martes, 29 de junio de 2021

Relato 379

                                      Nido

El niño está triste, de los cuatro huevos del nido, sólo queda uno y ni rastro de las tres crías recién nacidas. Parecían tan felices. Ricardín no sabe qué les ha ocurrido. Él no les ha hecho nada, él se limitaba a fotografiarlos. Todo empezó hace tres semanas cuando, paseando por el jardín de su tía, descubrió encima de un tiesto en la pared de la madreselva algo parecido a un cuenco grande hecho de ramitas ensambladas, y como aquello no estaba allí hace unos días decidió coger la escalera del jardinero y examinarlo de cerca. En el tiesto crece una hiedra moteada y espesa y en un hueco camuflado entre la hiedra y la pared Ricardín vio el nido por primera vez y estaba vacío.

        Resultó ser un nido de mirlos y estaba a punto de albergar una nidada de cuatro huevos… 

        A partir de aquel día, Ricardín iba cada mañana después del desayuno a ver el nido y a fotografiarlo con el móvil que le habían regalado sus padres al cumplir doce años el pasado dos de junio. Con frecuencia también acudía por las tardes, pues cuando se está de vacaciones hay tiempo para divertirse y aprender.

        Lo primero que aprendió Ricardín es que el mirlo macho tiene el pico naranja, mientras que la hembra lo tiene oscuro. También que sólo la hembra incuba los huevos y el macho los vigila cuando ella sale de paseo. Y que se comunican por sonidos peculiares y muy nítidos, diversos tchinks y tchouks-tchouks que Ricardín logró diferenciar entre un animal y otro. Cuando veían a una tórtola cerca se enfadaban y emitían un sriiii, sriii ruidoso, repetitivo e histérico.  

        Fotografió el nido vacío, el nido con un huevo, con dos, con tres y con cuatro y todo en tres días seguidos. Pensó que los ponían poco a poco para poder alimentarlos al nacer uno tras otro, pues sino no podrían con todos al mismo tiempo. A Ricardín le sorprendió que los huevos no fueran blancos como los de las gallinas de la tía Matilde, sino azules, moteados de marrón y algo más pequeños.

        Al cabo de dos semanas nacieron dos polluelos, sin pelo, ciegos, color carne, un pendejo de piel, desvalidos y Ricardín los fotografió aprovechando una pausa en el que la hembra había salido de paseo y el macho aún no había llegado. Ricardín se pasaba en estos días cruciales pendiente del nido y tenía la precaución de no molestar ni tocar a los animales, y de subirse a la escalera y de fotografiar el nido sólo cuando estaba sin sus papis.

Al cabo de dos días nació otro polluelo, mientras que los dos primeros ya abrían la boca como si fueran abanicos amarillos reclamando la comida en forma de gusanos que les subministraban sus ajetreados papis. Ricardín también los fotografió, Ricardín estaba emocionado, no había visto nada parecido en su vida, no cabía en sí de gozo, pensó en hacer un reportaje fotográfico La vida en directo sería su título y que cuando volviera a la escuela lo enseñaría a sus amigos de clase y a la profesora de ciencias, que seguro, seguro, se lo valoraría y le harían importante.

        Sin embargo, pasada una semana el nido se quedó solamente con una cría y un huevo. De la noche a la mañana desaparecieron las dos crías mayores, aún sin pelo, aún desvalidas, allí no estaban. Ricardín no podía creer lo que le mostraban sus ojos, las había fotografiado la tarde anterior y por la mañana ni rastro. Revisó el nido, no vio nada de sangre, nada de lucha, en perfecto estado, revisó por los alrededores del nido por si se habían caído, pero para su infortunio y desesperación no halló nada. Además, pensó, con lo hondo que es el nido les hubiera sido imposible saltar. Ricardín no entendía nada, apenado, buscaba una razón y no la encontraba. ¿Y si se hubieran asustado de mi presencia y se hubieran llevado las crías con el pico a otro nido más seguro? ¿Sería esto posible? ¿Podrían sostener el peso? Pero ni en la Wikipedia daban explicación alguna, las crías se habían evaporado sin más.

        Al día siguiente fue peor, desapareció la otra cría del mismo modo, sin dejar huella y era muy, pero que muy escuálida y desde luego ciega, incapaz de valerse por sí misma. Las fotografías que Ricardin revisaba una y otra vez no engañaban. Ricardín pensó una locura ¿Y si se las hubieran comido sus papis, pues a veces hay episodios de canibalismo entre animales? Pero no, no hay precedentes en la Wikipedia entre mirlos, y no podía ser.

        En el enorme nido se quedó el último huevo por eclosionar.

