Manual
¿Tampoco
ven? ¿Tampoco saben leer con los dedos? ¿Les da pereza aprender? No se
preocupen: el Manual para ciegos es
el mejor libro para ver, es la solución. Me lo recomendó mi lectora, la joven y
deliciosa Olivia (me vuelve loco su perfume a lavanda fresca y su voz
seductora, ¡ay! si la oyeran, chiflarían como aquellos marineros clásicos). De
Rosenda Macona, autora colombiana de principios del XX, creo, que se quedó
ciega a los catorce, cuando su ánimo de poeta la animó a dictar este manual de
casi doscientas páginas a su hermano Evaristo y a dar al mundo el gran libro
para ver, como se reconoce en los medios especializados.
Lo sabemos, no ver es una jodienda. La
imaginación ayuda, pero no basta. Ver, todos queremos ver más allá de lo
evidente, ¿verdad? Este libro abre cierta esperanza a los ciegos que no lo
somos de nacimiento. Para ver, lo primero hay que reconocerse ciegos, dice.
Extraño. Olivia habla pausadamente, con voz clara, peor que la ceguera es no
ver lo que es. Sonríe, llega a mí como un bálsamo que me unta los ojos de luz,
se mire como se mire la ceguera no es sensorial, lee enfáticamente, sino vital,
se le nota la experiencia con los ciegos, varía la entonación, no bastan los
ojos, desconfiad, ve con todo, me susurra, con la planta de los pies, también,
dice, siente lo que veas, estremécete, no te conformes con las apariencias,
emociónate. Olivia hace una pausa, sonríe, y le da al emociónate un encanto
particular, una sensualidad, resbala el verbo entre los labios, lo paladea con
la saliva como si fuera un caramelo deshaciéndose en la boca. Míralo, me dice,
un emociónate ablandándose, ¿lo ves?
No, no lo veo, pero lo intento, y es que
Olivia me roba el corazón cada vez que se sienta a mi lado, junto a la ventana,
al mediodía, de doce a una, cada día, excepto domingos y me habla tan cerca que
siento el aliento de su voz en mis mejillas, su fragancia fresca en mis
pituitarias, sus manos bañadas en crema de almendra amarga rozando las mías. La
veo con su jersey de cuello de cisne, a veces rojo, otras amarillo, verde o
anaranjado, sus pechos de treinta y pocos años, altivos y prominentes, o su
camisa blanca con los dos botones de arriba desabrochados, donde asoman los
ribetes de los sostenes blancos. Su falda escocesa, plisada y corta, con un
pequeño ciervo de cierre, sus zapatos merceditas, sus medias de nylon color
carne que siempre se le encogen. (Oigo el rasgueo de sus dedos sobre las medias
como si templara finamente una guitarra flamenca). Y sobre todo me llega su calidez envolvente.
No necesito que Olivia acompañe mis
dedos con los suyos, mis ojos con los suyos, mi boca con la suya...Sólo
decirles que empiezo a verla tal como es, nítidos su fondo y silueta, sin
esfuerzo alguno, cuando me lee como sólo ella es capaz de leer este Manual para ciegos que les recomiendo a
ustedes.
Me hace verla como el maestro hizo ver a un
vidente ciego la catedral que dibujaba.
Y no hemos pasado de la página
treinta...
Hasta aquí, la introducción que he
dictado a Olivia del que ha de ser nuestro libro sagrado.