6,30
Abelardo
mira a través de la ventana del dormitorio y observa que los canelones de
desagüe que dan a la calle vuelven a escupir agua. Perezoso bosteza, se
refriega los ojos, y casi imperceptiblemente murmura: “Dios mío, otro día de interminable
lluvia.” De camino al baño desconecta
del todo el despertador, que le ha despertado puntual como cada día a las 6,30
y hace una genuflexión al crucifijo de encima de la cama. En el espejo ve un
rostro ojeroso, de cabello revuelto, con una nariz —la suya— prominente y
curvada como la ala de un Concorde y se rasca la coronilla cada vez más
extensa. A ver que nos depara el día —comenta— mientras orina.
Isabela, con los ojos húmedos,
contempla caer la lluvia desde la habitación 608 del hospital de la Vall
d’Hebrón y piensa que su madre no va a volver a ver nunca más llover. Viva
hacía tan sólo unas horas y ahora en el tanatorio, muerta. Mira a través de la
ventana, pero sus propias lágrimas le empañan la vista y el cristal se entela
de un vaho opaco. Al menos —murmura imperceptible— tiene el consuelo de que la
acompañé hasta el final. Aprieta los puños dentro de los bolsillos de la
chaqueta negra y de uno de ellos (el de la izquierda) extrae un pañuelo arrugado con el que se
refriega los ojos. Luego limpia el cristal, la lluvia arrecia. Comprueba el
reloj, las 6,30.
Alfonso regresa apresuradamente a
Barcelona. Lleva toda la noche conduciendo bajo una lluvia intensa. La recaída
inesperada de su suegra le ha cogido lejos, en Granada. Maldice un trabajo que
le obliga a estar toda la semana fuera de casa, sin su esposa, sin sus hijos,
sin lo que más le importa. Isabela es fuerte, —se repite en voz alta con
frecuencia— pero me necesita, es con
ella donde debería estar ahora (y mientras habla golpea el volante con las palmas
de ambas manos), sé que la muerte de su madre le supone a Iza un mazazo. Y
acelera, acelera peligrosamente. En un cartel luminoso de la autopista de
Levante, cerca de su destino, parpadean las 6,30.
Marcos y Ariadna duermen ajenos a
todo drama en casa de Rosana. Su madre les confió haría unos dos días a su tía
paterna, porque la abuela estaba malita en el hospital y necesitaba muchos
cuidados y mimos —les dijeron—. En sus sueños la abuelita aparece despidiéndose
ataviada con su vestido blanco de domingo, saludándoles con la mano y lanzándoles
besos al aire. Se remueven en las camitas, y Rosana, sentada en una silla baja
de enea, les observa moverse, inquietos. Con lo que la querían, ¿cómo se lo
diremos? —se pregunta, en silencio. Por la ventana oye el repiqueteo de la
lluvia sobre el alfeizar de zinc. Es temprano, mira el reloj de pulsera, las
6,30.
Ha sido una noche muy larga para
Ricardo. Empezó a beber al atardecer y no lo ha dejado todavía. Anda
deambulando por la calle como un sonámbulo, empapado bajo la lluvia con una botella
de brandy casi vacía, y trata de quemar con el alcohol los remordimientos.
Lleva una gabardina gris que se vuelve marrón bajo la luz amarilla de las
farolas, a cuyo trasluz la intensa lluvia se vuelve brillante y reluciente. Por
compasión —se repite— lo hice, por compasión. Apura otro trago y como si
hablara con una sombra insiste que lo hizo por compasión, pero que no lo
volverá a hacer. Llora y sus lágrimas se mezclan con el llover infatigable.
Pronto tendrá que volver al turno del hospital, son las 6,30.
canelón o canalón???
ResponderEliminarA parte de esa duda, me ha parecido muy interesante
Celebro verte por aquí, Concha, todo un privilegio. Tu observación es muy atinada. Canalón y canelón son sinónimos según la RAE cuando se trata de "un conducto que recibe y vierte agua de los tejados", como sucede en este texto. Muchas gracias por tu aportación y recuerdos cordiales. F.X.
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