En la mañana del fatal descubrimiento Ricardín vio que macho y hembra dialogaban acaloradamente con sus tchinks habituales apoyados en el nido e intuyó que no los volvería a ver más, que habían tomado una decisión que afectaría a la vida de todos, que habían decidido abandonar el huevo a su suerte y el nido.

        Ricardín está triste con el nido de un solo huevo, abandonado. Lo sigue

 revisando cada mañana, pero no da signos de actividad, le falta el calor de su

 madre. No podrá completar el reportaje ni tener un final feliz.  

martes, 22 de junio de 2021

Relato 378

                                                   Vencejo

Descorro la cortina de la ventana y lo primero que veo son las casas de la ciudad semi-iluminadas por un sol naciente y en seguida los vencejos, centenares que pasan volando alegres, en volandas, por parejas. Aviones —decía él —en mi pueblo les llamamos aviones—.

 Ayer vi uno caído en el suelo de una terraza vecina, tenía dificultades para alzarse al vuelo, me acordé de él. ¿Por qué? —pregunté. —Porque tienen las alas muy largas como los aviones y necesitan un sitio elevado para lanzarse al vuelo, no pueden volar si no lo hacen así. —decía.

Efectivamente, el animal tiene unas alas larguísimas y no podía ni siquiera enderezarse del suelo, daba tumbos por encima de las rasillas, intentando ayudarse con lo que había por la terraza, las pocas macetas, una manguera, su pareja muerta y se desequilibraba continuamente, cayéndose de un lado a otro como si fuera una frágil barquita, y relucían el blanco de su barriguita y su desespero.

—Gracias a sus largas alas pueden pasarse días y días volando, meses, creo, incluso duermen, comen y copulan, mientras vuelan, pero los vencejos no pueden salir volando, sino es desde un punto alto. Es su punto débil, sus largas alas…—decía. —¡Y su punto fuerte…! —añadía, enfático.

La vivienda está deshabitada, así que pensé que nadie podría ayudarlo, que aquello podría convertirse en su tumba, en una especie de cementerio familiar. Estuve un rato mirándolo, sufría por él, buscaba estrategias para situarse en la barandilla, agitando velozmente las alas con ayuda del zócalo de las esquinas o auparse en un esfuerzo titánico entre dos tiestos contiguos, incluso lanzarse a la carrera por el enrasillado, pero la terraza no es larga y se daba contra la pared de frente sin que consiguiera alzarse ni un centímetro del suelo. “¿Y si avisara a los bomberos?”. Incomprensiblemente, lo descarté.

—Son los ángeles del cielo y los inútiles del suelo… —añadía, sonriendo.

No se rindió nunca hasta caer exhausto junto a su compañera de vuelo, en la trampa mortal de la terraza del tercero.

Esta mañana he sabido que también él murió ayer en un accidente de aviación junto a su esposa Elisa. A tu memoria, Alfonso.                          

martes, 15 de junio de 2021

Relato 377

 

                                Existió

Crepitan palabras en el fuego de la memoria, chispean verbos, adjetivos y hasta tu nombre, amiga, para acabar consumidas, chamuscadas, convertidas en rescoldos calientes que se enfrían lentamente, simples cenizas del olvido que el viento esparce, levantan al aire en todas direcciones y desaparecen. Tanto da lo cerca que estuviste, tanto da la preñez de tu rostro alegre, lo mucho que te quise o me quisiste, tanto da todo, pues cuando el viento llega escampa las cenizas de lo que fue vivo y vivió y de lo que murió y está muerto.

 El viento se lo lleva todo, todos los te quieros que nos dijimos, todos los proyectos y esperanzas urdidos en secreto, todos nuestros anhelos, risas y deseos, tus cabellos sueltos, tu mirada chispeante, tu perfume de magnolia, todo, el viento se lo lleva todo, hasta la misma palabra amiga.

Ahora te recuerdo aquí, agonizando, en medio del desierto frente a este fuego fatuo que he prendido con este bolígrafo incendiario, sintiendo sangrar la zanja de mi pecho: no es que mientan los sueños es solamente que te sigo viendo despierta en mi insomnio. Veo contornear tus manos y tu figura como sombras vivas entre las llamas, desvelándome tu recuerdo. Escucho el canto de tu risa ahogada entre los trigales ociosos, fatigados de tanto deambulo de un lado para otro sin moverse del sitio. El viento los mece como acariciaba tus cabellos, este viento infame que arrastra con todo.

 Una llamarada enciende el brillo de mis ojos, la vida y la muerte imponen una senda indeseada, no hay consuelo para este presente, hermano, no hay consuelo. Y pensar que ella existió, que estuvimos paladeando los mismos bocados, respirando el mismo aire, y ahora sólo me queda el hueco de esta fogata amiga.

