martes, 29 de julio de 2014

Relato 18

                                       Lluvia

Sus lágrimas se mezclan con la ligera lluvia que empieza a caer justo al salir del portal. Le hubiera gustado decirle lo mucho que la amaba, que no importaba que estuviera casada, que tenían una vida por delante para reiniciarla juntos y que se merecían ser felices, le hubiera gustado haberla convencido. Se ajusta el cinto de la gabardina, se levanta el cuello y se acomoda el sombrero. Mira hacia arriba, la lluvia fina se incrementa, empieza a mojarse y acelera el paso. Va por el centro de la calle, una de empedrada y estrecha del barrio judío de Barcelona, tratando de evitar el goteo continuo de la ropa tendida, en su mayoría blanca. Las manos, apretujadas, escondidas en los bolsillos y en su rostro, enjuto, en tensión las barras. Está desolado. Le duele haberse quedado con aquello en el estómago, no haberse atrevido, va a perderla para siempre y ese sólo temor le corroe la médula y le destroza las entrañas. Podía haber hecho más, —se dice en voz baja— pero ha sido ella quien no ha querido, la que ha tomado la decisión última, la de abandonarme y la de endosar el embarazo a su marido.
          
           — ¡Un hijo mío en manos de un desgraciado! —se lamenta desairado.

         Se va llorando, cabizbajo, no va a volver, eso es seguro, el cernidillo cae cubriendo el empedrado de finas y estrechas lágrimas.

martes, 22 de julio de 2014

Relato 17

                                            Octavio

Por alguna razón que desconozco Octavio nació invisible. Su madre vació la barriga una mañana de abril y le dijeron que había sido un embarazo psicológico. Todos se quedaron tranquilos. Octavio vio en seguida que algo no iba bien, cuando agarrándose a la teta de su madre no expedía leche. Simplemente nadie reparaba en él. Desde muy pronto comprendió que tendría que arreglárselas solo, y así fue cómo empezó alimentándose de las ubres de una vaca de la granja familiar, desencadenándose al mismo tiempo una gran pasión por las mamas ajenas. Aprendió a caminar por imitación de sus mayores  pero no le hacían falta saber de letras ni de cuentas, pues al ser invisible no tenía que comunicarse con nadie. Como en todo, ventajas e inconvenientes. Aún así, de vez en cuando iba a la escuela a aprender de los maestros ya que le ayudaba a mitigar su espantoso aburrimiento. Invisible observaba la continua cháchara de los humanos y hacía sus cavilaciones, como si tomara partido a favor de uno u otro, pero no era más que un juego para pasar un rato distraído. Como el aburrimiento crecía, decidió aprovecharse de su invisibilidad y pasar directamente al desenfreno. Trabajar no le hacía falta, simplemente tomaba lo que quería de cualquier restaurante y sin que nadie nunca jamás encontrara nada a faltar. Practicaba el sexo cuantas veces deseaba pues no sabía lo que era el amor, al no haberlo tenido nunca. Como he dicho antes su pasión eran las mamas. Se pasaba días enteros manoseándolas, le daba igual grandes o pequeñas, puntiagudas o caídas, llenas o vacías. Siempre le recordaban a su vaca de la infancia. Le daba igual qué tipo de mujer fuera, ni la edad, ni el color ni su estado civil. Fue muy libertino en esta etapa, francamente. Sin embargo, al ser invisible no causó daño ni molestias a nadie. Con el tiempo envejeció (los invisibles también envejecen) y su pasión por la vida desenfrenada fue decayendo. Cuando la muerte se le aproximaba y ante el riego de volverse visible decidió sumergirse en un río blanquecino y  dejarse arrastrar por un torbellino color canela en forma de ubre lechera hasta su desaparición. Nadie lo echó en falta, naturalmente.                           

