martes, 27 de febrero de 2018

Relato 205


                                         Vivir

A mi amigo Juan le ocurrió una desgracia el pasado martes y trece. Mira que se lo había advertido veces. Sé cuidadoso en esos días, no lo tuvo en cuenta. Fue al médico a buscar unos resultados importantes. Llevaba meses sintiéndose mal. Llegó a la consulta del Dr. Pellicer con hora de adelanto y manchones bajo las axilas de su camisa blanca. Se sentó en el primer butacón que vio libre, ni saludó a los presentes ni a mí. Iba a piñón fijo. Se repanchigó, acariciaba con gruesos dedos la corbata azul sin dejar de mirar su reloj de pulsera. La consulta estaba repleta, la cola no avanzaba, le fastidiaba, no podía dejar quietos pies ni manos. Llevaba muchos meses esperando los resultados. Tampoco me va a venir de unos minutos. El reloj no corría, ni la cola, ¡válgame Dios! Sin reparar en mí, empezó a ojear una revista médica, la repasó rápido y  la dejó, luego un periódico que acababan de dejar y, ¡vaya por Dios!, la abrió  por las necrológicas. Cambió de página, hizo como si leyera, seguía igual de serio, lo dejó en la mesita baja de caoba, se removía en el asiento, aún con calefacción, resoplaba, tenía calor y frío, se acurrucaba, ausente a todos. Se levantó, hizo como si examinara un cuadro de la pared, anduvo un poco por la sala sin dejar de comprobar la hora y se topó con los ojos de una niña que le estaba mirando como si fuera a ponerse a llorar. Tendrá diez años como mi hija, aún me necesita, tensó la mandíbula, le sudaban las manos, se las secó con un pañuelo arrugado de papel. Se repantigó de nuevo, el butacón protestó, le era igual, atento a la puerta del médico. Pasaban los  pacientes, ¿y yo cuando?. Al rato una enfermera gritó: Juan Rodríguez  y mi amigo, temblando de excitación, se precipitó a la consulta. Ni rastro de leucemia, le soltó a bocajarro el Dr. Pellicer mientras cotejaba unos papeles, sobre en mano, sus análisis limpios, la infección ha remitido. ¡Felicidades!
        Juan se quedó atónito, permaneció en silencio unos minutos, no me voy a morir, se imaginaba lo peor. ¿Cómo dice, doctor? El médico insistió: limpio, sin ninguna duda. Mi amigo no reaccionaba, poco a poco levantó la cabeza, unió las palmas de sus manos, gracias, Dios mío, susurró. Sudaba por la frente, los sobacos eran una cueva húmeda, unas lagrimitas resbalaban por su rostro. Se sostuvo en el respaldo de una silla, se dejó caer, se arrodilló y lloró como el niño feliz que en Reyes despertara de meses de espera ansiosa y exclamó: ¡Sí! y golpeaba al aire el puño de su mano derecha. ¡Sí! Gritó de nuevo pulverizando el nudo que le oprimía la garganta. ¡Sí!, y temblaron los cristales de la sala y extendiendo ambos puños al cielo liberó la tensión de días y noches, desvelos e insomnios,  de sufrimiento acumulado. No tenía leucemia. ¡Sí, Sí, Sí!, y su rostro despedía destellos brillantes, enrojecía, reía y brincaba por la consulta ante el estupor del médico y de la enfermera que le hacían gestos para que se calmara.
          Lo presentía, hacía días que se encontraba mejor con el remedio homeopático, era una extraordinaria noticia, se acordó de su hijita, estaré siempre contigo, le diría. En un momento de euforia tomó del brazo a la enfermera y se marcaron unos pasos del cha-cha-cha del Spotify, mientras  tarareaba...con tu amor...Frenesí. Es natural que mi amigo reaccionara así, siempre fue efusivo y pasional, sentía que le habían regalado mil años de vida, el médico le dejó hacer, hasta la enfermera lo comprendió.
        Salió de la consulta exultante, parecía otro hombre, más sociable. Saludó a lo presentes dándoles la mano, la gente murmuraba por el jaleo montado, hablaban entre ellos, lo consideraban una falta de respeto y un retraso inexplicable; impertérrito avanzó con desenvoltura por la misma sala donde antes había estado acongojado y con sonrisa de anuncio regaló unos caramelitos de menta a la niña que ya no vio triste y felicitó a la madre por tener una niñita tan bonita, yéndose con el sobre bajo el brazo más contento que unas castañuelas como se dice. No cabía de gozo en el ascensor, significaban tanto aquellos análisis, eran la diferencia entre la vida y la muerte así de simple, se sentía muy agradecido por tener unos años más de vida, al menos hasta que Ana sea mayor, se decía como si en estos temas pudiera decidir.
          No quería más que abrazar a la gente, compartir la felicidad que sentía, buenas tardes, querido amigo, le dijo al conserje, hasta nunca, dedicándole una enorme sonrisa y salió a la calle donde el aire había cambiado, no era frío, sino cálido y puro, andaba a saltos y a la pata coja como si jugara a una rayuela imaginaria, sin que le importaran  miradas, semáforos ni las reacciones de la gente, y cantaba en voz alta y desafinada Quiero Vivir... una melodía de cuando joven y el mundo le miraba, pero a él nada le importaba, había vuelto a la vida y se percató del maravilloso día azul, ya no sentía frío ni calor, y vislumbró la alegría que daría a sus padres, a su hija, a su ex mujer...Bueno, a ella no creo que le importe mucho.
           Juan, frenético, iba por la calle como si desfilara en una pasarela, besando el sobre del médico ante la sorpresa de los transeúntes. Ahí están las buenas noticias, decía a quien con él se cruzaba, mi  vida rescatada, recobrada, gracias a todos. La vida puede daros un vuelco total cuando menos os lo esperáis, disfrutadla. Mi amigo hablaba por experiencia, meses de espera incierta. La muerte os acecha. Cenizo, le respondían.
           En esto estaba cuando le atropelló un autobús eléctrico; ni cuenta se dio, la verdad, y yo estaba allí para auxiliarle en el tránsito, mi amigo del alma. Ya le había advertido que no se fiara de los martes y trece.

