martes, 6 de junio de 2017

Relato 167


                                     Petición

         —Buenas noches, amor, buenas noches —le dije, y le cerré cuidadosamente los párpados color canela con la mano plana como tantas veces había visto en las películas del Oeste, cuando fallecía baleado algún amigo del sheriff.
          Acababa de morir mi esposa.
          Un instante antes le había susurrado en el oído:
          —te amo Julia, te amo y te amaré allí donde estés.
         También le concedí mi permiso:
         —Puedes irte en paz, ya nos las arreglaremos.
         Le acongojaba dejarme solo con los niños a medio crecer. Ya bastantes molestias te estoy causando, Carlos— repetía sin cesar, cuando aún mantenía la conciencia y sus últimas palabras terminaban con un “gracias”. En el momento de morir le adiviné una serena sonrisa de alivio. Sucedió a las diez y cinco de la noche de un lejano trece de junio de 2009 en el hospital de la Sta. Creu de Barcelona. Nunca podré olvidarlo. Una hora antes, a eso de las nueve, le administré el sedante que me había pedido infinidad de veces.
         —Por favor, amor, eso no es vivir, quiero que lo hagas, prefiero morir a continuar en este estado, hazlo—. Carlos le enjuagaba las lágrimas que corrían por sus mejillas blancas y aterciopeladas. Desde el accidente tenía el cuerpo paralizado del cuello para abajo. ¡Maldito coche!  
         Tras el sedante mortífero, Julia, permaneció muy tranquila, me miraba relajada, incluso satisfecha y al principio sonreía. Yo la llenaba de besos y no paraba de acariciarle el cabello y de secar sus lágrimas o las mías con los dedos. Notaba el temblor de mis manos cuando tomaba las suyas inertes, sus labios fríos, su mirada diluyéndose.  Me estremecí cuando me di cuenta de que Julia se estaba yendo, ahora sí, definitivamente y podía sentir su respiración que se entrecortaba, tosía, jadeaba. Hubiera querido detener el tiempo en aquel instante, colmarla de ternura, arrullarla, retenerla. No pude. Impotente vi como se le escurrían los últimos segundos de vida, y en sus ojos que se entreabrían y parpadeaban acelerados, vi reflejada mi propia angustia y desespero. No puedo olvidarlo. No podré. Su sonrisa dulce, casi beatífica, me dio coraje. Acomodé su cabeza entre mis manos, le di cobijo acercándola a mi regazo, en silencio y con toda la fuerza de mi corazón, le hice saber que la amaba, que estaría con ella, que protegería a nuestros hijos y que guardaríamos respeto por su memoria. Murió en mis brazos, mientras la besaba, con una medio sonrisa dibujada en los labios tras su lacónico gracias.
         —Buenas noches, amor, buenas noches— le dije y le cerré los párpados color canela cuidadosamente mientras la abrazaba. Ella también temblaba, lo juro.
         Luego saltó la alarma del monitor a la que estaba conectada Julia y vino una enfermera y un médico y en seguida otro y otro y otro, cada vez de más rango y me hicieron preguntas y preguntas y más preguntas y yo en silencio lloraba su pérdida, sin que pudiera decirles nada. Absolutamente nada.
         Su cabeza bullía. Empezó a darle vueltas a los últimos acontecimientos: a la petición de muerte que su esposa le había casi exigido y recordó cómo se había negado en redondo al principio. Y las veces, las muchas veces que Carlos rehusó satisfacer esta demanda de Julia, a sus negaciones y reproches, a su mirada angustiada, a su reclamo de clemencia y se acordó de cuando le decía: —Por favor, Carlos, por lo que más quieres, hazlo por mí—, con su carita de inacabable ternura e  irremediable invalidez, y las dudas que le asaltaron al cabo de un tiempo, y de cómo fue poco a poco ablandándose y cambiando de parecer porqué amaba a Julia y la respetaba por encima de  todo, y de cómo fue fraguando una muerte asistida, él que no sabía ni donde dirigirse para localizar una pócima, ni buscar el momento y la ocasión para administrarle a escondidas de los médicos, una inyección de cicuta diluida, (le proporcionó su amigo, el herbolario, eso será eficaz — le dijo) la misma que le había subministrado hacía poco más de una hora, y que le iban a condenar por ello. Repasó mentalmente las dificultades que habían tenido que superar juntos, sin consejo médico, solos, ella atrapada a la vida en una cama y él partido en dos entre Julia y los hijos, y la incertidumbre que se les echaba encima. Sabía que en España lo que acababa de hacer estaba penado, ¡qué será de mis hijos, qué será de mí!, pensaba, mientras se sonaba la nariz con descuido y estornudaba. Corría el riesgo serio de pudrirse en la cárcel porque lo condenarían por homicidio con nocturnidad e intencionado. No se arrepentía, lo volvería a hacer y seguramente él mismo, de encontrarse en el caso de Julia, también se lo habría pedido. “¡Qué se puede esperar de una tetraplejía!” —repetía para sí —No había otra solución, ninguna otra”—musitaba, quedamente.
         Para entonces ya habían llegado los Mossos d’Esquadra y le detuvieron ajustándole las esposas a las muñecas. Carlos recayó en la ironía del destino que venía a gastarle una broma macabra con las esposas. No podía quitarse la imagen de su esposa moribunda entre sus brazos. Seguía apesadumbrado y sonándose la nariz con otro de los pañuelos de papel que le había dado una de las enfermeras. La condena fue sin atenuantes, ni siquiera por los hijos, que pasaron a cargo de Gloria, una tía de Julia, y fue de treinta años, revisables a los diez.

         "Sólo han transcurrido ocho años de los treinta y sigo en la cárcel de Quatrecamins, cerca de un pueblo grande llamado Martorell. Gloria trae de vez en cuando a mis hijos a verme a través de este cristal que nos mantiene incomunicados. ¡Han cambiado tanto! Julita, con doce años se parece cada vez a su madre con su piel de color canela y en cuanto a Héctor, con su cabellos rizados, ha salido, y no es por presumir, un clon mío. Aquí encerrado la vida cuesta de pasar y las horas se alargan como en aquellas tardes ociosas del lejano Oeste donde el sheriff se las pasaba sentado ante el porche dormitando con los pies apoyados sobre el banco de turno. Yo, en vez de dormitar, aprovecho para estudiar abogacía y escribir este Diario un rato cada día por la noche, antes de que apaguen las luces. Hoy he empezado antes, después de comer, sabía que iba a alargarme un poco. Ha sido por Gloria. Después de hablar con ella me he puesto a releer lo escrito hace años, necesitaba refrescarlo. Hoy es un día especial —me ha dicho— se están revisando algunas leyes y la eutanasia por petición propia dejará de ser delito, quieren convertirlo en un derecho, un derecho a una muerte digna y seguramente habrá una revisión de tu pena ¡Qué puede que salgas pronto libre, Carlos! —ha exclamado.
         Mi santa Julia me protege desde el Cielo. Gracias.”

A 6 de junio de 2017               celda 211    Quatrecamins (Martorell)


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