martes, 15 de julio de 2014

Relato 16

                               Circunvalación

Laura es una mujer metódica, de cierta edad, usa gafas para leer de cerca. Cada mañana laboral, a eso de las siete, cancela el billete rosa de la T-10 en la estación de Fontana, desciende en ascensor hasta el andén, dirección Zona universitaria, donde aguarda de pie la llegada del convoy, junto a la primera papelera. El rótulo luminoso indica dos minutos. ¡Una gran mejora respecto al pasado!, piensa, cuando no habían indicaciones de ningún tipo y las paredes estaban recubiertas de anuncios variopintos que daban a la estación un aire retro. 
    Ese toque nostálgico le encantaba a su marido Carlos, quien en su momento la fotografió para el recuerdo. Incluso llegó a hacer una exposición con los anuncios de la estación antes de morir. ¡Ay, Carlos!, suspira Laura, revisando las pulcras paredes blancas.
     Laura suele ir vestida con traje chaqueta. Hoy, por ejemplo, lleva un jaspeado verde oscuro con puntitos amarillos, bolso beige y un libro de tapas granates. Siempre lleva consigo este abultado libro de la conocida escritora Isabela Ronda. Cuando llega el tren, Laura se sienta en el último asiento del último vagón por costumbre. Luego abre el libro por el punto señalado, uno de piel de cabra, muy desgastado y lee: 
"Méndez va en el tranvía veintinueve tras Isabela. Lo ha podido coger por los pelos, va abarrotado. Es el tercer día de seguimiento y no ve nada extraño en ella, los celos de su marido no están justificados por lo menos hasta ahora, pero debe cumplir con el encargo. Méndez es un sabueso serio. Su trabajo es sencillo, seguir a Isabela sin que se dé cuenta. Isabela hace lo mismo cada mañana: deja a su hijo Carlos en el colegio, luego se sube al veintinueve con un grueso libro, lo abre y se pone a leer y ahí se queda, ensimismada, pasándose las horas en el tranvía de circunvalación, arriba y abajo. Méndez barrunta que si Isabela hace el salto a su marido se lo hará con el libro y eso no tiene nada que ver con una  infidelidad. Pero, ¿por qué siempre va con el mismo tocho?, uno de tapas granates. Méndez necesita saber qué lee, si esconde alguna carta de amor, vete a saber, y sobre todo averiguar el título. Necesita justificar los honorarios. Mientras piensa en todo esto se aproxima sigilosamente a Isabela por la espalda. Ella está sentada en uno de los últimos asientos del tranvía, ajena al calor y a  todo lo que la rodea, centrada en el libro. Méndez observa que Isabela tiene entre las manos un punto de libro, uno de piel de cabra, con el que se da un poco de aire a modo de abanico con la mirada clavada en la página. Aprovecha esta circunstancia y el hecho de que el tranvía se ha medio vaciado en la plaza Urquinaona para situarse detrás de ella, muy cerca. Puede oler el perfume a lavanda de su cabello, verle la delicada nuca blanca, el jaspeado amarillento del cuello de su chaqueta verde oscura, puede hasta atisbar algo de lo que está leyendo Isabela, tan absorta: 
"Laura es una mujer metódica, de cierta edad, usa gafas para leer de cerca..." Méndez incluso puede divisar, entornando la vista, el título del libro en el frontispicio de la página: "Circunvalación". Y se lo apunta."

         Cuando Laura llega a Zona universitaria suspira y cierra el libro, usando el mismo punto de piel de cabra, como señal de página. Entonces, se levanta y muy lentamente, recorre el pasadizo interior que une los vagones del metro y se acomoda en el último asiento disponible del último vagón. Luego, en un gesto archiconocido abre el libro por el punto señalado, suspira de nuevo, inclina los ojos y sigue viajando hacia el pasado.

