Vivir
A mi amigo Juan le ocurrió una desgracia el pasado martes
y trece. Mira que se lo había advertido veces. Sé cuidadoso en esos días, no lo
tuvo en cuenta. Fue al médico a buscar unos resultados importantes. Llevaba
meses sintiéndose mal. Llegó a la consulta del Dr. Pellicer con hora de
adelanto y manchones bajo las axilas de su camisa blanca. Se sentó en el primer
butacón que vio libre, ni saludó a los presentes ni a mí. Iba a piñón fijo. Se
repanchigó, acariciaba con gruesos dedos la corbata azul sin dejar de mirar su
reloj de pulsera. La consulta estaba repleta, la cola no avanzaba, le
fastidiaba, no podía dejar quietos pies ni manos. Llevaba muchos meses
esperando los resultados. Tampoco me va a venir de unos minutos. El reloj no
corría, ni la cola, ¡válgame Dios! Sin reparar en mí, empezó a ojear una revista
médica, la repasó rápido y la dejó,
luego un periódico que acababan de dejar y, ¡vaya por Dios!, la abrió por las necrológicas. Cambió de página, hizo
como si leyera, seguía igual de serio, lo dejó en la mesita baja de caoba, se
removía en el asiento, aún con calefacción, resoplaba, tenía calor y frío, se
acurrucaba, ausente a todos. Se levantó, hizo como si examinara un cuadro de la
pared, anduvo un poco por la sala sin dejar de comprobar la hora y se topó con
los ojos de una niña que le estaba mirando como si fuera a ponerse a llorar.
Tendrá diez años como mi hija, aún me necesita, tensó la mandíbula, le sudaban
las manos, se las secó con un pañuelo arrugado de papel. Se repantigó de nuevo,
el butacón protestó, le era igual, atento a la puerta del médico. Pasaban
los pacientes, ¿y yo cuando?. Al rato
una enfermera gritó: Juan Rodríguez y mi
amigo, temblando de excitación, se precipitó a la consulta. Ni rastro de
leucemia, le soltó a bocajarro el Dr. Pellicer mientras cotejaba unos papeles,
sobre en mano, sus análisis limpios, la infección ha remitido. ¡Felicidades!
Juan
se quedó atónito, permaneció en silencio unos minutos, no me voy a morir, se
imaginaba lo peor. ¿Cómo dice, doctor? El médico insistió: limpio, sin ninguna
duda. Mi amigo no reaccionaba, poco a poco levantó la cabeza, unió las palmas
de sus manos, gracias, Dios mío, susurró. Sudaba por la frente, los sobacos
eran una cueva húmeda, unas lagrimitas resbalaban por su rostro. Se sostuvo en
el respaldo de una silla, se dejó caer, se arrodilló y lloró como el niño feliz
que en Reyes despertara de meses de espera ansiosa y exclamó: ¡Sí! y golpeaba
al aire el puño de su mano derecha. ¡Sí! Gritó de nuevo pulverizando el nudo
que le oprimía la garganta. ¡Sí!, y temblaron los cristales de la sala y
extendiendo ambos puños al cielo liberó la tensión de días y noches, desvelos e
insomnios, de sufrimiento acumulado. No
tenía leucemia. ¡Sí, Sí, Sí!, y su rostro despedía destellos brillantes, enrojecía,
reía y brincaba por la consulta ante el estupor del médico y de la enfermera que
le hacían gestos para que se calmara.
Lo presentía,
hacía días que se encontraba mejor con el remedio homeopático, era una
extraordinaria noticia, se acordó de su hijita, estaré siempre contigo, le
diría. En un momento de euforia tomó del brazo a la enfermera y se marcaron unos
pasos del cha-cha-cha del Spotify, mientras tarareaba...con
tu amor...Frenesí. Es natural que mi amigo reaccionara así, siempre
fue efusivo y pasional, sentía que le habían regalado mil años de vida, el
médico le dejó hacer, hasta la enfermera lo comprendió.
Salió de la consulta exultante, parecía
otro hombre, más sociable. Saludó a lo presentes dándoles la mano, la gente
murmuraba por el jaleo montado, hablaban entre ellos, lo consideraban una falta
de respeto y un retraso inexplicable; impertérrito avanzó con desenvoltura por
la misma sala donde antes había estado acongojado y con sonrisa de anuncio
regaló unos caramelitos de menta a la niña que ya no vio triste y felicitó a la
madre por tener una niñita tan bonita, yéndose con el sobre bajo el brazo más
contento que unas castañuelas como se dice. No cabía de gozo en el ascensor,
significaban tanto aquellos análisis, eran la diferencia entre la vida y la
muerte así de simple, se sentía muy agradecido por tener unos años más de vida,
al menos hasta que Ana sea mayor, se decía como si en estos temas pudiera
decidir.
No
quería más que abrazar a la gente, compartir la felicidad que sentía, buenas
tardes, querido amigo, le dijo al conserje, hasta nunca, dedicándole una enorme
sonrisa y salió a la calle donde el aire había cambiado, no era frío, sino
cálido y puro, andaba a saltos y a la pata coja como si jugara a una rayuela
imaginaria, sin que le importaran miradas, semáforos ni las reacciones de la
gente, y cantaba en voz alta y desafinada Quiero
Vivir... una melodía de cuando joven y el mundo le miraba, pero a él nada
le importaba, había vuelto a la vida y se percató del maravilloso día azul, ya
no sentía frío ni calor, y vislumbró la alegría que daría a sus padres, a su
hija, a su ex mujer...Bueno, a ella no creo que le importe mucho.
Juan, frenético, iba por la calle como si desfilara en una pasarela,
besando el sobre del médico ante la sorpresa de los transeúntes. Ahí están las
buenas noticias, decía a quien con él se cruzaba, mi vida rescatada, recobrada, gracias a todos. La
vida puede daros un vuelco total cuando menos os lo esperáis, disfrutadla. Mi
amigo hablaba por experiencia, meses de espera incierta. La muerte os acecha.
Cenizo, le respondían.
En esto estaba cuando le atropelló un autobús
eléctrico; ni cuenta se dio, la verdad, y yo estaba allí para auxiliarle en el
tránsito, mi amigo del alma. Ya le había advertido que no se fiara de los martes
y trece.