                          Ultimátum            A la memoria de R. Carver

          —¿Vendrás ahora, Carlos? —le pregunta mientras aplasta el cigarrillo contra el cenicero repleto de colillas.
         Carlos se la queda mirando sin saber qué contestarle y luego se da la vuelta. Aquello apesta. Llevan toda la tarde fumando rubio mentolado, haciendo el amor y bebiendo brandy español de la casa Garvey. Entre unas cosas y otras se les ha hecho noche cerrada. Carlos abre una hoja de la ventana del dormitorio, la cortina se menea un poco, piensa que el aire fresco del mar les irá bien. Al menos a él. Ni que sea oscuro, necesita aclararse.       Enfrente de la hoja abierta, engulle una buena porción de aquel aire asquerosamente salado. Sabe a mejillones mentolados. Detrás de él, fija, siente la mirada de una mujer que le apremia una respuesta. Es una mirada cruel, dura, enrojecida. Vuelve a tomar aire ahora con la boca abierta y la cortina lo envuelve, deja por unos segundos que le ciña el cuerpo y cubra los ojos. Ojalá pudiera esfumarme en estos momentos, piensa. Antes de girarse, en la lejanía observa las barcas de pescadores que le parecen luciérnagas fugándose de la noche como arenas movedizas. Suspira, para darse tiempo, ojalá estuviera con ellos, ojalá. Eso es lo que necesita. Necesita tiempo.
         —No lo sé —responde— es demasiado tarde, ¿no te parece, Andrea?
       —Siempre igual, nunca decides nada. Todo lo tengo que pensar yo, todo que decidir yo. Estoy harta, no lo soporto más, me voy. ¡Y me llevo a lo niños! —grita. 
      Andrea levanta el cenicero de la mesita y lo lanza contra el suelo, rebotando en la moqueta varias veces antes de hacerse añicos contra el zócalo ¡Maldita seas tú y tu estampa un millón de veces! ―exclama, colérica, y anda de un lado a otro del dormitorio, volteando los brazos, pisando las colillas, machacándolas, dándoles puntapiés. También revienta varias copas contra la pared del frontal de la cama y por la ventana tira una tras otra las tres o cuatro botellas de Garvey, vacías, que van a estrellarse contra un contenedor de basuras junto a una farola en penumbra. Sólo lleva el camisón y se le transparenta rabiosamente sensual su silueta. A él aún le parece atractiva, a pesar que lleva toda la tarde haciendo el amor con ella, que han destrozado los ribetes de la colcha a arañazos y se lo han bebido todo, acabando exhaustos. A pesar de la bronca, sí, Carlos ama a esa mujer que le insulta mientras camina y solloza como una gata encerrada. Eso es seguro, la ama. Aún borracho, esto lo ve claro. Sin embargo, Andrea no es la única mujer a la que Carlos ama. Ese es el problema. Carlos necesita tiempo para pensar, para decidir, para elegir. Además, ¿por qué demonios tiene qué elegir?
           Andrea es una mujer activa, acostumbrada a mandar, morena, de treinta y tres años y uno setenta de estatura. Trabaja como funcionaria en el INEM desde los diecinueve. Tiene dos hijos con Carlos, Joel de seis y Marina de cuatro. No están casados. Él le dice que no quiere. No quiero notario entre nosotros, nos queremos y basta ―le repite.  
         —Andrea, por favor, no te vayas, te amo. Dame un poco más de tiempo.
       Carlos viaja continuamente. Es representante de la conocida firma Scheimkl, lleva productos químicos para pastelería y hace demostraciones por toda Andalucía. Es bueno, le gusta su trabajo. Sin embargo, desde los dieciocho está casado con Carmen y tienen a Pol. La conoce desde la infancia. Carmen es de buena familia. Tiene los ojos azules y le gusta pasear por el campo, incluso en invierno. Una tarde amarillenta de otoño de hace unos cuantos años le dijo que quería ser su esposa. Es dulce, cándida y afectuosa. Bebe de su mano, lo que él le dice se lo toma ella como palabra sagrada. La ama y la respeto a su manera.  Carmen no sabe nada de Andrea, ni de Joel, ni de Marina. Carlos lleva una doble vida a escondidas y esto es problemático. Su esposa Carmen es muy diferente a Andrea, Carlos ama a ambas aunque de manera distinta. Por su trabajo viaja mucho. Comparte su vida con su esposa los fines de semana y con Andrea los laborables. Carlos dice: ¿Qué problema hay en ello? Ambas son mujeres diferentes. No interfieren en sus vidas. Ambas le han pedido hijos. A ambas cuida y ama, con ambas cumple.
       Andrea ocupa un cargo de dirección en el INEM. Se preparó la oposición y obtuvo el puesto de supervisora provincial por Andalucía un año antes de tener a Marina. Es muy organizada, viaja por su trabajo y no quiere seguir con Carlos como hasta ahora. Amancebada —dice— así no quiero continuar. Quiere algo legal, quiere casarme contigo ¡Es el ultimátum!
          A Carlos la palabra “ultimátum” le da vueltas por la cabeza y le marea, le duele la boca, pegajosa por la saliva, si al menos quedara algo de beber, si pudiera echar un trago, pero no queda nada. Ya no queda nada a donde agarrarse. Necesito pensar, ganar tiempo, —repite en voz baja. ¿Y si se lo digo? Considera decírselo a Andrea, pero no puede o tal vez  no quiere.
         —Andrea, por favor dame un respiro. Yo te quiero, no me hagas decidir ahora. Te lo ruego. Sabes que no soy de compromisos. 
         Un soplido de aire se cuela por el ventanal arremolinando la cortina hasta tocar el pie de la cama, haciendo caer una lámpara de la mesilla. El aire se ha vuelto pesado de repente y se perciben lejanos el monótono barrido del mar y las voces de los pescadores, faenando. La procesión de barcazas se apelmaza y conforma un horizonte rectilíneo, iluminado, entre amarillento y anodino.   
         —Carlos, no te lo voy a repetir más, o ahora o nunca. Decide por una vez en tu vida. No lo soporto —clama Andrea, completamente descontrolada.
         —Andrea, por favor ¿Y si lo estropeamos? —le dice y se le acerca,  quiere estrecharla contra sí mismo y hasta besarla, pero ella le rechaza con un escupidazo acompañado de un  “no seas estúpido” y un mohín de desprecio, y le propina además un empujón que lo tumba sobre la cama mullida.   
           —¡Andrea! —exclama mientras él se hunde y rebota en la cama.
          Carlos no dice más, se queda ahí un rato, tumbado, mirando un techo que le da vueltas como si estuviera en alta mar. Luego, se incorpora, repone la lámpara en la mesita, ve la bombilla rota, encoge los hombros, rebusca en el bolsillo un paquete y, tembloroso, enciende el último cigarrillo. Se acerca a la ventana dando eses, despacio, contando los pasos. Afuera hay niebla, casi no se ve la línea amarillenta del horizonte ni las barcazas de pesca. Andrea ha ido al baño y a ducharse. Luego, se viste sin decir palabra, abre la puerta y huye sin girarse, dando un trompazo. Carlos sabe que esta vez ella ni siquiera le ha mirado. La ve pasar como una sombra apresurada junto al contenedor de la calle y la farola en penumbra. Escucha el inconfundible chasquido de unos tacones crepitando nerviosos sobre una alfombra de cascotes de vidrios rotos.   

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