martes, 20 de febrero de 2018

Relato 204

 

                                              René


        Nació ciego con reminiscencias de luz.
        A tientas entre sombras vivas y muertas, confundía los grises de unos y otros.
        Durante siglos anduvo enredado por la espesa niebla de los sí mismos.
        Sobre la cuerda en perpetuo equilibrio.
        Creció inestable.
        Con la práctica afinó la mirada, la palabra, la distancia, la cercanía, empezó a vibrar en sintonía.
        El nudo le asfixiaba la garganta y los omoplatos. Ni pizca de aire. 
        En el silencio lejano, vio, oyó, saboreó la plenitud de la nada.
        La vio sin ojos, la oyó sin oídos, le habló sin garganta, la saboreó sin lengua, sin luces, seguridades ni suelos.
        Flotaba, flotaban. Hopalandas.
        Al morir, nació con los ojos abiertos, repicaban las campanas.

        Murió despierta.

martes, 13 de febrero de 2018

Relato 203

                                 
                            Enamoramiento

Si digo que aborté trituro la historia sólo iniciarla y si digo que no, también. Así que mejor no os avanzo acontecimientos, mejor me sitúo en el momento por demás hermoso en que con diecisiete años me enamoré locamente de Antonio. Y cuando digo locamente quiero decir eso, me volví majara de pasión, cegata, el mundo se desvaneció bajo mis pies, flotaba por encima de las nubes como la diosa que ha reconocido el amor verdadero, el exclusivo, y me estaba pasando a mí, lo tenía clarísimo. Nadie podía entender mi plenitud, la alegría que sentía por las cosas sencillas, mis risas incontrolables, mi enamoramiento. Nadie.
        Nadie, ni mis amigas ni mis padres ni hermanos, nadie, me obnubilé, no había otro hombre que él, Antonio, puse mi vida en sus brazos, le di lo que me pidió. Ingenua, sólo le quería a él, lo que fuera con él, podía prescindir de todo y de todos salvo de mi Antonio. La situación se enconó de tal modo que nada importaba lo que opinaran mis allegados, nada, me enfrenté con todos, tuve duras palabras con mis padres, lloros, gritos, les amenacé con marcharme de casa, defendí mi amor a muerte, sólo quería oír las dulces palabras que salían de su embaucadora boca. Sí, ahora lo sé, embaucadora, pero por entonces, Antonio, formaba parte de mi vida, se la daba enterita si me la hubiera pedido, neciamente enamorada, qué estúpida. A río pasado es fácil, pero en vivo fue arduo, difícil para todos, me deslumbró.
         Ahora con treinta años lo veo pueril y lejano, causé daño sin querer a mi familia y él me lo causó a mí, me laceró el alma de por vida, aún me duele, me la marcó como a un becerro con la letra A. Tatuada de por vida. Me sucede que detrás de cada hombre que veo me aparece aún su imagen delgaducha, la nariz prominente y su aire desgarbado, detrás de cada mirada una sospecha, un miedo, un dolor de tripas que me reblandece las entrañas. Así de continuo.
