martes, 5 de marzo de 2019

Relato 258



                                   Melocotonar

        ―¿Qué haces esta noche?
        Ella se lo quedó mirando al tiempo que aspiraba suavemente la pajita del vaso de la limonada fría. Después de todo un día de excursión por el Atlas le apetecía relajarse y refrescarse en la barra del hotel antes de decidir si seguía por ahí y conocer el Tánger nocturno con el guía berebere que se lo estaba proponiendo o irse a la cama.
        Su marido lo tuvo claro, después de la ducha ni bajó al hall, se acostó directamente sin cenar. Haz lo que quieras ―le dijo, antes de acostarse― ve con Morad, te lo pasarás bien, ya me lo contarás, yo estoy agotado. Ella también estaba rendida, los pies le dolían, seguro que tengo ampollas en casi todos los dedos, no se atrevía ni a moverse del taburete, aún así se sentía a gusto en compañía del dicharachero berebere de ojos azules y risa grácil, con apariencia de no haber roto un plato y que podría ser por edad perfectamente su hijo. No tendría los treinta, cuando ella había cumplido los cincuenta y dos. Morad le contó que en su país una mujer de sus años está para el arrastre, que las musulmanas se abandonan al tener hijos y dedicarse a la crianza. En cambio las mujeres maduras occidentales ―decía― estáis siempre perfectas, en el punto justo, según él "en el punto melocotón". Hablaba por experiencia, añadió modestamente gesticulando las manos.
        ¿Por qué estarán siempre los árabes sacudiendo sus brazos cuando hablan? Como arte de seducción no estaba mal, reconozco que halagó mi vanidad últimamente algo maltrecha, aún resultaba atractiva e interesante para un hombre, aunque Morad fuera un aprovechado más como la mayoría de guías turísticos y sin embargo lo reconozco me divertía la escena. Ahí, sentada, apurando mi limonada, bajo los ventiladores del techo que me despeinaban, ver que un jovenzuelo espabilado intentara ligar conmigo sabiendo que mi marido estaba arriba durmiendo y con el agravante que aún nos quedaban dos días en Marruecos junto al locuaz y experto berebere, me resultaba excitante, incluso morboso, por no decir de locura total.
        Me imaginé melocotonar con él en un lecho con redecilla transparente, desnudos, ¿qué sabría él que yo no supiera? ¿Me sorprendería? ¿Tendría el orgasmo galáctico que no he tenido nunca? ¿Será tan tierno en la cama como aparenta durante el día?
        Los hombres son fáciles de complacer, las difíciles somos nosotras, ¿será Morad el ángel moro que me lleve al paraíso inexplorado? Tengo vía libre, por mi marido no va a ser, ni se va a enterar, pero estoy realmente cansada, muy cansada. Tánger puede esperar, nada ni nadie podría llevarme a ningún lado.
        ―Me voy a la cama.
        ―¿Sola?
        ―No.
        ―¡Qué desperdicio!  

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