Echavarría
José Antonio Echavarría,
llamado el mejicano está tumbado en
el camastro con los ojos cerrados y de cara al techo, y nadie sabe si está
vivo, muerto, en el limbo o durmiendo. Lleva cuarenta días y noches seguidos en
la celda de castigo, un minúsculo cuchitril
de dos por un metros, aislado por completo en medio de la ladera,
incomunicado, a oscuras y sometido al inhumano contraste de las temperaturas
que en Birmania son extremas, especialmente en esta época con humedades que
superan el 96%. Hoy, diecisiete de septiembre, en el cuarentavo día del arresto,
se levanta el duro correctivo y el mismo sargento Narváez que lo detuvo, acude,
siguiendo órdenes (pues si por él fuera el reo podría repetir cuarentena)
acompañado de tres soldados y dos sanitarios al lugar para proceder a su
excarcelación. Se detiene ante la puerta acorazada y echa una larga ojeada por
la mirilla ayudándose de una linterna antes de entrar. Lo que ve le pone en
alerta, le resulta extraño.
El
mejicano está cómodamente acostado en el catre, impasible, con la cara hacia
arriba y los brazos junto al cuerpo. En un primer momento cree que está muerto,
que no ha podido soportar el aislamiento, pero Narváez se fija más y pronto descarta
esta opción, pues bajo el mono carcelario anaranjado se mueve el cuerpo del mejicano, ligeras oscilaciones
nerviosas, como corrientes de viento, casi imperceptibles. A Narváez le parece
que el tipo quiere tenderle una trampa y se prepara para lo inesperado. Ahora
no caerá en su treta, como cuando ese cruel sanguinario intentó huir del penal tomando
como rehén y a la fuerza a su esposa, a la que asestó sin ningún tipo de
miramiento una navajada profunda que le cruza la mejilla izquierda. Ahora será
diferente. Seguro que es un ardid, Narváez repara que en la pared hay unas
raspaduras que bien podrían ser más o menos los días contados, el astuto criminal
sabe que hoy es su exoneración y le está preparando una emboscada. Un buen
motivo para deshacerme de él de una vez por todas, piensa. Su deber consiste
en cumplir las ordenes y fueron muy taxativas: mantener al reo vivo a ser
posible hasta el momento del ajusticiamiento, fijado para las doce de la noche
del próximo veinte de noviembre.
—¿Pero, respira?
—No lo sé, alcaide, no lo veo desde
fuera, si me da su permiso, procedo.
—Proceda. Vaya con cuidado.
—Bien, señor, ahora mismo.
El sargento Narváez cuelga el auricular
de un porrazo y hace llamar a tres guardias más, venid —les ordena— quedaros en
la puerta, voy a inspeccionar dentro. Cala la bayoneta al fusil, descorre los
tres cerrojos de la puerta, comprueba, antes de entrar, que el preso sigue en
la cama y entra.
Lo primero que percibe Narváez es olor a
muerte, esa olor nauseabunda, asfixiante y dulzona del aire encerrado que le
hace tirar la cabeza hacia atrás y taponarse las narices con dos dedos de la
mano izquierda, mientras se las ingenia para sostener la linterna con la boca. Una
legión de moscas pequeñas y pegajosas que pululan por el aire infecto se le
enganchan sin poder evitarlo en el sudor de la cara y le buscan los ojos. Se
sacude y se las quita de encima dando brincos como puede.
Lo segundo que hace Narváez es iluminar la
letrina, atestada de moscardones verdes y de excrementos, mezclados con trozos
de comida desparramada, fuera de los cuencos, acumulada de días, en
descomposición, gusanos blancos enormes con ojos rojos que se iluminan con la
luz, parecen estarle mirando, devorando mendrugos, migajas y restos de algo
parecido a carne en putrefacción. En un rincón, la poza de agua, llena de
orina, completamente emponzoñada de mosquitos que levantan el vuelo con las
ráfagas de luz.
Vaya
mierda —murmura— cabizbajo.
Lo tercero sucede bajo sus pies: el
extraño crepitar del suelo cuando camina... Al enfocar abajo contempla
asombrado que está todo atiborrado de cucarachas birmanas, grandes como
elefantes, no sólo por el suelo, sino por el techo y paredes, por todos los muretes
del cubículo. Cuando Narváez las ilumina ve que esos insectos de caparazón de
élitros granates cuelgan por doquier, racimados, se apiñan en el techo como
murciélagos echándole encima un jugo amarillento, apestoso que expulsan por la
cloaca y que le mancha los labios, la frente, el fusil, la linterna, el uniforme...
Nota,
además, en las piernas un hormigueo creciente, y al enfocar ve un escuadrón de
cucarachas, militarmente ordenadas, ascendiendo por sus botas a la caza de un
hueco por donde morder sus peludas piernas. Narváez se asusta, patea repetidamente
el suelo, algunas cucarachas saltan, aplasta unas cuantas, sacude de nuevo con
cuidado, no quiere provocar una estampida, le sería fatal, un buen número huyen
y se ocultan bajo el camastro de Echeverría.
Narváez avanza lentamente hacia él, iluminándose
con el foco de la linterna, a cada paso que da nota el chasquido de las
cucarachas reventando bajo sus botas, ¡chaf! ¡chaf! Avanza hacia Echeverría. Cuanto
más se le acerca más escucha un rumor persistente, como de máquina tejedora a
toda marcha, y más se acrecienta la pestilencia, se le hace insoportable. Pero Narváez
es un tipo duro, formado en la guardia de élite, no se va a achicar ante la
tropa por un desgraciado, le repugna, sí, escupe, sí, está cerca de desmayarse,
sí, venga, tío, aguanta —se envalentona. Narváez ilumina al homicida.
Echavarría
sigue impasible, con los ojos cerrados y su gran bigote en forma de arco, sigue
ahí, sin moverse, aunque sus ropas naranjas no paran de agitarse como si el
tipo estuviera temblando o a punto de saltarle encima. Narváez no se deja
sorprender, apunta con la bayoneta el pecho de Echavarría, está a su merced,
entonces lo advierte, ve como el corazón del asesino palpita, está vivo el muy
canalla, bajo aquella ropa anaranjada esta respirando, inconfundible, lo ha descubierto,
el corazón de Narváez se acelera, tiembla, le rezuma saliva de la boca, casi se
le cae la linterna, algo está respirando en el pecho del mejicano bajo su mono.
Narváez
ilumina con decisión el tórax del condenado y con la punta de la bayoneta
descorre unos botones, el tejido se deshace, entonces las ve, ratas, a millones,
bajo la ropa, devorando la carne del reo, con sus vibrisas afiladas y sus ojos
achinados, les rezuman sangre aún roja por los morros, las vísceras del
condenado al descubierto, las costillas descarnadas le brillan como purpurina,
todo el cuerpo de Echevarria está siendo devorado a fondo por las ratas, por su
boca asoma ahora una de gris, enorme, de pequeñas emergen ensangrentadas de las
escotillas de sus ojos, lo están dejando ahuecado, vacío, como una caña de
bambú.
¡Dios
mío! —grita Narváez, horrorizado, y su voz aflautada retumba por las paredes,
sacudiéndolas.
Cuando los tres soldados entran
presurosos y en tropel ven un cuerpo caracoleándose en el suelo recubierto de escarabajos
granates y de ávidas ratas, un fusil con la bayoneta calada y una linterna oscilante
que alumbra en el fétido aire de la celda una gran carcajada de José Antonio
Echeverría.