martes, 26 de noviembre de 2019

Relato 296


                                       Manual

¿Tampoco ven? ¿Tampoco saben leer con los dedos? ¿Les da pereza aprender? No se preocupen: el Manual para ciegos es el mejor libro para ver, es la solución. Me lo recomendó mi lectora, la joven y deliciosa Olivia (me vuelve loco su perfume a lavanda fresca y su voz seductora, ¡ay! si la oyeran, chiflarían como aquellos marineros clásicos). De Rosenda Macona, autora colombiana de principios del XX, creo, que se quedó ciega a los catorce, cuando su ánimo de poeta la animó a dictar este manual de casi doscientas páginas a su hermano Evaristo y a dar al mundo el gran libro para ver, como se reconoce en los medios especializados.
        Lo sabemos, no ver es una jodienda. La imaginación ayuda, pero no basta. Ver, todos queremos ver más allá de lo evidente, ¿verdad? Este libro abre cierta esperanza a los ciegos que no lo somos de nacimiento. Para ver, lo primero hay que reconocerse ciegos, dice. Extraño. Olivia habla pausadamente, con voz clara, peor que la ceguera es no ver lo que es. Sonríe, llega a mí como un bálsamo que me unta los ojos de luz, se mire como se mire la ceguera no es sensorial, lee enfáticamente, sino vital, se le nota la experiencia con los ciegos, varía la entonación, no bastan los ojos, desconfiad, ve con todo, me susurra, con la planta de los pies, también, dice, siente lo que veas, estremécete, no te conformes con las apariencias, emociónate. Olivia hace una pausa, sonríe, y le da al emociónate un encanto particular, una sensualidad, resbala el verbo entre los labios, lo paladea con la saliva como si fuera un caramelo deshaciéndose en la boca. Míralo, me dice, un emociónate ablandándose, ¿lo ves? 
        No, no lo veo, pero lo intento, y es que Olivia me roba el corazón cada vez que se sienta a mi lado, junto a la ventana, al mediodía, de doce a una, cada día, excepto domingos y me habla tan cerca que siento el aliento de su voz en mis mejillas, su fragancia fresca en mis pituitarias, sus manos bañadas en crema de almendra amarga rozando las mías. La veo con su jersey de cuello de cisne, a veces rojo, otras amarillo, verde o anaranjado, sus pechos de treinta y pocos años, altivos y prominentes, o su camisa blanca con los dos botones de arriba desabrochados, donde asoman los ribetes de los sostenes blancos. Su falda escocesa, plisada y corta, con un pequeño ciervo de cierre, sus zapatos  merceditas, sus medias de nylon color carne que siempre se le encogen. (Oigo el rasgueo de sus dedos sobre las medias como si templara finamente una guitarra flamenca).      Y sobre todo me llega su calidez envolvente. 
        No necesito que Olivia acompañe mis dedos con los suyos, mis ojos con los suyos, mi boca con la suya...Sólo decirles que empiezo a verla tal como es, nítidos su fondo y silueta, sin esfuerzo alguno, cuando me lee como sólo ella es capaz de leer este Manual para ciegos que les recomiendo a ustedes.
         Me hace verla como el maestro hizo ver a un vidente ciego la catedral que dibujaba.
        Y no hemos pasado de la página treinta...
       
        Hasta aquí, la introducción que he dictado a Olivia del que ha de ser nuestro libro sagrado.

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