martes, 26 de abril de 2016

Relato 109

                                       Despidos

"Donde las cruces, ahora los Despidos, esos aparatitos digitales con pantalla táctil que funcionan con la yema del dedo corazón, cargándolo a la cuenta del usuario, de cualquiera que quiera utilizarlos, al ser de acceso público. Se han puesto de moda en los cementerios de mayor renombre en los últimos años, formando incluso parte de itinerarios turísticos de carácter cultural, y son sin la menor duda el complemento ideal a la hora de recordar el video que el difunto, famoso o no, dirigió expresamente como legado de su vida al mundo antes de morir. Estos minúsculos artilugios pueden almacenar hasta treinta minuotos de imagen y audio, son sumamente decorativos, elegantes y discretos al ser del mismo color que el mármol de la lápida y van protegidos de la intemperie con un generoso tejadito de pizarra sintética que por convención es siempre de color oscuro. Se presentan en diferentes modelos y colores ya para inhumación o incineración." (Extraído tal cual del catálogo de la empresa Despididas S.L., con su permiso).   
       

        Bienvenidos a mi Despido. Quienquiera que seas, gracias. Gracias por haber pulsado la pantalla táctil y contribuir de este modo al mantenimiento de este nicho. El simple hecho que lo hayas pulsado significa que tú estás vivo y yo estoy muerto y que eres una persona fisgona, dedicada al entretenimiento social más antiguo, amable y sano del mundo. El video que ves lo grabé para ti un tiempo antes de irme de tu mundo (perdona que no sea preciso) en abril de 2043. Para que me veas, me oigas, sepas lo que pienso y siento, dé fe de que he vivido y me recuerdes, quienquiera que seas tú, fisgón del futuro. La banda musical que escucharás a partir de ahora es de Rodgers & Hammerstein y su maravillosa obra el vals del carrusel, mi música preferida en vida y muerte, ideal para este Despido, cuidadosamente elegida por mí. Tengo noventa años, así me ves de arrugadito, con algunos achaques, pero sano porque cuidarme ha sido siempre una responsabilidad mía, no de los médicos y he de confesarte ante todo que he pasado por la vida de puntillas, haciendo poco ruido y muchas nueces y alejado de las multitudes que me han asustado siempre. Tal vez estés interesado en mí porque hace treinta años inventé los Despidos (marca registrada) y es cierto. Junto a mis hermanos creamos la empresa Despididas S.L. (hoy internacional, dirigida por mis nietos) y fue con nuestro padre (aquí al lado, supongo) con quien estrenamos los Despidos que luego se extendieron por buena parte de los cementerios del mundo. He desconfiado de mucha gente: de los políticos, de los salvadores, de los que hablan sin parar, de las iglesias, de los melindrosos y dioses, de las creencias y dogmas establecidos, de los líderes y de los agoreros, también de la ciencia, y he confiado más en mi intuición, en mi divinidad interior y en mi independencia. Hasta los sesenta años viví con miedo, apabullado por una sociedad que se me antojaba enferma y violenta, retraído, le decía timidez, tal vez orgullo que malinterpreté, incluso pensé en hacerme ermitaño y alejarme de ese mundo que no entendía, pero luego me sacudí ese yugo de encima y me sobrepuse a los acontecimientos. La enfermedad degenerativa de mi padre y todo el proceso hasta su muerte que viví en directo y en primera línea supuso para mí una inflexión y me curtió para descubrir una fuerza interior que menoscababa y pude manifestarla e influir en el mundo. Pensando en mi padre y en honrar su memoria futura surgieron de modo natural los Despidos, este ingenio digital por el que me estáis viendo y escuchando. Siempre he sido un poco filósofo (como todos, creedme) y me he guiado por mis convicciones internas. Sabed que no hay diferencia entre el mundo interior y exterior, lo que creo es lo que veo, lo que no creo ni lo veo ni existe para mí. Os aseguro que no ha sucedido nada en mi vida que no haya pedido aunque fuera inconscientemente y que soy el único responsable de las decisiones de mi vida. Quejarse carece de sentido. De lo que decimos bueno y de lo malo. En realidad ni lo uno ni lo otro existen, son sólo experiencias para madurar, el mundo en sí es neutro, es según como lo interpreta cada cual. Eso lo creo firmemente, lo he experimentado y es en lo me he apoyado en mi día a día. La vida para mí ha sido un aprendizaje continuo, un gradual despertar de conciencia, el tránsito perpetuo de la ignorancia a la concienciación y espero que el proceso no se detenga con mi muerte (lo espero de veras). Jamás he poseído nada sustancial, ni la fábrica, ni un coche, ni una casa, ni una esposa ni hijos, las posesiones atan al propietario y son banales y circunstanciales. ¿Cómo vamos a poseer algo de un planeta que nos es dado? La especulación es un invento humano, un negocio. Durante mucho tiempo viví con miedo. Un miedo a la sociedad, al triunfo, a las relaciones, al fracaso, al daño físico, a todo, pero no es saludable para nadie. Ni para ti. De pequeño me enseñaron que el mundo era peligroso, que había que protegerse, que habían gente mala, que la policía era necesaria, los políticos necesarios, las corporaciones necesarias, todos necesarios para tutelar mi vida y protegerme. Nada de esto es cierto, creedme, son pamplinas, en realidad me encarcelaban. Confiad en vosotros mismos, esto basta, no os dejéis engatusar, vivid cerca de vuestro ser interior y sonreíd siempre. No me creáis, experimentadlo. Todos tenemos las mismas cualidades y defectos repartidos en proporciones diferentes, nada más. Cualquiera puede conmoverse, cualquiera puede trabajar en equipo y ser solidario, cualquiera, proponérselo y asombraros, no os dejéis engañar. La Humanidad ha llegado hasta aquí gracias a que los colaboradores han superado en número a los destructores y así ha de seguir. Todas estas aseguradores buscan su propia seguridad, forman parte del engaño colectivo. Usan el dinero como moneda de cambio para secuestrar nuestras vidas y talentos. De eso me di cuenta hace treinta años, cuando me liberé. Mi esposa me acompaña desde hace setenta años, está al otro lado de la cámara. Es la mayor bendición que he tenido y tengo en mi vida. La amo como el primer día, aunque os suene a manido. Si algo os envidio es el sentido del tacto. Me encanta tocar y que me toquen, aún ahora! No conozco otro sentido que me conecte más rápidamente con la actualidad del presente. Tocaros todo lo que podáis, os lo recomiendo. No creo que pueda hacerlo donde esté ahora. Para terminar deciros que la vida es un regalo pero que también lo es la muerte. Una y otra van de la mano en la eternidad del instante. Muchas gracias por haber llegado hasta aquí. Si introducís otra moneda podréis ver la segunda parte de este Despido. Gracias.       

martes, 19 de abril de 2016

Relato 108

                                             6,30

Abelardo mira a través de la ventana del dormitorio y observa que los canelones de desagüe que dan a la calle vuelven a escupir agua. Perezoso bosteza, se refriega los ojos, y casi imperceptiblemente murmura: “Dios mío, otro día de interminable lluvia.”  De camino al baño desconecta del todo el despertador, que le ha despertado puntual como cada día a las 6,30 y hace una genuflexión al crucifijo de encima de la cama. En el espejo ve un rostro ojeroso, de cabello revuelto, con una nariz —la suya— prominente y curvada como la ala de un Concorde y se rasca la coronilla cada vez más extensa. A ver que nos depara el día —comenta— mientras orina.
         Isabela, con los ojos húmedos, contempla caer la lluvia desde la habitación 608 del hospital de la Vall d’Hebrón y piensa que su madre no va a volver a ver nunca más llover. Viva hacía tan sólo unas horas y ahora en el tanatorio, muerta. Mira a través de la ventana, pero sus propias lágrimas le empañan la vista y el cristal se entela de un vaho opaco. Al menos —murmura imperceptible— tiene el consuelo de que la acompañé hasta el final. Aprieta los puños dentro de los bolsillos de la chaqueta negra y de uno de ellos (el de la izquierda)  extrae un pañuelo arrugado con el que se refriega los ojos. Luego limpia el cristal, la lluvia arrecia. Comprueba el reloj, las 6,30.
      Alfonso regresa apresuradamente a Barcelona. Lleva toda la noche conduciendo bajo una lluvia intensa. La recaída inesperada de su suegra le ha cogido lejos, en Granada. Maldice un trabajo que le obliga a estar toda la semana fuera de casa, sin su esposa, sin sus hijos, sin lo que más le importa. Isabela es fuerte, —se repite en voz alta con frecuencia—  pero me necesita, es con ella donde debería estar ahora (y mientras habla golpea el volante con las palmas de ambas manos), sé que la muerte de su madre le supone a Iza un mazazo. Y acelera, acelera peligrosamente. En un cartel luminoso de la autopista de Levante, cerca de su destino, parpadean las 6,30.
          Marcos y Ariadna duermen ajenos a todo drama en casa de Rosana. Su madre les confió haría unos dos días a su tía paterna, porque la abuela estaba malita en el hospital y necesitaba muchos cuidados y mimos —les dijeron—. En sus sueños la abuelita aparece despidiéndose ataviada con su vestido blanco de domingo, saludándoles con la mano y lanzándoles besos al aire. Se remueven en las camitas, y Rosana, sentada en una silla baja de enea, les observa moverse, inquietos. Con lo que la querían, ¿cómo se lo diremos? —se pregunta, en silencio. Por la ventana oye el repiqueteo de la lluvia sobre el alfeizar de zinc. Es temprano, mira el reloj de pulsera, las 6,30.

