Miguel
Como cada día
Susana desciende por la misma escalinata de mármol (de las dos, la de su
derecha, la peor conservada) de la antigua casona de los Narváez, en los alrededores
de Oviedo, y se dirige con parsimonia al paseo de los Negundos, situado junto
al jardín romántico de la propiedad.
Susana se mueve con lentitud, de vez en
cuando se detiene y cierra los ojos para impregnarse de la fragancias de rosas y jazmines que trepan por los troncos
de los negundos, y arrastra con descuido
las hojas muertas, con el mismo vestido de siempre, uno que le llega hasta los
pies, plisado y acampanado, de color salmón, con ribetes bordados de blanco, el
mismo vestido con el que hace bastante tiempo un joven Miguel la sedujo. Se
cubre, coquetamente, con un gracioso sombrero de ala ancha que se ata a la
barbilla con dos vetas claras. Susana, con idéntica parquedad, cruza el jardín
francés rebosante de boj recortado y en suave ascenso alcanza el punto más
elevado de la propiedad, la miranda del río Ludo y su gran cascada. Allí,
Susana, se sienta en el único banco existente, uno de hierro, forjado con peonías,
(aún en buen estado), para relajarse y contemplar
el salto del agua y el trasiego de las gentes al otro lado del río.
Susana
acude a ese promontorio desde que era una niña y ya tiene dieciséis años. Se trata de
una terraza octogonal, pequeña y aislada, con una balconada de piedra que se abre
al río y a los viñedos contiguos. El paseo le dura una media hora y cuando se
sienta en el banco, se desata el sombrero, se lo quita y se abanica con él,
mientras mira fijamente el salto del río, una cascada de unos cuarenta metros sobre
roca pulida, destellante. Observa fascinada la descomposición de la luz difuminarse
con el agua, como gasa.
A Susana le hechiza la facilidad del agua para abrirse
camino y encontrar siempre la caída más segura, la vía más certera a su destino.
“Ojalá pudiera yo hacer lo mismo, ojalá supiera” —balbucea Susana, sin dejar de
abanicarse ni de mirar borbotear la corriente. No puede evitar ponerse a llorar.
Debajo de aquella celosía, ¡se había redimido tantas veces! Ese rincón arisco
sabía de sus temores ocultos, de sus confidencias íntimas, de palabras secretas
que nunca había pronunciado ante nadie y que no iba a pronunciar nunca. Aquel retirado
lugar había sido su refugio salvador desde pequeña, de cuando su padre la
regañaba y ella iba a explicarle sus penas y dolores al río y éste le
contestaba desde el fondo de la cascada. ¡Ay si una vez más pudiera
responderle! —implora Susana, rota en lágrimas. Ay, entonces le hablaría de su
soledad, de la incomprensión del mundo, de su amor perdido, de un amor al que
se entregó con locura y que sin saber porque se tornó inaccesible.
Susana
llora, tiembla, se estremece, no comprende, sigue abanicándose con el sombrero,
que se va deformando. Ella se le dio todo por amor, ¡qué tonta!, y él, Miguel,
que le prometió amor eterno, la abandonó sin decirle nada cuando ella,
ilusionada, le dijo que estaba embarazada.
Susana no para de llorar, jadea, lleva
un ser en sus entrañas, está sola, desconsolada. Dieciséis años, es toda una mujer y
sin embargo no puede decidir ni confiar en nadie, no sabe a quien acudir salvo
al río, al viejo río de su infancia que fluye incesante y cercano al dolor
humano. “Ojalá pudiera fundirme contigo y acabar con este sufrimiento” —repite,
sollozando.
Como cada día Susana acude con su vestido acampanado y plisado de
color salmón con ribetes blancos al mirador para encontrar una respuesta. Sin
embargo, nadie la ve, lleva años muerta, nadie supo nunca porqué una muchacha
de buena posición se lanzó al barranco del río Ludo una tarde luminosa de mayo
con su sombrilla acanalada cuando lo tenía todo a su favor. Nadie dijo nunca
nada ni siquiera Miguel.