martes, 8 de julio de 2014

Relato 15

                                          Miguel

Como cada día Susana desciende por la misma escalinata de mármol (de las dos, la de su derecha, la peor conservada) de la antigua casona de los Narváez, en los alrededores de Oviedo, y se dirige con parsimonia al paseo de los Negundos, situado junto al jardín romántico de la propiedad. 
     Susana se mueve con lentitud, de vez en cuando se detiene y cierra los ojos para impregnarse de la fragancias de  rosas y jazmines que trepan por los troncos de los negundos, y  arrastra con descuido las hojas muertas, con el mismo vestido de siempre, uno que le llega hasta los pies, plisado y acampanado, de color salmón, con ribetes bordados de blanco, el mismo vestido con el que hace bastante tiempo un joven Miguel la sedujo. Se cubre, coquetamente, con un gracioso sombrero de ala ancha que se ata a la barbilla con dos vetas claras. Susana, con idéntica parquedad, cruza el jardín francés rebosante de boj recortado y en suave ascenso alcanza el punto más elevado de la propiedad, la miranda del río Ludo y su gran cascada. Allí, Susana, se sienta en el único banco existente, uno de hierro, forjado con peonías, (aún en buen estado), para relajarse y  contemplar el salto del agua y el trasiego de las gentes al otro lado del río. 
     Susana acude a ese promontorio desde que era una niña y ya tiene dieciséis años. Se trata de una terraza octogonal, pequeña y aislada, con una balconada de piedra que se abre al río y a los viñedos contiguos. El paseo le dura una media hora y cuando se sienta en el banco, se desata el sombrero, se lo quita y se abanica con él, mientras mira fijamente el salto del río, una cascada de unos cuarenta metros sobre roca pulida, destellante. Observa fascinada la descomposición de la luz difuminarse con el agua, como gasa. 
     A Susana le hechiza la facilidad del agua para abrirse camino y encontrar siempre la caída más segura, la vía más certera a su destino. “Ojalá pudiera yo hacer lo mismo, ojalá supiera” —balbucea Susana, sin dejar de abanicarse ni de mirar borbotear la corriente. No puede evitar ponerse a llorar. Debajo de aquella celosía, ¡se había redimido tantas veces! Ese rincón arisco sabía de sus temores ocultos, de sus confidencias íntimas, de palabras secretas que nunca había pronunciado ante nadie y que no iba a pronunciar nunca. Aquel retirado lugar había sido su refugio salvador desde pequeña, de cuando su padre la regañaba y ella iba a explicarle sus penas y dolores al río y éste le contestaba desde el fondo de la cascada. ¡Ay si una vez más pudiera responderle! —implora Susana, rota en lágrimas. Ay, entonces le hablaría de su soledad, de la incomprensión del mundo, de su amor perdido, de un amor al que se entregó con locura y que sin saber porque se tornó inaccesible. 
     Susana llora, tiembla, se estremece, no comprende, sigue abanicándose con el sombrero, que se va deformando. Ella se le dio todo por amor, ¡qué tonta!, y él, Miguel, que le prometió amor eterno, la abandonó sin decirle nada cuando ella, ilusionada, le dijo que estaba embarazada. 
     Susana no para de llorar, jadea, lleva un ser en sus entrañas, está sola, desconsolada. Dieciséis años, es toda una mujer y sin embargo no puede decidir ni confiar en nadie, no sabe a quien acudir salvo al río, al viejo río de su infancia que fluye incesante y cercano al dolor humano. “Ojalá pudiera fundirme contigo y acabar con este sufrimiento” —repite, sollozando. 
     Como cada día Susana acude con su vestido acampanado y plisado de color salmón con ribetes blancos al mirador para encontrar una respuesta. Sin embargo, nadie la ve, lleva años muerta, nadie supo nunca porqué una muchacha de buena posición se lanzó al barranco del río Ludo una tarde luminosa de mayo con su sombrilla acanalada cuando lo tenía todo a su favor. Nadie dijo nunca nada ni siquiera Miguel. 

martes, 1 de julio de 2014

Relato 14

                                       Tobías

Conozco un tipo que es un depredador y no trabaja en la Bolsa. Es un depredador sexual.  Se llama Tobías y es el tío más simpático que existe sobre la faz de la tierra en especial con las mujeres. Le van las jovencitas, las que rondan los dieciocho, no es propiamente hablando un pederasta. Verlo actuar es todo un espectáculo. Derrocha seguridad, mantiene cierta distancia calculada y cuando interviene las colma de lisonjas, las sitúa en el centro del universo, buscando sorprenderlas continuamente. Una vez conquistadas las desecha como si fueran un kleenex, es lo que hace siempre y ellas lo saben, están advertidas. Sin embargo, parece como si creyeran ser lo suficientemente hábiles como para romper el maleficio, como para seducirlo. 
     Es evidente que las hace sufrir, cuando las deja parecen guiñapos, se arrastran por la vida como larvas, adelgazan y enferman. Con todo, él se considera un tipo sincero, que no las engaña, alega que es un abejorro que va de flor en flor, que le van las mujeres en plural y que necesita demostrar su masculinidad. Y te lo dice tan campante y se queda tan ancho. Es un tipo peculiar, quizás único. Siempre va con la sonrisa en la boca, las ocurrencias brillantes, los chistes de doble sentido y sobre todo exhibiendo un buen humor envidiable. 
     Y el tío es una birria, es feísimo, alto y desgarbado, junta las rodillas para andar y tiene unos dientes incisivos que se pelean fuera de la mandíbula y hasta exhibe uno de roto. Lleva gafas gruesas, tiene puntitos negros alrededor de la nariz y un pelo oscuro crispado a lo afro. Conduce un Mini blanco con la bandera británica pintada en el techo, el bueno de Tobías, un auténtico adefesio, pero un ligón redomado, increíble.Últimamente se le ha visto con una morenaza impresionante de etnia gitana. 
    Enseña inglés en una escuela de Turismo, en verano ejerce de guía turístico y es lo que todos entendemos como un hombre de mundo, un hombre viajado. Es relativamente joven, debe tener unos treinta y tres años y está casado con una mujer que le soporta sus continuas infidelidades, pues como ella dice: acaba siempre volviendo, es así. 
     Le conocí hace un tiempo, en la escuela de Turismo, donde me encontraba de alumno, me suspendió el inglés un montón de veces, así fue como cogimos cierto aprecio y me interesé por su vida y sus hazañas. Lo acabo de visitar, está en la habitación ciento cuarenta y ocho, al parecer tuvo un accidente con el Mini, se dio contra las defensas de la autopista, fue un golpe brutal en extrañas circunstancias, salió despedido del coche, le seccionó los testículos, se los cortó de raíz, fue un corte limpio.