martes, 26 de febrero de 2019

Relato 257


                                      Halitosis

Me sabía mal decirle que le apestaba la boca y por eso no se lo dije nunca.  Pobre y dulce Nuria. Cuando la conocí venía de una separación traumática, tal vez su ex la dejó por el mismo motivo, por no decirle que le hedían los besos. En cualquier caso ella era ajena. Con lo voluntariosa y liberada que era a sus veintidós años. Y lo buena que estaba con su melena rizada y rubia, su cintura estrecha, sus ojos dicharacheros y su enorme boca. Siempre me han gustado las mujeres de boca grande, encuentro que les da una personalidad enigmática, tal vez un freudiano diría algo distinto y no erraría, pero de siempre me han atraído. También puede que piense que hablan mucho y esto suele denotar inteligencia cuando se hace con juicio. Aprecio la inteligencia de mi interlocutor, porque uno suele buscar aquello de lo que carece. Yo prefiero escuchar, así me equivoco menos y además en boca cerrada no entran moscas, aunque entran otras cosas más suculentas.
        Efectivamente, Nuria era muy habladora, hablaba todo el rato y con todo lo que tenía a mano, es decir, su cara, sus ojos, sus labios, sus dedos, sus piernas, sus pies, sus pestañas, sus modos y maneras, sus gestos y ademanes, sus cejas, sus pechos, en fin, su ella entera. ¡Qué desasosiego, no paraba nunca! Un amasijo de nervios, siempre meneándose en el asiento del reservado en la discoteca, expresiva a ultranza, proponiéndome sin descanso retozos eróticos, que si esto, que si lo otro, que si lo hacemos así o lo hacemos asá, que si te hago eso o me haces aquello, que si probamos, en fin, un no parar.
         Su imaginación como su verborrea y su fetidez estomacal no tenían límites. Y así todas las santas tardes de los sábados. Lo malo era cuando nos besábamos. Hacer el amor sin besarse es imposible para mí, así que volver a oler el nauseabundo tufillo de su boca era inevitable para tener una tarde completa ¡Qué muchacho de veinte pocos puede detenerse ante una joven de tanta fogosidad! Nadie, obviamente, y menos con el calentón que sentía yo entre las piernas.
        Justo es reconocérselo: con Nuria no había problemas ni obstáculos para nada, podíamos hacer lo que quisiéramos y cuantas veces aguantara mi cuerpo, era la mujer más liberal que debía existir en el país cuando el sexo era pecado y ella la luciérnaga versada y sutil que alumbraba mi ignorancia. Todo en Nuria era perfecto, salvo su persistente pestilencia bucal. Y eso que yo salía de casa con los bolsillos bien pertrechos de caramelos de menta y de eucaliptos y los iba dosificando entre cubata y cubata, a medida que iba aumentado su deseo sexual, la fetidez de su estómago o su hedor uterino, que para mí era todo lo mismo.
        El precalentamiento lo hacíamos en la pista del baile cuando empezaban los lentos. Nuria, algo más bajita que yo que estaba por el metro ochenta, era salir y envolverme de inmediato con sus brazos y piernas, y fundirnos en un abrazo estático. Girábamos sin movernos del sitio, la música sonaba suave y allí, sudorosos, en medio de la pista casi oscura dos sombras entrelazadas, quietas, magreándose. Sentía latir su cuerpo ardiente rozando, quemando el mío, la fina blusa marcaba los pitones de sus pezones enhiestos, los sentía sobre mi pecho convulso, todo en mí se aceleraba, crecía y se hacía prominente, peligroso.
         Con una habilidad digna de mención introducía su pierna derecha entre las mías y masajeaba sutilmente mi pene erecto que pugnaba por liberarse. Era una autoridad. En cuanto a mí, huyendo del tufo de su boca, apoyaba la cabeza en su hombro y la rodeaba con mis brazos, anclando mis manos sobre la corta falda a cuadros que cubría sus nalgas y ella dejaba hacer y me acariciaba la nuca y los cabellos envolviéndome con sus desnudos brazos, apretando sus pechos contra el mío, girando ingrávidos ajenos al mundo que nos rodeaba y seguramente miraba.
        Todo muy idílico hasta que Nuria hacía el ademán de desapegarse de mí, de buscar mi rostro, mis ojos, mi boca y acercar sus labios a los míos, para besarme. Y el suyo no era un beso de compromiso, no, era un beso sabio, de lejanas noches de sexo aprendido con otro, el suyo era un beso apasionado, largo y profundo, un beso con torniquete, con una lengua viperina que rebanaba mi paladar, mucosas y dientes. De los que dejan huella y en su caso un rastro putrefacto.¿Cómo describirlo? Entre buitre en descomposición, azufre roído y vómito agrio pasteurizado.
        Y ante la emergencia bucal debía estar a punto. De todo se aprende. Me volví un experto en contener la respiración mientras nos besábamos. Así estuvimos unos prodigiosos meses y la situación fue in crescendo, nunca tenía bastante, increíble. Hasta que un día el beso fue tan largo y penetrante que me puse amoratado, casi me asfixio y perdí el sentido.
        Fue al despertarme cuando decidí encontrar trabajo intensivo los fines de semana en una pastelería. No pude acostumbrarme a su contumaz halitosis. Me asustaste, Nuria, una lástima no habértelo dicho, perdóname.

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