martes, 27 de junio de 2017

Relato 170


                                          Revetlla   
       
        ―Però, què fas aquí, sola, a la revetlla de Sant Joan, en aquest fastigós banc de l'Avinguda Gaudí, a les quatre de la matinada i amb pijama, em vols dir què coi fas aquí, Roseta, m'ho vols dir?
        ―M'ho vols dir, m'ho vols dir, sempre amb exigències, oi que sí, tu sempre controlant els meus moviments, criticant-me el que faig o deixo de fer, tot et sembla malament, ets un  carnús, m'has amargat la vida. Què, què faig?, doncs, ja ho veus, prenc la fresca, no et sembla bé, ets fots, prenc la fresca i espero, sobretot espero.
        ―I què esperes, Rateta meva?
        ―Espero que em deixis en pau, que callis i t'apartis de la meva vida per sempre. Espero que aquesta curta nit em dugui aviat un home com cal, un que m'estimi i m'estrenyi entre els seus braços i que em digui et necessito, amor, queda't amb mi, vet aquí el que espero, tot el contrari que tu, que et bombin.
        ―Ets una beneita, tens home i filla esperant-te a casa, seràs ximpleta, au, fes el favor de tornar a casa teva, amb els teus, aquest no és lloc apropiat, al carrer, mig despullada, mendicant amor com una bandarra famèlica, fes-me cas i torna. No facis més el ridícul.
        ―No em martiritzis més, deixa'm fer per una punyetera vegada el que vull, el que Roseta Agamí decideixi o no decideixi fer. Si us plau, no m'atabalis, marxa!, deixa'm estar amb els meus pensaments, deixa'm aclarir-me. Necessito estar sola.
        I d'una revolada encengué una cigarreta, i se la fumà sense descans, calada darrere calada, no parà de treure fum i més fum, mentre la nit màgica s'omplia de fogueres i el plat blanc, esmicolat, de la lluna surava en la negra sopa, i la gent, despreocupada, corria, feia gresca i es divertia llançant petards i focs d'artifici que il·luminaven a batzegades el rostre pàl·lid i cadavèric d'una dona asseguda amb un pijama tacat de sang.
        ―Torna a casa, Rateta, que t'esperen, no siguis boja.
        ―Allà no m'espera ja ningú, endimoniat, fot el camp, torna a la foscor.

          I es posà dreta de cop com posseïda per una energia desconeguda, els ulls li brillaven, els tenia oberts, molt, i reia, reia feliç, i marxà arrossegant els peus Avinguda Gaudí avall sota l'aixopluc de l'ombra allargassada de la Sagrada Família, mesclant-se entre l'olor de la pólvora, les rialles, el soroll de les sirenes blaves i el jovent aliè. 

