Limbo
La
luna, una ce acostada, colgaba del techo estrellado de un hilo invisible.
Parecía dormida. De cuando en cuando una ráfaga de viento la despertaba, se
desplazaba unos centímetros (o era la rotación de la tierra) y volvía a
quedarse dormida en otra parte del espacio. Es difícil percibir el movimiento
constante de los objetos, en especial cuando es de noche y se tiene sueño. Es
difícil percibir el paso de la vida cuando es de noche y va muy lento. Aún así
se distinguía el aro que completaba el círculo lunar, el limbo que la
proyectaba al mundo. En aquel crepúsculo la luna dormida era la protagonista.
Tres palmeras datileras, un banco de
madera pintado de verde, la mar rugiendo de fondo, un hombre con pantalones de
pana y una camisa a cuadros apoyado en una gayata, una mujer con un vestido
largo y un tocado que le cubre el cabello gris. Están sentados en el banco, uno
al lado del otro, con las manos unidas en el regazo de ella, la cabeza
levantada, mirando la luna huidiza. El rostro se les ilumina.
—Ahí está, ahí estaba y ahí seguirá...
—Pero nosotros no lo veremos...
—Que lo veamos o no, no es importante
para la noche.
—Lo es para mí.
—Aún así, seguirá existiendo la luna, su
limbo, el cielo estrellado...
—Existir o no existir parece
circunstancial y frágil, unos segundos en la tarima de la eternidad, apenas un
pestañeo...
—¡Y cuidado con los orzuelos...je, je!
Nacemos con fecha de caducidad y lo sabemos, aunque hacemos como si no...
—Otros ojos, estoy segura, contemplarán
asombrados lo mismo. Sentados en otro banco verde o en lo alto de una montaña,
o en una noria...
—Sí, no paramos de dar vueltas y más vueltas...
—Y puede que hasta susurren que todo es
frágil, pasajero, evanescente...
—El asombro está ahí, querida, para
quien lo quiera ver.
—Las veces que he levantado la cabeza
cuando me he sentido perdida...
—Nos creemos únicos como la luna o el
sol, pero el cielo está lleno de estrellas que palpitan y desaparecen.
—Y de agujeros negros.
—Y de misterios.
—Como tú.
—Y como tú, querida.
—¿Todavía?
—Todavía.
—La noche estrellada siempre es un
misterio.
—Como el limbo de la luna y tu áurea de
mujer sabia.
—¡Qué cosas dices!
—Como la gravedad.
—Sí, y como el amor.
—El amor es el mayor misterio, es la
etérea gravedad humana.
—¿Tú crees que la ciencia algún día
romperá el hechizo?
—No lo sé. Somos polvo reciclado de
estrellas. Ahí arriba están nuestros hermanos desintegrados, un ciclo
interminable. Se me antoja difícil que se pueda investigar el ser vivo sin caer
en la cuenta de que es un ser vivo quien lo investiga.
—¿Seremos granos de arroz siderales
lanzados al universo, que ignoramos formar parte del mismo saco?
—¿Una especie de paella marinera
universal en continua expansión?
—Sí, más o menos, cocinados al fuego
lento de los eones.
—Unidos todos por el misterio, la
materia, el vacío y el azar.
—Y el espíritu. La mejor alianza, tal
vez...
—Sin duda, como tú y yo.
—Me enterneces.
—Has sido la mujer de mi vida, la única
persona que he elegido.
—¡Qué cosas dices!
—Observa, la luna, su limbo, mira, nos
envuelve.
Efectivamente, la luna reclinada se
levanta del lecho, se despereza y extiende su halo lumínico hacia la pareja del
banco verde, junto a una de las tres palmeras, y, mientras se incrementa el
rumor de la mar, ellos se abrazan y se funden en un beso límbico en el centro
del escenario.
El público formado por gente mayor
ovacionó de pie efusivamente.