martes, 8 de julio de 2014

Relato 15

                                          Miguel

Como cada día Susana desciende por la misma escalinata de mármol (de las dos, la de su derecha, la peor conservada) de la antigua casona de los Narváez, en los alrededores de Oviedo, y se dirige con parsimonia al paseo de los Negundos, situado junto al jardín romántico de la propiedad. 
     Susana se mueve con lentitud, de vez en cuando se detiene y cierra los ojos para impregnarse de la fragancias de  rosas y jazmines que trepan por los troncos de los negundos, y  arrastra con descuido las hojas muertas, con el mismo vestido de siempre, uno que le llega hasta los pies, plisado y acampanado, de color salmón, con ribetes bordados de blanco, el mismo vestido con el que hace bastante tiempo un joven Miguel la sedujo. Se cubre, coquetamente, con un gracioso sombrero de ala ancha que se ata a la barbilla con dos vetas claras. Susana, con idéntica parquedad, cruza el jardín francés rebosante de boj recortado y en suave ascenso alcanza el punto más elevado de la propiedad, la miranda del río Ludo y su gran cascada. Allí, Susana, se sienta en el único banco existente, uno de hierro, forjado con peonías, (aún en buen estado), para relajarse y  contemplar el salto del agua y el trasiego de las gentes al otro lado del río. 
     Susana acude a ese promontorio desde que era una niña y ya tiene dieciséis años. Se trata de una terraza octogonal, pequeña y aislada, con una balconada de piedra que se abre al río y a los viñedos contiguos. El paseo le dura una media hora y cuando se sienta en el banco, se desata el sombrero, se lo quita y se abanica con él, mientras mira fijamente el salto del río, una cascada de unos cuarenta metros sobre roca pulida, destellante. Observa fascinada la descomposición de la luz difuminarse con el agua, como gasa. 
     A Susana le hechiza la facilidad del agua para abrirse camino y encontrar siempre la caída más segura, la vía más certera a su destino. “Ojalá pudiera yo hacer lo mismo, ojalá supiera” —balbucea Susana, sin dejar de abanicarse ni de mirar borbotear la corriente. No puede evitar ponerse a llorar. Debajo de aquella celosía, ¡se había redimido tantas veces! Ese rincón arisco sabía de sus temores ocultos, de sus confidencias íntimas, de palabras secretas que nunca había pronunciado ante nadie y que no iba a pronunciar nunca. Aquel retirado lugar había sido su refugio salvador desde pequeña, de cuando su padre la regañaba y ella iba a explicarle sus penas y dolores al río y éste le contestaba desde el fondo de la cascada. ¡Ay si una vez más pudiera responderle! —implora Susana, rota en lágrimas. Ay, entonces le hablaría de su soledad, de la incomprensión del mundo, de su amor perdido, de un amor al que se entregó con locura y que sin saber porque se tornó inaccesible. 
     Susana llora, tiembla, se estremece, no comprende, sigue abanicándose con el sombrero, que se va deformando. Ella se le dio todo por amor, ¡qué tonta!, y él, Miguel, que le prometió amor eterno, la abandonó sin decirle nada cuando ella, ilusionada, le dijo que estaba embarazada. 
     Susana no para de llorar, jadea, lleva un ser en sus entrañas, está sola, desconsolada. Dieciséis años, es toda una mujer y sin embargo no puede decidir ni confiar en nadie, no sabe a quien acudir salvo al río, al viejo río de su infancia que fluye incesante y cercano al dolor humano. “Ojalá pudiera fundirme contigo y acabar con este sufrimiento” —repite, sollozando. 
     Como cada día Susana acude con su vestido acampanado y plisado de color salmón con ribetes blancos al mirador para encontrar una respuesta. Sin embargo, nadie la ve, lleva años muerta, nadie supo nunca porqué una muchacha de buena posición se lanzó al barranco del río Ludo una tarde luminosa de mayo con su sombrilla acanalada cuando lo tenía todo a su favor. Nadie dijo nunca nada ni siquiera Miguel. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario