martes, 12 de abril de 2016

Relato 107

                                                   Mercedes

El coche de padre está aparcado junto a la acera, delante del parque. Es un Mercedes y está lleno de polvo. Padre siempre quiso tener un Mercedes, no paró hasta conseguirlo. Decía: es buena marca, de prestigio, es un Mercedes Benz. Mi hermana le está limpiando los cristales con un paño que humedece en un cubo lleno de agua enjabonada. La ayudo. Tomo una gamuza amarilla, la remojo y la paso extendiéndola por encima de la capota, froto con esmero, también trapos. Hay mucho polvo. Enjuago la gamuza y los trapos, el agua del cubo queda sucia, lo cojo y me lo llevo al parque. Mi hermana se me queda mirando con los brazos en jarras.
         Busco una fuente, hay niños jugando a pelota, corriendo de aquí para allí, levantando tierra, haciendo ruido. Vacío el agua sucia en la fuente, limpio los trapos y la gamuza, me lo tomo con calma. Un hombre delgado, mayor, se levanta del asiento, alza el brazo derecho y me grita: ¡Eh, Ud.! Lleva un bigotito fino pegado al labio y el pelo escaso, blanco. No se parece a padre, él nunca llevaría un bigote así, jamás llevó barba ni nada. Decía: la cara limpia, como el alma. Le miro, sonrío cortésmente, pero el hombre se enfuruña, sigue con el brazo levantado, con ademán guerrero. Acabo de llenar el cubo, cierro el grifo y sin girarme vuelvo donde el coche. Pero ya no está aparcado, sino encima de un camión.
        Un hombre fornido ata una cinchas sujetando el vehículo a la plataforma. También está mi cuñado, dando instrucciones, acaba de llegar con su coche, le dice algo a mi hermana, me mira, la miro, sigue con los brazos en jarras, qué sucede, ―les pregunto. Mi cuñado me hace un gesto con las manos y dice: se lo llevan al desguace. El hombre fuerte asiente desde arriba con la cabeza, desciende del camión, se frota las manos y se espolsa el mono azul que lleva puesto. Al coche aún le queda mucho polvo y encima del camión reluce como en un escaparate de antigüedades.
        Hay que vaciarlo, digo y sin esperar respuesta subo a la plataforma, abro el maletero del Mercedes y me envuelve un delicioso olor dulzón. Aquello está lleno de recuerdos. Saco un par de mástiles enormes con luces halógenas, los focos que padre ponía para iluminar las cestas por Navidad. Que se vean bien, lo que se ve bien, se vende decía siempre. Mi hermana me ayuda desde abajo a descargarlos. El hombre del camión golpea con el pie el suelo, como una res a punto de embestir, mi cuñado camina de aquí para allí con los brazos cruzados. Por el suelo, arqueadas, revistas de La Confitería, miles, padre colaboraba con artículos y  creaciones artísticas. Las desdoblo, se las paso a mi hermana, las apila en la acera, hace un buen montón. ―Oiga que tengo otros servicios, no puedo esperar más, ―dice el hombre fortachón, rascándose la nariz. También hay una máquina amasadora de cincuenta Kilos, de cuando hacíamos los cruasanes de madrugada. La saco, ¿para qué quieres este armatoste? pregunta mi cuñado. Aún así, me ayuda a descargarla. Asimismo una balanza de platillos, dorada, con todas sus pesas, de kilo, medio, cien gramos, cincuenta, todas, bien ordenadas. Mi hermana sonríe, se le ilumina el rostro, me la quedaré yo dice. En el fondo del maletero una caja de madera, rectangular con tapa, rancia, aún con turrones completamente secos, huelen a dulce. También hay rodillos de aplanar la masa, varios, el más grueso, de padre, y el más pequeño, el que había sido mío.

         El camionero da un grito y dice que no se puede esperar más, que tiene que irse a la voz de ¡ya! Mi cuñado le respalda asintiendo con la cabeza. Bajo del camión a regañadientes, con el rodillo pequeño, éste me lo quedo yo digo se puede ir. El hombre corpulento sonríe, se frota las manos, extiende unos albaranes, mi cuñado los firma, se queda una copias. El camión se va cargado con el Mercedes, le perdemos de vista en una esquina, oigo el griterío de los niños del parque, la mirada se nos pierde en la lejanía. Luego, me llevo el rodillo a la fuente, me lavo la cara, me mojo empapándome los cabellos y me restriego los ojos. Los niños alborotan en derredor, voy al banco donde está el hombre del bigotito fino y le atizo con el rodillo en medio de la cabeza. El tipo se ladea en el asiento, de un orificio pequeño le mana sangre, me alejo, lo niños siguen con la pelota, les regalo el rodillo, juegan a amasar la tierra, distraídos. Por el rabillo del ojo veo que alguien levanta el brazo hacia mí, sigo caminado sin mirar atrás, voy mojándome, me chorrea el cabello, me moja la cara, el cuello, los ojos, el cuerpo entero.          

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