        No he cerrado el ciclo como si no me lo permitiera, como si aún con todo lo que me hizo, continuara amándolo. Sigue herido mi corazón o mi vanidad por el rechazo, ofendida, atada a su cinto, no puedo perdonarle. Ansiosa de amar, me aferré a él como si no hubiera otro hombre, me adherí al peñón como una lapa sin percatarme que era endeble, de barro, quebradizo. Lo que fuera, pero con mi Antonio, esa era yo entonces, Eulalia Maravillas, así, de tonta.
        Cegada por mi amor adolescente no me di cuenta que yo no era más que una aventura para un chico de diecinueve años, quien sólo quería conocer la vida alejado de su asfixiante familia, experimentar el mundo de las relaciones libre de toda atadura, alardear de sus conquistas ante sus amigos y descubrir el amor y la sexualidad sin compromisos, preparándose para cuando le llegara el momento de casarse por la Iglesia, según su tradición familiar. ¿Casarte ahora? Estás loco.
        Fui una idiota, me dejé llevar por falsas promesas, al fin lo supe, cuando ya culminaban mis diecisiete, cuando un bebé llamó a la puerta, cuando alguien no quiso abrirle, cuando en el momento de la verdad me dejó en la estacada, cuando el amor con mayúscula tendría que imponerse y no se impuso, cuando llegó el momento de decir que sí, dijo que no. Dijo que no. El "no" reverbera todo el rato. Como un crío, que deshojara una margarita despiadada, unos días decía: tengámoslo, otros: no me veo capaz. Y yo como una mariposa girando a su alrededor. Luego lo supe, supe que su familia se oponía, no querían que su Toño fuera padre a los diecinueve, ¡qué barbaridad!, antes tenía que curtirse como hombre, que no veía que sería un desgraciado y el bebé también, que le pasaría como a su hermana, que quedó preñada de joven y tuvo que abortar... La mejor decisión que jamás había tomado. Ellos decidieron por nosotros, su familia en asamblea, hablaban por experiencia, decían. Para entonces tenía el apoyo de mis padres que aceptaban cualquier decisión que yo tomara, no paraban de decirme que se trataba de mi vida y de mi futuro, que respetaban mi decisión, que me querían y apoyaban hiciera lo que hiciera.
         Lo pasaron mal, muy mal, ahora lo sé, y también sé que todo lo que le sucede a uno por horrible que sea sirve para crecer y madurar.
        De modo que unos días sí, otros no, según le instruyera su familia y así pasaban las semanas y yo, preñada de vida y de incertidumbre, engordando la barriga, a merced de lo último que me trajera mi Antonio. Entretanto a cada nuevo día más suplicio para mí, más mareos, nauseas y malestar generales, sintiendo crecer dentro de mí algo que era rechazado a días alternos por el hombre que era su padre.
        Y yo, ¿qué sentía ante el hecho de ser madre soltera o de no ser madre?
Porque ésta es al fin y al cabo fue la pregunta fundamental que llegué a formularme, desesperada, una triste mañana de septiembre de hace doce años. Se trataba de mi vida. ¿Dónde me situaba yo en este proceso de sufrimiento? ¿Importaba a alguien? ¿Podría vivir sin Antonio? ¿Podría seguir? Tenía el apoyo de mis padres, pero, ¿podría seguir adelante toda sola?  
     
        ¿Y yo, qué?  Sabéis, ésta es la pregunta que cambia todas las vidas.
    

        Fue una niña, le puse Alicia, como la del cuento.

