Halitosis
Me sabía mal decirle que le apestaba la boca y por eso no se lo dije
nunca. Pobre y dulce Nuria. Cuando la
conocí venía de una separación traumática, tal vez su ex la dejó por el mismo
motivo, por no decirle que le hedían los besos. En cualquier caso ella era
ajena. Con lo voluntariosa y liberada que era a sus veintidós años. Y lo buena
que estaba con su melena rizada y rubia, su cintura estrecha, sus ojos
dicharacheros y su enorme boca. Siempre me han gustado las mujeres de boca
grande, encuentro que les da una personalidad enigmática, tal vez un freudiano
diría algo distinto y no erraría, pero de siempre me han atraído. También puede
que piense que hablan mucho y esto suele denotar inteligencia cuando se hace
con juicio. Aprecio la inteligencia de mi interlocutor, porque uno suele buscar
aquello de lo que carece. Yo prefiero escuchar, así me equivoco menos y además
en boca cerrada no entran moscas, aunque entran otras cosas más suculentas.
Efectivamente, Nuria era muy
habladora, hablaba todo el rato y con todo lo que tenía a mano, es decir, su
cara, sus ojos, sus labios, sus dedos, sus piernas, sus pies, sus pestañas, sus
modos y maneras, sus gestos y ademanes, sus cejas, sus pechos, en fin, su ella
entera. ¡Qué desasosiego, no paraba nunca! Un amasijo de nervios, siempre meneándose
en el asiento del reservado en la discoteca, expresiva a ultranza, proponiéndome
sin descanso retozos eróticos, que si esto, que si lo otro, que si lo hacemos
así o lo hacemos asá, que si te hago eso o me haces aquello, que si probamos,
en fin, un no parar.
Su imaginación como su verborrea y su fetidez
estomacal no tenían límites. Y así todas las santas tardes de los sábados. Lo
malo era cuando nos besábamos. Hacer el amor sin besarse es imposible para mí,
así que volver a oler el nauseabundo tufillo de su boca era inevitable para
tener una tarde completa ¡Qué muchacho de veinte pocos puede detenerse ante una
joven de tanta fogosidad! Nadie, obviamente, y menos con el calentón que sentía
yo entre las piernas.
Justo es reconocérselo: con
Nuria no había problemas ni obstáculos para nada, podíamos hacer lo que
quisiéramos y cuantas veces aguantara mi cuerpo, era la mujer más liberal que
debía existir en el país cuando el sexo era pecado y ella la luciérnaga versada
y sutil que alumbraba mi ignorancia. Todo en Nuria era perfecto, salvo su persistente
pestilencia bucal. Y eso que yo salía de casa con los bolsillos bien pertrechos
de caramelos de menta y de eucaliptos y los iba dosificando entre cubata y
cubata, a medida que iba aumentado su deseo sexual, la fetidez de su estómago o
su hedor uterino, que para mí era todo lo mismo.
El precalentamiento lo
hacíamos en la pista del baile cuando empezaban los lentos. Nuria, algo más
bajita que yo que estaba por el metro ochenta, era salir y envolverme de
inmediato con sus brazos y piernas, y fundirnos en un abrazo estático.
Girábamos sin movernos del sitio, la música sonaba suave y allí, sudorosos, en
medio de la pista casi oscura dos sombras entrelazadas, quietas, magreándose.
Sentía latir su cuerpo ardiente rozando, quemando el mío, la fina blusa marcaba
los pitones de sus pezones enhiestos, los sentía sobre mi pecho convulso, todo
en mí se aceleraba, crecía y se hacía prominente, peligroso.
Con una habilidad digna de mención introducía
su pierna derecha entre las mías y masajeaba sutilmente mi pene erecto que
pugnaba por liberarse. Era una autoridad. En cuanto a mí, huyendo del tufo de
su boca, apoyaba la cabeza en su hombro y la rodeaba con mis brazos, anclando
mis manos sobre la corta falda a cuadros que cubría sus nalgas y ella dejaba
hacer y me acariciaba la nuca y los cabellos envolviéndome con sus desnudos
brazos, apretando sus pechos contra el mío, girando ingrávidos ajenos al mundo
que nos rodeaba y seguramente miraba.
Todo muy idílico hasta que
Nuria hacía el ademán de desapegarse de mí, de buscar mi rostro, mis ojos, mi
boca y acercar sus labios a los míos, para besarme. Y el suyo no era un beso de
compromiso, no, era un beso sabio, de lejanas noches de sexo aprendido con otro,
el suyo era un beso apasionado, largo y profundo, un beso con torniquete, con
una lengua viperina que rebanaba mi paladar, mucosas y dientes. De los que
dejan huella y en su caso un rastro putrefacto.¿Cómo describirlo? Entre buitre
en descomposición, azufre roído y vómito agrio pasteurizado.
Y ante la emergencia bucal
debía estar a punto. De todo se aprende. Me volví un experto en contener la
respiración mientras nos besábamos. Así estuvimos unos prodigiosos meses y la
situación fue in crescendo, nunca tenía bastante, increíble. Hasta que un día
el beso fue tan largo y penetrante que me puse amoratado, casi me asfixio y
perdí el sentido.
Fue al despertarme cuando
decidí encontrar trabajo intensivo los fines de semana en una pastelería. No
pude acostumbrarme a su contumaz halitosis. Me asustaste, Nuria, una lástima no
habértelo dicho, perdóname.