         Ha sido una noche muy larga para Ricardo. Empezó a beber al atardecer y no lo ha dejado todavía. Anda deambulando por la calle como un sonámbulo, empapado bajo la lluvia con una botella de brandy casi vacía, y trata de quemar con el alcohol los remordimientos. Lleva una gabardina gris que se vuelve marrón bajo la luz amarilla de las farolas, a cuyo trasluz la intensa lluvia se vuelve brillante y reluciente. Por compasión —se repite— lo hice, por compasión. Apura otro trago y como si hablara con una sombra insiste que lo hizo por compasión, pero que no lo volverá a hacer. Llora y sus lágrimas se mezclan con el llover infatigable. Pronto tendrá que volver al turno del hospital, son las 6,30.

martes, 12 de abril de 2016

Relato 107

                                                   Mercedes

El coche de padre está aparcado junto a la acera, delante del parque. Es un Mercedes y está lleno de polvo. Padre siempre quiso tener un Mercedes, no paró hasta conseguirlo. Decía: es buena marca, de prestigio, es un Mercedes Benz. Mi hermana le está limpiando los cristales con un paño que humedece en un cubo lleno de agua enjabonada. La ayudo. Tomo una gamuza amarilla, la remojo y la paso extendiéndola por encima de la capota, froto con esmero, también trapos. Hay mucho polvo. Enjuago la gamuza y los trapos, el agua del cubo queda sucia, lo cojo y me lo llevo al parque. Mi hermana se me queda mirando con los brazos en jarras.
         Busco una fuente, hay niños jugando a pelota, corriendo de aquí para allí, levantando tierra, haciendo ruido. Vacío el agua sucia en la fuente, limpio los trapos y la gamuza, me lo tomo con calma. Un hombre delgado, mayor, se levanta del asiento, alza el brazo derecho y me grita: ¡Eh, Ud.! Lleva un bigotito fino pegado al labio y el pelo escaso, blanco. No se parece a padre, él nunca llevaría un bigote así, jamás llevó barba ni nada. Decía: la cara limpia, como el alma. Le miro, sonrío cortésmente, pero el hombre se enfuruña, sigue con el brazo levantado, con ademán guerrero. Acabo de llenar el cubo, cierro el grifo y sin girarme vuelvo donde el coche. Pero ya no está aparcado, sino encima de un camión.
        Un hombre fornido ata una cinchas sujetando el vehículo a la plataforma. También está mi cuñado, dando instrucciones, acaba de llegar con su coche, le dice algo a mi hermana, me mira, la miro, sigue con los brazos en jarras, qué sucede, ―les pregunto. Mi cuñado me hace un gesto con las manos y dice: se lo llevan al desguace. El hombre fuerte asiente desde arriba con la cabeza, desciende del camión, se frota las manos y se espolsa el mono azul que lleva puesto. Al coche aún le queda mucho polvo y encima del camión reluce como en un escaparate de antigüedades.
        Hay que vaciarlo, digo y sin esperar respuesta subo a la plataforma, abro el maletero del Mercedes y me envuelve un delicioso olor dulzón. Aquello está lleno de recuerdos. Saco un par de mástiles enormes con luces halógenas, los focos que padre ponía para iluminar las cestas por Navidad. Que se vean bien, lo que se ve bien, se vende decía siempre. Mi hermana me ayuda desde abajo a descargarlos. El hombre del camión golpea con el pie el suelo, como una res a punto de embestir, mi cuñado camina de aquí para allí con los brazos cruzados. Por el suelo, arqueadas, revistas de La Confitería, miles, padre colaboraba con artículos y  creaciones artísticas. Las desdoblo, se las paso a mi hermana, las apila en la acera, hace un buen montón. ―Oiga que tengo otros servicios, no puedo esperar más, ―dice el hombre fortachón, rascándose la nariz. También hay una máquina amasadora de cincuenta Kilos, de cuando hacíamos los cruasanes de madrugada. La saco, ¿para qué quieres este armatoste? pregunta mi cuñado. Aún así, me ayuda a descargarla. Asimismo una balanza de platillos, dorada, con todas sus pesas, de kilo, medio, cien gramos, cincuenta, todas, bien ordenadas. Mi hermana sonríe, se le ilumina el rostro, me la quedaré yo dice. En el fondo del maletero una caja de madera, rectangular con tapa, rancia, aún con turrones completamente secos, huelen a dulce. También hay rodillos de aplanar la masa, varios, el más grueso, de padre, y el más pequeño, el que había sido mío.

