martes, 8 de junio de 2021

Relato 376

                                Remanso

El río que estoy viendo ya no existe, aunque siga siendo el mismo río Ebro. Aun dibujando la misma silueta sinuosa que aparece a lo lejos entre las ramas altas de los tamariscos, ese río no existe.

        Ni tampoco existen las periódicas inundaciones del río en los arenales limítrofes, cuando los de Mequinenza abrían inopinadamente las compuertas del pantano, causando un peligroso y repentino ascenso de las aguas.

        Ni esos niños que jugaban entre las piedras redondeadas y resbaladizas del río y que aprendían a nadar sujetándose en ellas, ante la mirada atenta de sus mayores. Ni los cantos planos que lanzados sobre la superficie del agua rebotaban hasta perderse en el centro del río, donde la corriente era intensa.

        Ni los aceites para broncearse, ni las fotos en blanco y negro y las poses de Tarzán, ni los bañadores de Tergal, ni el descubrir la pulsión de la adolescencia en aquellos delgados cuerpos femeninos en sus primeros biquinis, estampados. 

        Nada de eso existe.

        Ni los escarceos de los jóvenes escondidos entre las ramas bajas de los tamariscos, donde los aluviones de arena cubrían las raíces y proporcionaba un lecho suave para la intimidad, alejado de las miradas obscenas, bajo un sol abrasador. 

        Ni el remanso de los peces muertos y el agua estancada, donde se amontonaban leños, papeles, espuma de jabón, y mala olor, donde nuestros mayores nos tenían prohibido ir, donde el agua estaba más caliente y se reflejaban con rayas discontinuas los chopos de la alameda.

        Nada de eso existe.

        Ni el mediodía aciago aquel cuando mi hermano y yo aún no sabíamos nadar y estábamos solos, jugando a barquitos, andando bastante adentro del río y una crecida inesperada del agua nos hizo perder pie y el agua empezó a rebasarnos y la corriente nos arrastraba y tuvimos miedo de ahogarnos y acabar sepultados entre los arenales del delta del Ebro…

 Estoy viendo nuestro sufrimiento, el desespero que sentimos al notar que el agua en un santiamén empezó a superar nuestras menudas estaturas, nos estaba cubriendo y arrastrando hacia el centro de la corriente y no sé cómo, pero mantuvimos la calma (extraño con doce años) y cogidos de la mano para darnos fortaleza empezamos a regresar poco a poco a la orilla dando saltitos sobre el lecho del río, reteniendo el aire en los pulmones cada vez de las muchas que el agua nos cubría la boca y temblando de miedo avanzamos con paso titubeante hacia la distante orilla que nos parecía cada vez más cercana hasta conseguir alcanzarla.

Mi hermano y yo nos sentamos en la arena, estábamos exhaustos, nos miramos y nos abrazamos conscientes de haber superado juntos una proeza y lloramos de alegría. Habíamos aprendido una lección de vida, pero nos prometimos guardar silencio para evitar que nos prohibieran volver al río. Nos quedamos un buen rato descansando en la arena y viendo como la crecida impetuosa del río arrastraba a eso de la una y media troncos, ramas y animales muertos. Nos habíamos salvado casi de milagro.

 Fue un regreso interminable a la vida y la única vez que entramos en el remanso prohibido, el remanso de agua caliente y hedionda, que a la postre nos salvó la vida.

        Nada de eso existe, nada, salvo en mi imaginación 

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