martes, 20 de junio de 2017

Relato 169

                                            Sexi

Mi amigo Isma y yo éramos inseparables a los catorce años. Luego las cosas se torcieron. En aquella edad él lo sabía casi todo sobre el sexo, mientras que yo lo ignoraba práctica y teóricamente por entero. No sé cómo sabía tanto, pues sólo me llevaba unos meses, de hecho íbamos juntos a la misma clase del mismo colegio religioso (el san Vicente) desde  primero de bachillerato y justo entonces, de cuando se remontan estos hechos, habíamos concluido cuarto y la reválida, y teníamos por delante  un verano libre de estudios y abierto a todo tipo de experiencias. Sabíamos que a partir de septiembre nos separaríamos, que cada cual elegiría estudiar en una academia nocturna distinta y mixta, buscando compaginar estudios y trabajo, y que nuestra amistad corría el riesgo de que se difuminara con el natural distanciamiento. Estábamos hartos de estudiar y queríamos divertirnos, explorar caminos nuevos y en mi caso llevar más o menos a la práctica muchas de las indagaciones que sobre el sexo Isma me había estado aclarando.
        En los últimos meses del curso, y aprovechando los tiempos muertos de vuelta a casa desde el cole, le acribillaba a preguntas sobre este delicado asunto y ante mi estupor continuamente encontraba la respuesta adecuada. Siempre le agradeceré la sobriedad, claridad y la sencillez de sus sabios comentarios. Hasta entonces yo era un completo lerdo en temas sexuales, seguramente porque en casa se veía como un tema tabú, no se hablaba más que de dinero y de trabajo. Cuando una vez me atreví a preguntar a mi madre de dónde venían los niños (pues lo de París no me lo creía desde hacia tiempo) y me contestó que nacían del vientre materno por la unión de las semillas del padre y de la madre yo lo encontré todavía más absurdo que lo de la cigüeña, pues no podía entender cómo iba a poder salir un niño, con lo grande que los veía, por un espacio tan pequeño. Por eso Isma se convirtió en mi instructor sexológico, de modo que no perdía ocasión para plantearle todo tipo de cuestiones. Le preguntaba sobre las emisiones nocturnas, qué espanto despertarse y tener los calzoncillos mojados, una erección de caballo y aquello blancuzco y pegajoso que no era orina, ahí enganchado. No sabía qué era y aunque recuerdo que me gustaba ese chorreo inusitado pensaba si no se trataría de alguna enfermedad desconocida. La pubertad —me dijo Isma— eso es la pubertad y es un proceso natural, es esperma, la semilla del hombre para procrear. A partir de ahora ya podrías tener hijos —añadió. Y me acordé de lo que un día madre me había dicho y reconsideré sus palabras y pensé que debía estar en lo cierto con lo de las semillas.
        Y produce placer —continuó mi amigo— pues la naturaleza ha previsto que el acto sexual sea satisfactorio para proteger la propagación de la especie. ¡Qué cosas tiene la naturaleza! —exclamaba maravillado y lo decía con tal entusiasmo que no me extrañó enterarme años después, que se había doctorado en Biología. Tener hijos, ¡pues vaya con que me había salido!, nosotros que éramos unos adolescentes ¡Qué miedo! “Para eso están los condones, —continuó— para prevenir embarazos no deseados y siempre has de llevar uno en la cartera para los si acaso” y dejó ir el “los si acaso” con un aire de gran suficiencia, que por entonces no entendí, resultándome muy misterioso.
         ¿Dónde se compran los preservativos?,—le pregunté, usando expresamente esta palabreja, para no parecer ante sus ojos tan estúpido.
         En casi todas las farmacias —respondió— pero has de tener dieciocho años.
        “Así que tranquilo, pensé, hasta los 18 nada de penetraciones ni de hijos.” Porque la unión de las semillas se producía por la penetración, este era el tema que nadie hasta entonces me había explicado. De repente todo el tinglado de la unión sexual se recombinó en mi cerebro y cual si fuera un rompecabezas quedó milagrosamente ordenado.
        Otro día me explicó lo del clítoris y me hizo hasta un dibujito de la vagina que guardé durante mucho tiempo, donde situaba esta protuberancia, él le llamaba botón áureo, justo por encima del orificio urinario, y añadía con sorna: para que no te confundas. Lo situaba como el punto de máximo placer de la mujer, en igualdad de condiciones con el glande del hombre y aseguraba que se excitaba preferentemente con el índice y con mucha delicadeza y también cuando se follaba. Eso también me lo aclaró Isma pues follar era otra palabra enigma. En el diccionario decía que era soplar con el fuelle, pero Isma me explicó que se refería a otra cosa, al acto en sí, a la para mí peligrosa penetración, pues el riesgo era evidente al no poder disponer de condón: de la inseminación podían derivarse hijos no deseados ¡Una catástrofe a los catorce años! Así que hasta los dieciocho años no follé y lo hice con preservativo de la marca Control que compré personalmente en la farmacia después de beberme un par de vasos de vino tinto.