martes, 6 de febrero de 2018

Relato 202


                                            Suicidio

Amor, lo siento, esto se acavó. No sé cómo lo han hecho, pero nos han descuvierto. Lo confieso. Aquí tengo la pistola que me diste y boy a usarla. Lo siento por ti y por mí. Tanta planificación para nada.
         Perdóname. La policía viene a vuscarme, estoy seguro. Hace un momento ha sonado el teléfono y no ha contestado nadie. Querían saver si estava en casa. Desde hace días noto que me siguen, me giro y no veo a nadie, pero están ahí, agazapados en la sombra. Sospechan de mí, no sé cómo, es angustioso. Van a enloquecerme. Lo saven, ¿me oyes?, lo saven y es extraño..., todo fue aparentemente perfecto.
        Ella murió de modo accidental, mientras yo estava lejos, en Sant Vicenç de Calders, como havíamos acordado. Seguí el plan, ¡ay amor!, no ha sido culpa mía, te lo aseguro. ¡Te amo tanto! Saves lo cuidadoso que soy. Todos me vieron coger el tren de Cercanías de las 21 en Sants. Me dejé ver en la cafetería, intercambié algunas palabras en el quiosco, compré el cupón al ciego dejándole mucha propina. ¡Me reconocieron cuando la rueda policíaca! La coartada era perfecta, no entiendo, ¿qué ha fallado?  Tú me esperavas con el coche en Bellvitge. Las 21,12. Me diste la volsa. Me puse el disfraz mientras me acercavas a casa. Simulé con la vufanda y me colé en el edificio sin que me viera nadie. En el ascensor me lo quité. Entré sin llamar. Ella estava fumándose un cigarrillo en la terraza. Me acerqué con ademán de vesarla, me miró indiferente, la aupé y la dejé caer al bacío. Ella y el cigarrillo a la calle. Ni gritó. No havía otra manera, lo havíamos hablado, ella no quería diborciarse. Me bolví a embutir el disfraz y con la volsa en la mano me escavullí sin que nadie me viera.  Nadie me vio, te lo aseguro. Esquibé la montonera de gente alrededor del cadáber aplastado en la acera. Seguí nuestro plan. Disfrazado tomé el regional en Sants que me dejó en Sant Vicenç a las 22,15 h., más o menos a la misma hora de llegada del de Cercanías. Tú me esperavas allí, me cambié en el coche, te di la volsa, la que deviste quemar ¿la quemaste? y quedamos en no vernos ni hablarnos hasta que la cosa se calmara. La coartada perfecta.
         Desde entonces han pasado casi cuatro meses. Amor, amor, yo creía haver representado vien el papel de marido afligido, he fingido llorar, apenarme por la muerte accidental de Mari, todos han visto mi calbario por su pérdida. Pero me han atrapado, no hay nada a hacer, oigo pasos que se acercan cautelosos por la escalera. No entiendo dónde me he equibocado, tal vez sea por el ADN, pero en cualquier caso todo ha sido inútil, la policía viene a por mí, nos ha cogido. Es algo que no boy a soportar. No boy a soportar el escándalo ni permanecer más tiempo alejado de ti. Te lo adbertí. Te adbertí que si las cosas se torcían utilizaría la pistola. Aunque me cueste. El arma está cargada y dispuesto a utilizarla. Ésta es la carta de un hombre desesperado, me responsavilizo de todo. No puedo bivir, no podría acostumbrarme a tu ausencia, malbiviendo en una cárcel el resto de mi bida. 
        Esto es lo más sensato, mi bida sin ti carece de sentido. Te amo por encima de todo. No puedo más, Gabriel.

         Después de leer la carta ensangrentada Alonso se limpió las lágrimas sin quitarse los guantes de látex ni mover la carta. Él había sido quien le había llamado desde una cabina para no levantar sospechas, solo que no funcionaba bien. Oyó su “diga” y se cortó. Sin saberlo había sido lo último que había oído pronunciar a su amor. Él fue quien con extrema precaución subió por las escaleras y se detuvo unos minutos antes, asustado al escuchar algo así como un disparo. Se temió lo peor y al entrar en el piso lo peor había sucedido. Ante todo tengo que mantener la calma, se repetía Alonso en voz baja, animándose. Aquello era horrible, inimaginable. Pensó rápido. No podía hacer nada por Gabriel, era evidente, pero sí por él mismo. La sangre en el suelo se estaba cuajando y flotaba en el aire una podredumbre ácida. Gabriel aún conservaba el revólver en su mano izquierda y mantenía el puño de la derecha en la mesa, sujetando el bolígrafo, manchando de rojo el papel. Su cabeza, echada hacia atrás, rezumaba hilos de sangre fluidos que iban espesándose. La bala le había atravesado las sienes de punta a punta. Alonso se aproximó a la mesa, dando un rodeo para evitar el charco de sangre, retiró ligeramente el puño contraído y con cuidado levantó la carta. Releyó las últimas líneas. Con pulcritud (Alonso era odontólogo) rasgó el papel, eliminando gran parte del escrito. Le dejó sólo el último párrafo, el que decía: "Esto es lo más sensato, mi bida sin ti carece de sentido. Te amo por encima de todo. No puedo más, Gabriel".
        Esto será suficiente, murmuró, una especie de nota de suicidio. El resto lo arrugó y lo guardó en un bolsillo envuelto en un pañuelo, con los guantes puestos. Se acercó a Gabriel y antes de irse le dio un beso en los labios, un beso largo y profundo.

        Estaban aún calientes.