martes, 25 de junio de 2019

Relato 274


                                        Rima

Asiduamente Domingo coge la asna Josefina cada mañana y después de cargar los aperos de labranza se desplaza a pie con la burra al campo, situado a las afueras del pueblo, donde vive desde que nació, una mañana fría de 1952. Va a la Solana, el terreno de un par de hectáreas que le dejaron en herencia sus padres, donde tiene algunos almendros, olivos, nogales y un huerto de hortalizas donde trata de cultiva tomates, pimientos, berenjenas, cebollas, zanahorias y ajos. Además posee una viña y hoy sube para echarle azufre y prevenir el oídio.
        Desgraciadamente para Domingo nunca le ha gustado el campo ni trabajar, pero lo acepta resignado pues se ha hecho mayor y se ha quedado sin ingresos. Hijo único, sus padres, agricultores por tradición, no le dieron oportunidad de elegir ni de recibir estudios, de modo que el hombre creció bastante borrico, pero eso le ha traído siempre sin cuidado, pues Domingo es orgulloso de pura cepa, ya de pequeño apuntaba, y un tipo muy dotado sexualmente al parecer.
         En su momento se hizo famoso en el pueblo por dos dominios: el filosófico y el sexual.
         Intervenía en conversaciones de café con hondura ideológica y hablar pausado "como hacen en la tele los que saben" citando de vez en cuando a Platón y a Cicerón causando la admiración de sus contertulios a quienes dejaba boquiabiertos por su sabiduría, aunque todos sabían que era pura verborrea, un teórico puro, pues en su casa ni se aseaba ni se afeitaba ni limpiaba, comía miserablemente y vivía como Diógenes a quien criticaba.
        En un alarde sofista presumía modestamente de no haber ido nunca a la escuela y se calificaba de ser un autodidacta campestre. No se le conocía trato alguno, salvo con mujeres viudas y acaudaladas, de las que solía vivir cuando era joven pues al parecer Domingo estaba muy dotado por naturaleza y ese era su segundo punto fuerte. Hubo incluso rumores de que también llegó a ir con algún hombre rico y se citaban nombre y apellidos.
         Actualmente se ha descuidado mucho, lleva una vida solitaria, huye de la gente, alejado del bullicio de las tertulias, no frecuenta la taberna ni las salas de juego ni los tugurios de mujeres de mala vida y sus vecinos le consideran un tipo extraño, un cancano inofensivo y holgazán, incapaz de hacer daño a nadie, un miserable, para decirlo breve y un avaro contumaz, pues aseguran posee una enorme riqueza acumulada en algún recóndito lugar de su casa. En el pueblo dicen que vive así, aparentando pobreza, para que no le roben.
         Nadie sabe, sin embargo, su afición a la poesía que le ha nacido de viejo. Le gusta hacer poemas en sus ratos libres en la Solana con palabras sonoras, y buscar rimas novedosas, como doncel con churumbel, asna con tisana, Josefina con femenina y paranoia con zoofilia.