        Casi todo lo que sabía del sexo a los catorce años de lo debía a mi amigo Isma, quien en aquel verano del 67 se convirtió para mí en todo un ídolo, una autoridad en esta materia y un continuo referente. Íbamos a todas partes juntos, a la playa, a las fiestas, con algunos amigos, disfrutando mucho de su compañía y de sus amenas lecciones sexológicas. Un caluroso día de principios de agosto me presentó a un amigo suyo, cuyo padre tenía un taller de reparación de coches en la calle Riera de san Miguel 72. Lo recuerdo bien pues justo enfrente vivía un profesor del colegio, el Sr. Soler, un excelente maestro que contrastaba por su honestidad con el resto del profesorado en su mayoría curas reprimidos y represores. Se llamaba Rodrigo y había decidido dejar los estudios y dedicarse a trabajar en el taller de su padre, donde nos encontrábamos.  Era un muchacho un año mayor que nosotros, nos dijo que no le gustaba estudiar y que su pasión eran los coches de carreras, en especial los de rallies (por cierto que su hermano mayor corría en competición y años después sufrió un grave accidente del que no sobrevivió), gesticulaba mucho y era muy guasón. Paseando entre los vehículos para reparar y el característico olor de aceite, grasa y gasoil nos dirigió mientras charlábamos de nuestras aficiones a una portilla de un armario empotrado a la pared, junto a la entrada del despacho, y abriéndola completamente nos dijo: Voilà París.
        Sobre la portezuela, pegadas algunas con cinta adhesiva y otras sujetas con chinchetas había una cantidad inimaginable de fotografías de mujeres y hombres desnudos en posiciones sexuales, que a mí me parecieron obscenas, asquerosas y muy llamativas. Jamás había visto nada semejante, ellos se reían y parecían no concederles ninguna importancia a las fotos sexi, pero para mí fue algo que me dejó una impresión indeleble que me duró semanas, incluso ahora con más de sesenta años me estremezco por el efecto, ciertamente exagerado, que entonces me provocó. Era la primera vez que veía imágenes de sexo explícito, mi primera vez, tenía catorce años, la represión sexual en 1967 era inimaginable ahora. No nos entretuvimos mucho, teníamos que irnos a una fiesta, habían quedado con unos amigos comunes cerca del taller, en un entresuelo próximo al mercado de la Libertad, a donde me habían invitado. Con todo pude quedarme con la imagen de una de las fotos sexi: una joven morena con el cabello corto estaba arrodillada delante de un hombre desnudo que se apoyaba en una mesa de cocina y ella estaba haciéndole una felación que, por la expresión de placer de los protagonistas, consideré muy aplicada. Incluso me pareció que de la boca le rezumaban unas gotas blancuzcas de semen que contrastaban con su oscura melena francesa cortada a lo garçon. Esta imagen me acompañó durante toda la velada que vino luego.
        En el entresuelo había mucha gente, mucho humo y mucha marihuana. Cuando llegamos, la fiesta ya estaba en marcha. Música psicodélica, canutos que iban de boca en boca y chicas, muchas chicas, todas jóvenes y desinhibidas,  algunas  rubias, otras morenas y de melenas cortas. Casi todo el mundo estaba desnudo. Isma me presentó pegando un vozarrón: éste es Javi. Y levanté tímidamente la mano saludando al grupo, que por otra parte me ignoró casi en seguida. Yo no había visto un montón de mujeres desnudas hasta hacía un rato y en fotos y ahora ante mis narices tenía un pila de hermosas hembras en cueros, absolutamente libidinosas. Sentí debajo de la bragueta una erección enorme y me fui directo a la mesa de la bebida, donde engullí de un trago largo un Gin tonic bien cargado. El calor me liberó de la camisa y de los pantalones y la buena compañía y los porros fueron ablandando toda mi educación religiosa basada en el pecado.
        Por primera vez en mi vida me di cuenta que todo lo que había allí era natural, los cuerpos desnudos, la dulzuras de los abrazos entre desconocidos, las miradas tiernas, cómplices, cariñosas, las caricias, la suavidad de las hierbas que fumábamos, el colocón que llevaba, la morena de pelo corto que me rondaba y a la que le rozaba los pechos sin obstáculo, el abandono a toda resistencia, y que lo antinatural era precisamente la pecaminosa represión. Me sentía completamente relajado, fluía y danzaba por el centro de la sala ataviado únicamente con los calzoncillos junto a mis compañeros casi desnudos. Isma se encontraba bastante cerca, a Rodrigo le había perdido la pista y el  cansancio y las ganas de hacer el amor nos hizo derrumbar sobre los sofás y esterillas extendidas por el suelo. La orgía se desató. A mi alrededor todo se fue precipitando.
        Sentí mi cuerpo lleno de manos y yo mismo extendí las mías magreando a las chicas que me rodeaban mientras besaba en la boca a una morena de cabello cortado a lo garçon. Alguien descubrió mi verga, estaba bastante oscuro, el ambiente lleno de humo, sentí que pasaban por el prepucio una toallita húmeda que me produjo un escalofrío; levanté la cabeza habían algunas chicas besándome por la zona púbica, desenredando con los dientes mis pelos, imaginé que la rubia de mirada lánguida me estaba trabajando más abajo al sentir una lengua acariciar mi glande y besé apasionadamente a la morena mientras que una boca dulce engullía lenta y pausadamente mi pene erecto como nunca había hecho nadie antes con extraordinaria ternura.
        Aquello era increíble, sentía que no iba a poder resistir mucho más, parecía que me fuera a estallar al siguiente lametazo. Todo mi pulsión se situó en la punta de la polla y estreché entre mis brazos a la muchacha a la que me estaba comiendo a besos, mientras por abajo una insaciable boca proseguía su minucioso chupeteo y las chicas hambrientas, lascivas, me besaban por el pecho, la nuca y el cabello. Entonces exploté. Dejé ir un aullido interminable que procedía de muy adentro. La boca seguía mamando mi esperma, sin variar el ritmo del mete saca. Me estaba corriendo como el tipo de la foto sexi, algo apoteósico, aún permanecía dura y seguía sintiendo el regodeo de una lengua que rebanaba el semen y se lo tragaba y absorbía mis sudores de entrepierna y me chupaba los huevos y no me dejaba, cuando yo lo que entonces necesitaba era descanso.