         El camionero da un grito y dice que no se puede esperar más, que tiene que irse a la voz de ¡ya! Mi cuñado le respalda asintiendo con la cabeza. Bajo del camión a regañadientes, con el rodillo pequeño, éste me lo quedo yo digo se puede ir. El hombre corpulento sonríe, se frota las manos, extiende unos albaranes, mi cuñado los firma, se queda una copias. El camión se va cargado con el Mercedes, le perdemos de vista en una esquina, oigo el griterío de los niños del parque, la mirada se nos pierde en la lejanía. Luego, me llevo el rodillo a la fuente, me lavo la cara, me mojo empapándome los cabellos y me restriego los ojos. Los niños alborotan en derredor, voy al banco donde está el hombre del bigotito fino y le atizo con el rodillo en medio de la cabeza. El tipo se ladea en el asiento, de un orificio pequeño le mana sangre, me alejo, lo niños siguen con la pelota, les regalo el rodillo, juegan a amasar la tierra, distraídos. Por el rabillo del ojo veo que alguien levanta el brazo hacia mí, sigo caminado sin mirar atrás, voy mojándome, me chorrea el cabello, me moja la cara, el cuello, los ojos, el cuerpo entero.          

martes, 5 de abril de 2016

Relato 106

                                            Oferta

Debía tener tres o cuatro años menos que yo, calculo que unos treinta y cinco, y me dijo que era del Círculo de lectores y que estaba promocionado una oferta muy interesante, pues si me hacía socio me ofrecían de regalo no sé qué.
         Hablaba y hablaba con su acento claramente argentino, pero pronto dejé de escucharla. Era una mujer delgada, menuda y dicharachera que llevaba el cabello sujeto con una cola de caballo y unos pendientes azabaches que oscilaban de un lado a otro mientras me iba explicando las grandes ventajas de la oferta. Vestía un suéter oscuro, de manga larga y cuello alto y por encima le pendía una cadenita de plata con un colgante en forma de cruz. Llevaba tejanos ajustados y botines con un poco de talón, no demasiado. Desde luego era más bajita que yo, pero tampoco mucho más. Sus pómulos eran muy pronunciados, con unas arrugas de expresión que terminaban justo en la comisura de los labios y hablaba y hablaba sin parar y sin dejar de agitar la carpeta con papeles que llevaba en su mano izquierda al tiempo que pulsaba  y despulsaba el bolígrafo Bic de su mano derecha. Tenía los ojos pequeños y le brillaban, me fijé que apenas llevaba maquillaje, tal vez un poco en los labios, pero tampoco podría asegurarlo. En esto estaba cuando, inesperadamente, dejó de hablar.
         Juro que me sorprendió el silencio que de repente se hizo entre nosotros. Entonces la miré en la cara, le volví a mirar sus ojos vivaces, escondidos tras unas pobladas pestañas y torpemente traté de sonreír, pero ella se ruborizó. Entonces me di cuenta que sólo llevaba encima el albornoz, uno de azul que me había regalado mi ex mujer, que iba con el cabello mojado, que había abierto la puerta sin siquiera haber mirado por la mirilla, que todo aquello era muy extraño y yo mismo me sonrojé también.
         —¿Le interesa? —me preguntó.
         —No —le contesté, y cerré la puerta.