martes, 18 de junio de 2019

Relato 273


                                         Simpatía

Lo que le pasa a él me sucede en ocasiones también a mí. O me sucedía. Le ocurre que hace suyo lo del otro de modo inmediato ya sea agradable o no. Es un hecho evidente, sorpresivo e inesperado. Muy desagradable —dice. A él le enoja, en cambio a mí hasta podría gustarme. Claro que eso de ponerme en el lugar del otro es un sueño que me ocurre pocas veces. O me ocurría. Para él es sesión continua, le basta con ponerse en situación, que se la expliquen, verla con la imaginación para hacérselo propia de inmediato. Y si además se la dramatizan añadiéndole pelos y señales el efecto se acelera. Hasta le cambia la cara y acaba asemejándose a su interlocutor, como una neurona espejo. Si la empatía es ponerse en el lugar del otro sin dejar de ser uno mismo, él deja de ser lo que sea el sí mismo para sentir y vivir lo que le ocurre al otro por un rato. Una transformación extraña. Desconcertante. Le llaman simpatía. A veces le puede durar horas o semanas y volverse un desconocido para su entorno cotidiano. En otras ocasiones, días. Eso le desespera, el no poder ser él mismo casi nunca. O le desesperaba.
Le conocemos por el simpático raro al ignorar en la piel de quien va a enfundarse en cada ocasión. No tengo vida propia —se queja amargamente cuando el personaje que vivifica se lo permite. Suele permitírselo, le van mejor los papeles dramáticos. Da igual lo que le cuenten: lo vive como algo personal, capaz de vivir muchas vidas en una, la suya. Que si un amigo le dice que se ha roto el pie en un accidente de moto, él le escucha atentamente y poco a poco ves cómo él va doblándose del lado del pie quebrado, le empieza a escocer, se rasca como si lo tuviera escayolado y acaba yéndose a la pata coja sintiendo en sí mismo el dolor del otro. Que si tiene ardor de estómago, él también lo sufre. Que si le ha dejado la novia, a él idéntico. A la inversa funciona igualmente, si le cuentan que están muy felices, él se pone al instante feliz. Es como una goleta sometida al viento dominante. Hay que reconocerlo: su vida social es tan extensa que no tiene vida propia, vive la vida de los demás y eso le incomodo profundamente. Él dice que la simpatía le sale sin pensar, que es un sentimiento que no puede evitar, que es su naturaleza humana. Una condena —asegura —,siempre pendiente de lo que le pase al otro, no puedo disponer de tiempo para mí, incluso camuflándome con máscaras y maquillaje me reconocen, no hay manera, y todo el mundo viene a soltarme quejas o bondades para que yo acabe experimentándolas.
Es obvio que ponerse en el lugar del otro tiene sus ventajas e inconvenientes. Por ejemplo, puede saber de primera mano lo que vive el otro. Acrecienta experiencias de vida, sin tener que recorrerlas. Al no estar su yo presente tampoco tiene que preocuparse de sí mismo, pues no hay un yo estable ni permanente ni perturbador.  Con un yo fluctuante, balanceado por la marea del gentío, toma conciencia de diversos modos de vivir, vive la vida de todos en sí mismo menos la suya. En este sentido él la acepta como una desgracia (o la aceptaba) y en cambio a mí me atrae. ¡Qué descansado debe ser olvidarse del propio yo por un rato largo! Era algo que llevaba pidiendo con todas mis fuerzas desde hacía años, pedía ser simpático, poder fusionarme, olvidarme de mí y desaparecer. En vano. Hasta que una tarde él apareció y me dijo que veía moscas negras, en solidaridad con una amiga que tenía esta disfunción visual y me pasé sin proponérmelo la tarde entera viendo puntitos negros como les ocurría a ellos, realmente molesto. ¡Hasta intentaba cazarlas con las manos! A más miraba el cielo más manchas veía. Me acosté preocupado y esperanzado. ¿Me estaría pasando lo que a él? ¿Se me habría concedido el deseo largamente anhelado? ¿Sería un bluf? Por la noche descansé poco y mal, y a la mañana siguiente ya había recuperado la vista sin manchas negras, ¡qué alivio! Esta experiencia me permitió comprender lo que  supone para el enfermo esta dolencia.
Ponerse en el lugar del otro tiene sus ventajas e inconvenientes, cierto. Sin embargo, actualmente mi amigo y yo hemos encontrado un punto intermedio, un equilibrio que nos libera a ambos de las dependencias emocionales: a mí del tirano yo y a él del frenesí de vivir muchas vidas en una menos en la suya.
Ahora somos pareja, nos amamos y estamos juntos el uno con el otro. Él vive mi vida y yo la suya, la compartimos de tal modo que se ha fundido en una sola, en una vida armónica, integradora y en paz consigo misma, donde el voraz mundo no le afecta. Me ha contagiado la simpatía, se me ha concedido por fin el deseo, nos compenetramos hasta tal punto que hemos dejado de ser distintos, nos hemos convertido en un solo ser. 
Cada cual es feliz viviendo en común la vida del otro en la casa de los espejos amándose verdaderamente al no tener que preocuparse del aburrido sí mismo.

martes, 11 de junio de 2019

Relato 272



                                    Sueños

        —¿Te gustaría llevar tus sueños a la realidad?
        —Dios no lo quiera —respondió, velozmente.

martes, 4 de junio de 2019

Relato 271


                                   Mírame

        —¡Mírame!
        —¿Y miró?
        —Ya os he dicho antes que no podía hacerlo, que sería su perdición.
        —También has dicho que... está encerrada en una mazmorra..., tirada en una esquina, llorando...con el pelo desordenado. Que ya está perdida.
        —Sí, perdida, a ella no le queda nada, salvo su dignidad, no puede mirarle, sería su fin. Se siente incapacitada para obedecer a quien tanto sufrimiento le está infringiendo...
        —Si me pongo en su lugar me muero...
        —Y yo... me quedo ciega...
        —Si le mira... igual se convierte en una estatua de piedra...
        —O en una luciérnaga...
        —Eso no puede ser verdad...
       —Ella no puede ceder al deseo de aquel monstruo, ¿lo veis? Sería como caer en la servidumbre más miserable, admitir el horror del mundo, sucumbir, y a estas alturas de la vida nuestra protagonista no tiene ya mucho que perder.
        —Le espera la horca... tal vez si le mirara en señal de respeto se salvaría de la condena...que es arbitraria e injusta...¿no?
        —Así es. Lo que ocurre es que el submundo de las prisiones no funciona así, queridos; ceder la mirada al carcelero es ceder prácticamente la vida. El monstruo sólo quiere humillarla más. Ha poseído su cuerpo repetidas veces, pero no su espíritu, en eso está.
        —Eso es terrible...
        —Pero sucede, hijos...
        —Ved que a ella no le queda más que la dignidad, todo lo demás ha sido violentando...Hasta que no se ha perdido casi todo no se ha perdido casi nada.
        —Pues, vaya... Y cómo sigue...
        —Ella se resiste, mantiene sus párpados cerrados con rabia, no quiere ver a su maltratador, lo que ocurre a su alrededor, demasiado atroz...  
        —¡Mírame y te salvo la vida! ¡vaya dilema! ¿Y si no cumple?
        —¡Quién puede fiarse de un abusador con porra!
        —¿Vosotros qué haríais?
        —No sé, yo quizás abriría un poco un ojo para ver si dice la verdad y complacerle.
        —Yo me desmayaría.
        —Yo lucharía, le golpearía con mis manos todo lo que pudiera.
        —Yo rezaría.
        —¿Qué hizo ella?
        —Acabaros la sopa y os lo explico.
        —Venga, Tito, cuéntanos...
        —Enloqueció, antes de arrancarse los ojos lo degolló a dentelladas.