         Aflojé mis brazos, liberando a la chica morena, me relajé, suspiré, sentí que se había producido una especie de milagro: había entrado en el dulce Paraíso prohibido. Hacia un rato me había enervado en el taller con unas simples fotos y ahora lo había llevado a la realidad sin haber planificado nada. Isma tenía razón, no hay nada comparable a una mamada con swing. Cuando me incorporé pude distinguir claramente que Isma se pasaba por los labios una toallita húmeda y me sonreía.  

martes, 13 de junio de 2017

Relato 168


                                           
                                              Dos

        —¿Dos patatas?
        — Sí, por favor.
        —Serán, ¿dos kilos?
        — No, dos patatas.
        — ¿Algo más?
        —Sí, dos manzanas, dos peras y dos piñas.
        — ¿Algo más?
        —Dos fresas, dos bróculis y dos cebollas.
        — ¿Quiere algo más?
        —Sí, dos de zanahorias.
        —¿Dos zanahorias?
        —No, señora, de zanahorias, dos kilos.
        — Ah, bien, se las pongo, ¿algo más, caballero?
        —De momento no, gracias.
        —Se nota que son dos en casa.
        —Efectivamente.   



martes, 6 de junio de 2017

Relato 167


                                     Petición

         —Buenas noches, amor, buenas noches —le dije, y le cerré cuidadosamente los párpados color canela con la mano plana como tantas veces había visto en las películas del Oeste, cuando fallecía baleado algún amigo del sheriff.
          Acababa de morir mi esposa.
          Un instante antes le había susurrado en el oído:
          —te amo Julia, te amo y te amaré allí donde estés.
         También le concedí mi permiso:
         —Puedes irte en paz, ya nos las arreglaremos.
         Le acongojaba dejarme solo con los niños a medio crecer. Ya bastantes molestias te estoy causando, Carlos— repetía sin cesar, cuando aún mantenía la conciencia y sus últimas palabras terminaban con un “gracias”. En el momento de morir le adiviné una serena sonrisa de alivio. Sucedió a las diez y cinco de la noche de un lejano trece de junio de 2009 en el hospital de la Sta. Creu de Barcelona. Nunca podré olvidarlo. Una hora antes, a eso de las nueve, le administré el sedante que me había pedido infinidad de veces.
         —Por favor, amor, eso no es vivir, quiero que lo hagas, prefiero morir a continuar en este estado, hazlo—. Carlos le enjuagaba las lágrimas que corrían por sus mejillas blancas y aterciopeladas. Desde el accidente tenía el cuerpo paralizado del cuello para abajo. ¡Maldito coche!  
         Tras el sedante mortífero, Julia, permaneció muy tranquila, me miraba relajada, incluso satisfecha y al principio sonreía. Yo la llenaba de besos y no paraba de acariciarle el cabello y de secar sus lágrimas o las mías con los dedos. Notaba el temblor de mis manos cuando tomaba las suyas inertes, sus labios fríos, su mirada diluyéndose.  Me estremecí cuando me di cuenta de que Julia se estaba yendo, ahora sí, definitivamente y podía sentir su respiración que se entrecortaba, tosía, jadeaba. Hubiera querido detener el tiempo en aquel instante, colmarla de ternura, arrullarla, retenerla. No pude. Impotente vi como se le escurrían los últimos segundos de vida, y en sus ojos que se entreabrían y parpadeaban acelerados, vi reflejada mi propia angustia y desespero. No puedo olvidarlo. No podré. Su sonrisa dulce, casi beatífica, me dio coraje. Acomodé su cabeza entre mis manos, le di cobijo acercándola a mi regazo, en silencio y con toda la fuerza de mi corazón, le hice saber que la amaba, que estaría con ella, que protegería a nuestros hijos y que guardaríamos respeto por su memoria. Murió en mis brazos, mientras la besaba, con una medio sonrisa dibujada en los labios tras su lacónico gracias.
         —Buenas noches, amor, buenas noches— le dije y le cerré los párpados color canela cuidadosamente mientras la abrazaba. Ella también temblaba, lo juro.
