Campanero
Cada mañana a eso de las ocho, puntual como una campana,
pasaba por delante de mi casa Don Venancio montando una escandalera con sus
perritos Trolo y Triqui, sus pelotitas de goma y su vozarrón de labriego
saludando entusiástico a quien se encontrara en el paseo marítimo, incluso a
los pescadores alejados del espigón. Lo que fuera por soltar la milonga con
cualquiera echando vozarrones.
“¿Cómo va hoy la pesca? Claro, claro, pronto no habrá
peces ni en la mar, acaban con todo.” Y chasqueaba los dedos y se reía por
debajo del bigote… o “Buenos días, tenga usted, voy a ver si sigue el mar por
ahí…u Hoy tenemos niebla, válgame Dios, a ver si despeja… o parece que va a
llover, esos nubarrones no pintan nada bien, llevo el paraguas por si las
moscas… o está picada la mar, ¿verdad? A quién habrán cabreado esos políticos
de mierda… o han pintado unos grafitis en el murete, al otro lado de la riera,
no tienen vergüenza, a porrazos iría tras esos pillastres, con la lengua les
haría limpiar las paredes, jodidos… habrase visto… o Triqui está malita, la
tengo a régimen, alguna porquería se comió ayer, en fin, qué le vamos a hacer,
la vida sigue, ¿verdad?”
A veces hacía parar a quien pasaba haciendo jogging para
comentarle: “parece que viene fresco el día hoy, ¿verdad?” Y rápido continuaba:
“Vaya, vaya, no le entretengo que usted tiene prisa…” Y el corredor le sonreía
con extrañeza, se secaba el sudor y seguía sin detener la zancada.Sin embargo,
con quien más chillaba era con otros paseantes de perros, ahí sí estaba en su
salsa, ahí sí se entretenía y arreglaba el mundo generalmente ante el portal de
mi dormitorio: “hay que seguir, eso son cuatro días, apruebas lo que ha hecho
Rajoy, a mí me parece bien, hay que ser duro con los rebeldes.Y que lo digas,
amigo, y que lo digas. Hay que reírse, qué sino qué has de hacer, es lo que
toca, a la nuestra edad, jodidos…”
A Don Venancio, con quien no hablé nunca, (cuando a las
ocho de la tarde le veía hacer la misma ronda perruna, yo solía girar la cabeza
para que no me saludara, pues él saludaba a todo bicho viviente, pero yo le
evitaba, me producía repelús), a Don Venancio, digo, yo le llamaba el
campanero, por su costumbre de pasear a Trolo y Triqui a la misma hora de la
mañana ( y de la tarde) todos los días, dándole igual fuera o no festivo, despertando
a todoquisqui durmiente.
Se encarnecía especialmente ante el portal de mi casa donde
repetía una y otra vez el mismo ritual: se pasaba la dichosa pelotita de una
mano a otra durante un rato, a veces minutos, los perritos no paraban de
mirarla ni de ladrar sin descanso dando vueltas como posesos alrededor de Don
Campanero, que sonreía bajo su bigote y cuando les veía flaquear aceleraba el
peloteo de mano a mano y al cabo de poco echaba la jodida pelotita lo más lejos
que podía con su brazo derecho y los perritos (Yorkshires o así) corrían tras
ella como locos de contento a traérsela a sus pies y ahí se quedaban, mirándole
a él, oliéndole lo zapatos, mordisqueando los cordones, esperando que cogiera
la pelotilla del suelo y reiniciara el ritual de cada mañana.
Oler los zapatos era lo que Trolo y Triqui hacían cuando
Don Campanero se detenía a dar la parrafada con algún incauto y también olían
con fruición los culos de los otros perros paseantes; todo ello, amenizado a
toda voz estruendosa con constantes “¡Triqui, cállate!,Trolo, ¡estate quieto!
¡Parad, por favor, ya vamos!” Formaban parte del juego de cada mañana. Para
recoger los excrementos (Don Campanero era muy exigente, a veces había colgado
carteles en las farolas del paseo sujetos con celo que decían: recoge la mierda
de tus perros que es tuya.) para recoger, digo, los excrementos de sus perritos
no llevaba bolsa de plástico, sino cuadraditos de papel del diario ABC,
convenientemente recortados.
Su
vestimenta era peculiar, la misma camisa blanca cada semana y el mismo pantalón
cada mes. Tenía andares de torero y venteaba los brazos de un lado a otro como
si fuera un vendaval. El sombrero de paja en verano era un clásico y de fieltro
en invierno. A veces el pantalón de pana no se lo quitaba hasta bien entrada la
primavera y solía llevar un gabán a cuadros grises y rojos y guantes de piel
marrón con al que lanzaba las dichosas pelotitas. Vivía en unos bajos de una
casita cercana al muelle, a primera línea de mar.
Maldije a
Don Campanero infinidad de veces desde la cama, ya está aquí el trueno de cada
mañana, farfullaba, no podía seguir durmiendo, me desvelaba desde el otro lado
de la ventana cerrada, donde él proclamaba su espacio de libertad. He de
confesar que respiré aliviado cuando una tarde le vi sentado en un banco del
paseo visiblemente desmejorado, había adelgazado mucho, el pantalón desvencijado
le sobraba, la camisa no era blanca y llevaba unos tubitos transparentes que le
entraban por la nariz y, eso sí, hablaba sin parar. Sus dos compinches perrunos
yacían quietos a sus pies.
Y ahora que va
para tres años que no pasa, válgame Dios, hasta le encuentro a faltar. Don
Campanero me sigue despertando cada mañana a eso de las ocho.