Cuando llegue el día que el viento extienda a cualquier parte también mis cenizas, quien se acordará de ti, quien, amiga, tendrá la caridad de ver crepitar el pasado en una hoguera, quien dirá aquí estuvieron unos que se amaron, unos eslabones anónimos de la cadena vital, sí, que existieron, pero quienes eran lo desconocemos.

Tal vez digan: ¿sintieron como sentimos nosotros?, ¿padecieron?, ¿soñaron? Tal vez se lo pregunten, tal vez no, pero sí podrán decir que alguien debió existir en un tiempo remoto, alguien desconocido, alguien capaz de transmitir el testigo a generaciones futuras, tal vez un biznieto de nuestro hijo o más allá no sepa nunca que en el pasado existió un hombre que lloró y se quitó la vida ante una hoguera por el recuerdo de su tatarabuela muerta.

                                          (Inspirado por el poema Existió de J.A.Doré.)

martes, 8 de junio de 2021

Relato 376

                                Remanso

El río que estoy viendo ya no existe, aunque siga siendo el mismo río Ebro. Aun dibujando la misma silueta sinuosa que aparece a lo lejos entre las ramas altas de los tamariscos, ese río no existe.

        Ni tampoco existen las periódicas inundaciones del río en los arenales limítrofes, cuando los de Mequinenza abrían inopinadamente las compuertas del pantano, causando un peligroso y repentino ascenso de las aguas.

        Ni esos niños que jugaban entre las piedras redondeadas y resbaladizas del río y que aprendían a nadar sujetándose en ellas, ante la mirada atenta de sus mayores. Ni los cantos planos que lanzados sobre la superficie del agua rebotaban hasta perderse en el centro del río, donde la corriente era intensa.

        Ni los aceites para broncearse, ni las fotos en blanco y negro y las poses de Tarzán, ni los bañadores de Tergal, ni el descubrir la pulsión de la adolescencia en aquellos delgados cuerpos femeninos en sus primeros biquinis, estampados. 

        Nada de eso existe.

        Ni los escarceos de los jóvenes escondidos entre las ramas bajas de los tamariscos, donde los aluviones de arena cubrían las raíces y proporcionaba un lecho suave para la intimidad, alejado de las miradas obscenas, bajo un sol abrasador. 

        Ni el remanso de los peces muertos y el agua estancada, donde se amontonaban leños, papeles, espuma de jabón, y mala olor, donde nuestros mayores nos tenían prohibido ir, donde el agua estaba más caliente y se reflejaban con rayas discontinuas los chopos de la alameda.

        Nada de eso existe.

        Ni el mediodía aciago aquel cuando mi hermano y yo aún no sabíamos nadar y estábamos solos, jugando a barquitos, andando bastante adentro del río y una crecida inesperada del agua nos hizo perder pie y el agua empezó a rebasarnos y la corriente nos arrastraba y tuvimos miedo de ahogarnos y acabar sepultados entre los arenales del delta del Ebro…

 Estoy viendo nuestro sufrimiento, el desespero que sentimos al notar que el agua en un santiamén empezó a superar nuestras menudas estaturas, nos estaba cubriendo y arrastrando hacia el centro de la corriente y no sé cómo, pero mantuvimos la calma (extraño con doce años) y cogidos de la mano para darnos fortaleza empezamos a regresar poco a poco a la orilla dando saltitos sobre el lecho del río, reteniendo el aire en los pulmones cada vez de las muchas que el agua nos cubría la boca y temblando de miedo avanzamos con paso titubeante hacia la distante orilla que nos parecía cada vez más cercana hasta conseguir alcanzarla.

Mi hermano y yo nos sentamos en la arena, estábamos exhaustos, nos miramos y nos abrazamos conscientes de haber superado juntos una proeza y lloramos de alegría. Habíamos aprendido una lección de vida, pero nos prometimos guardar silencio para evitar que nos prohibieran volver al río. Nos quedamos un buen rato descansando en la arena y viendo como la crecida impetuosa del río arrastraba a eso de la una y media troncos, ramas y animales muertos. Nos habíamos salvado casi de milagro.

 Fue un regreso interminable a la vida y la única vez que entramos en el remanso prohibido, el remanso de agua caliente y hedionda, que a la postre nos salvó la vida.

        Nada de eso existe, nada, salvo en mi imaginación 

martes, 1 de junio de 2021

Relato 375

 

                                    Puente (5)

La lluvia azota el puente que construimos con las piedras de nuestros afectos.

El puente de las tres arcadas salva el áspero torrente de la desesperanza.

Ese puente no durará siempre, recuérdalo cuando lo franquees. Tampoco tú (ni yo) duraremos para siempre.