         Luego saltó la alarma del monitor a la que estaba conectada Julia y vino una enfermera y un médico y en seguida otro y otro y otro, cada vez de más rango y me hicieron preguntas y preguntas y más preguntas y yo en silencio lloraba su pérdida, sin que pudiera decirles nada. Absolutamente nada.
         Su cabeza bullía. Empezó a darle vueltas a los últimos acontecimientos: a la petición de muerte que su esposa le había casi exigido y recordó cómo se había negado en redondo al principio. Y las veces, las muchas veces que Carlos rehusó satisfacer esta demanda de Julia, a sus negaciones y reproches, a su mirada angustiada, a su reclamo de clemencia y se acordó de cuando le decía: —Por favor, Carlos, por lo que más quieres, hazlo por mí—, con su carita de inacabable ternura e  irremediable invalidez, y las dudas que le asaltaron al cabo de un tiempo, y de cómo fue poco a poco ablandándose y cambiando de parecer porqué amaba a Julia y la respetaba por encima de  todo, y de cómo fue fraguando una muerte asistida, él que no sabía ni donde dirigirse para localizar una pócima, ni buscar el momento y la ocasión para administrarle a escondidas de los médicos, una inyección de cicuta diluida, (le proporcionó su amigo, el herbolario, eso será eficaz — le dijo) la misma que le había subministrado hacía poco más de una hora, y que le iban a condenar por ello. Repasó mentalmente las dificultades que habían tenido que superar juntos, sin consejo médico, solos, ella atrapada a la vida en una cama y él partido en dos entre Julia y los hijos, y la incertidumbre que se les echaba encima. Sabía que en España lo que acababa de hacer estaba penado, ¡qué será de mis hijos, qué será de mí!, pensaba, mientras se sonaba la nariz con descuido y estornudaba. Corría el riesgo serio de pudrirse en la cárcel porque lo condenarían por homicidio con nocturnidad e intencionado. No se arrepentía, lo volvería a hacer y seguramente él mismo, de encontrarse en el caso de Julia, también se lo habría pedido. “¡Qué se puede esperar de una tetraplejía!” —repetía para sí —No había otra solución, ninguna otra”—musitaba, quedamente.
         Para entonces ya habían llegado los Mossos d’Esquadra y le detuvieron ajustándole las esposas a las muñecas. Carlos recayó en la ironía del destino que venía a gastarle una broma macabra con las esposas. No podía quitarse la imagen de su esposa moribunda entre sus brazos. Seguía apesadumbrado y sonándose la nariz con otro de los pañuelos de papel que le había dado una de las enfermeras. La condena fue sin atenuantes, ni siquiera por los hijos, que pasaron a cargo de Gloria, una tía de Julia, y fue de treinta años, revisables a los diez.

         "Sólo han transcurrido ocho años de los treinta y sigo en la cárcel de Quatrecamins, cerca de un pueblo grande llamado Martorell. Gloria trae de vez en cuando a mis hijos a verme a través de este cristal que nos mantiene incomunicados. ¡Han cambiado tanto! Julita, con doce años se parece cada vez a su madre con su piel de color canela y en cuanto a Héctor, con su cabellos rizados, ha salido, y no es por presumir, un clon mío. Aquí encerrado la vida cuesta de pasar y las horas se alargan como en aquellas tardes ociosas del lejano Oeste donde el sheriff se las pasaba sentado ante el porche dormitando con los pies apoyados sobre el banco de turno. Yo, en vez de dormitar, aprovecho para estudiar abogacía y escribir este Diario un rato cada día por la noche, antes de que apaguen las luces. Hoy he empezado antes, después de comer, sabía que iba a alargarme un poco. Ha sido por Gloria. Después de hablar con ella me he puesto a releer lo escrito hace años, necesitaba refrescarlo. Hoy es un día especial —me ha dicho— se están revisando algunas leyes y la eutanasia por petición propia dejará de ser delito, quieren convertirlo en un derecho, un derecho a una muerte digna y seguramente habrá una revisión de tu pena ¡Qué puede que salgas pronto libre, Carlos! —ha exclamado.
         Mi santa Julia me protege desde el Cielo. Gracias.”

A 6 de junio de 2017               celda 211    Quatrecamins (Martorell)