Remanso
El
río que estoy viendo ya no existe, aunque siga siendo el mismo río Ebro. Aun dibujando
la misma silueta sinuosa que aparece a lo lejos entre las ramas altas de los
tamariscos, ese río no existe.
Ni tampoco existen las periódicas
inundaciones del río en los arenales limítrofes, cuando los de Mequinenza
abrían inopinadamente las compuertas del pantano, causando un peligroso y
repentino ascenso de las aguas.
Ni esos niños que jugaban entre las
piedras redondeadas y resbaladizas del río y que aprendían a nadar sujetándose
en ellas, ante la mirada atenta de sus mayores. Ni los cantos planos que
lanzados sobre la superficie del agua rebotaban hasta perderse en el centro del
río, donde la corriente era intensa.
Ni los aceites para broncearse, ni las
fotos en blanco y negro y las poses de Tarzán, ni los bañadores de Tergal,
ni el descubrir la pulsión de la adolescencia en aquellos delgados cuerpos
femeninos en sus primeros biquinis, estampados.
Nada de eso existe.
Ni los escarceos de los jóvenes
escondidos entre las ramas bajas de los tamariscos, donde los aluviones de
arena cubrían las raíces y proporcionaba un lecho suave para la intimidad,
alejado de las miradas obscenas, bajo un sol abrasador.
Ni el remanso de los peces muertos y el
agua estancada, donde se amontonaban leños, papeles, espuma de jabón, y mala
olor, donde nuestros mayores nos tenían prohibido ir, donde el agua estaba más
caliente y se reflejaban con rayas discontinuas los chopos de la alameda.
Nada de eso existe.
Ni el mediodía aciago aquel cuando mi
hermano y yo aún no sabíamos nadar y estábamos solos, jugando a barquitos,
andando bastante adentro del río y una crecida inesperada del agua nos hizo
perder pie y el agua empezó a rebasarnos y la corriente nos arrastraba y tuvimos
miedo de ahogarnos y acabar sepultados entre los arenales del delta del Ebro…
Estoy viendo
nuestro sufrimiento, el desespero que sentimos al notar que el agua en un
santiamén empezó a superar nuestras menudas estaturas, nos estaba cubriendo y
arrastrando hacia el centro de la corriente y no sé cómo, pero mantuvimos la
calma (extraño con doce años) y cogidos de la mano para darnos fortaleza empezamos
a regresar poco a poco a la orilla dando saltitos sobre el lecho del río,
reteniendo el aire en los pulmones cada vez de las muchas que el agua nos
cubría la boca y temblando de miedo avanzamos con paso titubeante hacia la distante
orilla que nos parecía cada vez más cercana hasta conseguir alcanzarla.
Mi hermano y yo nos sentamos en la arena, estábamos
exhaustos, nos miramos y nos abrazamos conscientes de haber superado juntos una
proeza y lloramos de alegría. Habíamos aprendido una lección de vida, pero nos
prometimos guardar silencio para evitar que nos prohibieran volver al río. Nos
quedamos un buen rato descansando en la arena y viendo como la crecida
impetuosa del río arrastraba a eso de la una y media troncos, ramas y animales
muertos. Nos habíamos salvado casi de milagro.
Fue un regreso
interminable a la vida y la única vez que entramos en el remanso prohibido, el
remanso de agua caliente y hedionda, que a la postre nos salvó la vida.
Nada de eso existe, nada, salvo en mi imaginación
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