Maletas
Eugenia,
la nueva, permanecía callada, medio sentada en una de las ocho sillas de cojín
violeta ocupadas por mujeres y dispuestas en círculo en el centro de la sala principal
de La nostra illa, en el barrio de Gracia de Barcelona.
Todas la miraban, todas querían
ayudarla, animarla, espabilarla.
—Haz la maleta, déjalo. Pon sólo lo
imprescindible, no hace falta más. Tenemos experiencia. No puedes seguir así,
te destruirá...
Una de las presentes, amiga de Eugenia,
le había aconsejado ir a esa sesión de soporte y Eugenia había aceptado a
regañadientes. Su amiga, que le había dicho que si aceptaba los hechos daría el
primer paso para el cambio a mejor, se sentía satisfecha. Eugenia se había
presentado al Centro.
—Las denuncias sirven de poco, él no va
a cambiar. Apodérate...
Eugenia estaba allí, es cierto, pero
ausente. Las manos, agarrotadas, sujetando el asiento, la mirada perdida hacia
un parquet desgastado y viejo, el rostro veteado de costras, el pelo, revuelto,
las cejas, deshechas, los pómulos, vencidos, la ropa a jirones, en especial la
camiseta, una con festones rosas que decía: RESPÉTAME.
—Puedes quedarte aquí unos días... hasta
que te recuperes y te sientas mejor. Te dejaremos ropa..., lo que necesites...
Sonaba la música acuática de Haendel,
majestuosa y relajada, una de las preferidas de Eugenia, cosa de su amiga,
seguramente, pero Eugenia no la oía, apresada en el cuerpo de dolor, absorta en
su mundo interior.
—Ahora lo ves todo negro, pero hay luz
al final del túnel, hay solución...
Eugenia apenas levantaba la cabeza y
reseguía con la mirada las vetas agrietadas del suelo, le parecían arrugas del
tiempo, lloriqueaba como una niña herida, hipaba, se sonaba la nariz. A su
alrededor pañuelos de papel arrugados flotaban en el parquet como ánades
semihundidos.
—Tenemos abogadas, no te preocupes por
el dinero, saldrás adelante... El sol de
las primeras horas de la tarde y una ligera brisa se colaban por el ventanal de
aluminio blanco y dibujaban en el parquet sombras chinescas con la cortina
batiente, sombras que bailaban y se escondían en las esquinas de la sala.
Eugenia, que las perseguía con la mirada, tiritaba y se estremecía.
—Ten, chiquilla, ponte este jersey,
estás temblando.
Eugenia hizo un gesto de agradecimiento,
se puso el jersey por encima, levantó un poco el rostro, todas la miraron,
rehuyó las miradas, le parecían acusatorias, se sentía observada, perseguida,
culpable.
—No tienes la culpa de nada, chiquilla,
estamos contigo, dinos algo...
Eugenia se fijaba en las hormiguitas que
caminaban por el zócalo, eran muy pequeñas, una detrás de otra, inseguras, a
veces daban vueltas sobre sí mismas y reemprendían el camino batiendo las
antenas. En otras circunstancias Eugenia las hubiera seguido para encontrar el
hormiguero y fumigarlo.
—Yo salí con lo puesto, con el camisón y
las bragas en la mano, sin maleta, ni llaves, ni nada...
Eugenia sonrió levemente el gracejo de
la rubia oxigenada y se sonó una vez más la nariz. Había aflojado la tensión en
manos y cuello. Se alisó el cabello hacia atrás con los dedos y se frotó los
ojos varias veces seguidas. El parquet se encendió de luz en una bocanada de
sol limpio.
—No tengas miedo y no te preocupes por
la maleta, te acompañaremos a casa, aquí tenemos muchas. Aquella habitación
está llena de maletas usadas, ya vacías y olvidadas, de maletas que superaron
el maleficio machista.
—Gracias —acertó a musitar Eugenia antes
de desmayarse.