martes, 17 de septiembre de 2019

Relato 286


                                          Echavarría

José Antonio Echavarría, llamado el mejicano está tumbado en el camastro con los ojos cerrados y de cara al techo, y nadie sabe si está vivo, muerto, en el limbo o durmiendo. Lleva cuarenta días y noches seguidos en la celda de castigo, un minúsculo cuchitril  de dos por un metros, aislado por completo en medio de la ladera, incomunicado, a oscuras y sometido al inhumano contraste de las temperaturas que en Birmania son extremas, especialmente en esta época con humedades que superan el 96%. Hoy, diecisiete de septiembre, en el cuarentavo día del arresto, se levanta el duro correctivo y el mismo sargento Narváez que lo detuvo, acude, siguiendo órdenes (pues si por él fuera el reo podría repetir cuarentena) acompañado de tres soldados y dos sanitarios al lugar para proceder a su excarcelación. Se detiene ante la puerta acorazada y echa una larga ojeada por la mirilla ayudándose de una linterna antes de entrar. Lo que ve le pone en alerta, le resulta extraño.
        El mejicano está cómodamente acostado en el catre, impasible, con la cara hacia arriba y los brazos junto al cuerpo. En un primer momento cree que está muerto, que no ha podido soportar el aislamiento, pero Narváez se fija más y pronto descarta esta opción, pues bajo el mono carcelario anaranjado se mueve el cuerpo del mejicano, ligeras oscilaciones nerviosas, como corrientes de viento, casi imperceptibles. A Narváez le parece que el tipo quiere tenderle una trampa y se prepara para lo inesperado. Ahora no caerá en su treta, como cuando ese cruel sanguinario intentó huir del penal tomando como rehén y a la fuerza a su esposa, a la que asestó sin ningún tipo de miramiento una navajada profunda que le cruza la mejilla izquierda. Ahora será diferente. Seguro que es un ardid, Narváez repara que en la pared hay unas raspaduras que bien podrían ser más o menos los días contados, el astuto criminal sabe que hoy es su exoneración y le está preparando una emboscada. Un buen motivo para deshacerme de él de una vez por todas, piensa. Su deber consiste en cumplir las ordenes y fueron muy taxativas: mantener al reo vivo a ser posible hasta el momento del ajusticiamiento, fijado para las doce de la noche del próximo veinte de noviembre.
        —¿Pero, respira?
        —No lo sé, alcaide, no lo veo desde fuera, si me da su permiso, procedo.
        —Proceda. Vaya con cuidado.
        —Bien, señor, ahora mismo.
        El sargento Narváez cuelga el auricular de un porrazo y hace llamar a tres guardias más, venid —les ordena— quedaros en la puerta, voy a inspeccionar dentro. Cala la bayoneta al fusil, descorre los tres cerrojos de la puerta, comprueba, antes de entrar, que el preso sigue en la cama y entra.
        Lo primero que percibe Narváez es olor a muerte, esa olor nauseabunda, asfixiante y dulzona del aire encerrado que le hace tirar la cabeza hacia atrás y taponarse las narices con dos dedos de la mano izquierda, mientras se las ingenia para sostener la linterna con la boca. Una legión de moscas pequeñas y pegajosas que pululan por el aire infecto se le enganchan sin poder evitarlo en el sudor de la cara y le buscan los ojos. Se sacude y se las quita de encima dando brincos como puede.
        Lo segundo que hace Narváez es iluminar la letrina, atestada de moscardones verdes y de excrementos, mezclados con trozos de comida desparramada, fuera de los cuencos, acumulada de días, en descomposición, gusanos blancos enormes con ojos rojos que se iluminan con la luz, parecen estarle mirando, devorando mendrugos, migajas y restos de algo parecido a carne en putrefacción. En un rincón, la poza de agua, llena de orina, completamente emponzoñada de mosquitos que levantan el vuelo con las ráfagas de luz.
         Vaya mierda —murmura— cabizbajo.
        Lo tercero sucede bajo sus pies: el extraño crepitar del suelo cuando camina... Al enfocar abajo contempla asombrado que está todo atiborrado de cucarachas birmanas, grandes como elefantes, no sólo por el suelo, sino por el techo y paredes, por todos los muretes del cubículo. Cuando Narváez las ilumina ve que esos insectos de caparazón de élitros granates cuelgan por doquier, racimados, se apiñan en el techo como murciélagos echándole encima un jugo amarillento, apestoso que expulsan por la cloaca y que le mancha los labios, la frente, el fusil, la linterna, el uniforme...
         Nota, además, en las piernas un hormigueo creciente, y al enfocar ve un escuadrón de cucarachas, militarmente ordenadas, ascendiendo por sus botas a la caza de un hueco por donde morder sus peludas piernas. Narváez se asusta, patea repetidamente el suelo, algunas cucarachas saltan, aplasta unas cuantas, sacude de nuevo con cuidado, no quiere provocar una estampida, le sería fatal, un buen número huyen y se ocultan bajo el camastro de Echeverría.
        Narváez avanza lentamente hacia él, iluminándose con el foco de la linterna, a cada paso que da nota el chasquido de las cucarachas reventando bajo sus botas, ¡chaf! ¡chaf! Avanza hacia Echeverría. Cuanto más se le acerca más escucha un rumor persistente, como de máquina tejedora a toda marcha, y más se acrecienta la pestilencia, se le hace insoportable. Pero Narváez es un tipo duro, formado en la guardia de élite, no se va a achicar ante la tropa por un desgraciado, le repugna, sí, escupe, sí, está cerca de desmayarse, sí, venga, tío, aguanta —se envalentona. Narváez ilumina al homicida.
         Echavarría sigue impasible, con los ojos cerrados y su gran bigote en forma de arco, sigue ahí, sin moverse, aunque sus ropas naranjas no paran de agitarse como si el tipo estuviera temblando o a punto de saltarle encima. Narváez no se deja sorprender, apunta con la bayoneta el pecho de Echavarría, está a su merced, entonces lo advierte, ve como el corazón del asesino palpita, está vivo el muy canalla, bajo aquella ropa anaranjada esta respirando, inconfundible, lo ha descubierto, el corazón de Narváez se acelera, tiembla, le rezuma saliva de la boca, casi se le cae la linterna, algo está respirando en el pecho del mejicano bajo su mono.
         Narváez ilumina con decisión el tórax del condenado y con la punta de la bayoneta descorre unos botones, el tejido se deshace, entonces las ve, ratas, a millones, bajo la ropa, devorando la carne del reo, con sus vibrisas afiladas y sus ojos achinados, les rezuman sangre aún roja por los morros, las vísceras del condenado al descubierto, las costillas descarnadas le brillan como purpurina, todo el cuerpo de Echevarria está siendo devorado a fondo por las ratas, por su boca asoma ahora una de gris, enorme, de pequeñas emergen ensangrentadas de las escotillas de sus ojos, lo están dejando ahuecado, vacío, como una caña de bambú.
          ¡Dios mío! —grita Narváez, horrorizado, y su voz aflautada retumba por las paredes, sacudiéndolas.
        Cuando los tres soldados entran presurosos y en tropel ven un cuerpo caracoleándose en el suelo recubierto de escarabajos granates y de ávidas ratas, un fusil con la bayoneta calada y una linterna oscilante que alumbra en el fétido aire de la celda una gran carcajada de José Antonio Echeverría.
                                                        

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