Mírame
—¡Mírame!
—¿Y miró?
—Ya os he dicho antes que no podía
hacerlo, que sería su perdición.
—También has dicho que... está encerrada
en una mazmorra..., tirada en una esquina, llorando...con el pelo desordenado. Que
ya está perdida.
—Sí, perdida, a ella no le queda nada,
salvo su dignidad, no puede mirarle, sería su fin. Se siente incapacitada para
obedecer a quien tanto sufrimiento le está infringiendo...
—Si me pongo en su lugar me muero...
—Y yo... me quedo ciega...
—Si le mira... igual se convierte en una
estatua de piedra...
—O en una luciérnaga...
—Eso no puede ser verdad...
—Ella
no puede ceder al deseo de aquel monstruo, ¿lo veis? Sería como caer en la
servidumbre más miserable, admitir el horror del mundo, sucumbir, y a estas
alturas de la vida nuestra protagonista no tiene ya mucho que perder.
—Le espera la horca... tal vez si le
mirara en señal de respeto se salvaría de la condena...que es arbitraria e
injusta...¿no?
—Así es. Lo que ocurre es que el submundo
de las prisiones no funciona así, queridos; ceder la mirada al carcelero es
ceder prácticamente la vida. El monstruo sólo quiere humillarla más. Ha poseído
su cuerpo repetidas veces, pero no su espíritu, en eso está.
—Eso es terrible...
—Pero sucede, hijos...
—Ved que a ella no le queda más que la
dignidad, todo lo demás ha sido violentando...Hasta que no se ha perdido casi
todo no se ha perdido casi nada.
—Pues, vaya... Y cómo sigue...
—Ella se resiste, mantiene sus párpados
cerrados con rabia, no quiere ver a su maltratador, lo que ocurre a su
alrededor, demasiado atroz...
—¡Mírame y te salvo la vida! ¡vaya
dilema! ¿Y si no cumple?
—¡Quién puede fiarse de un abusador con
porra!
—¿Vosotros qué haríais?
—No sé, yo quizás abriría un poco un ojo
para ver si dice la verdad y complacerle.
—Yo me desmayaría.
—Yo lucharía, le golpearía con mis manos
todo lo que pudiera.
—Yo rezaría.
—¿Qué hizo ella?
—Acabaros la sopa y os lo explico.
—Venga, Tito, cuéntanos...
—Enloqueció, antes de arrancarse los
ojos lo degolló a dentelladas.
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