martes, 11 de noviembre de 2014

Relato 33

                                         Ventanal

Marta descorre la cortina y abre completamente las dos hojas del gran ventanal que da a la calle; en unos segundos ve el trasiego de la gente, el resplandor del sol circulando sobre el capó de los coches y unas ramitas del Plátano de la acera enredadas entre los hierros forjados del balcón; están casi sin hojas ―susurra. El aire otoñal ladea la cortina y mueve algunos paños que cubren provisionales unas telas inacabadas. La humedad de la mañana la reconforta, un baño de frescura que la hace sentir viva; sonríe, cierra los ojos y se concentra en una respiración profunda y lenta para darse ánimos, hoy es un día especial, piensa, y deja ir todo el aire directamente a la calle.
         ―Conviene airear esto, hijo, el olor de los barnices lo impregna todo. Será sólo un momento.
        Marta comparte el Estudio, una sala amplia y luminosa del Ensanche barcelonés presidida por un gran ventanal, con otras dos pintoras que a estas horas no están. Ha decidido  resolver de una vez por todas la incertidumbre que la consume hablando a solas con su hijo Jacobo, con la excusa de hacerle un retrato.
        ―Gracias por posar, hijo ―le dice, afectuosa.
        ―De nada, madre. ―le contesta él, circunspecto.
         Jacobo, que hoy no tiene clase en la Universidad,  intuye que su madre le ha citado esta mañana para hablar de su supuesta adicción con la excusa de hacerle un retrato y se siente intranquilo, pues aunque ella sea una mujer culta, no sabe cómo se lo va a tomar.
        ―¿Te acuerdas ―le dice Marta, sonriendo, mientras le sitúa sobre la silla del siglo XVI con las piernas cruzadas, las manos en el regazo y el rostro hacia el ventanal ―cuando tu padre te regaló aquel paquete de Ducados?―
        ―Sí, ya lo creo― Jacobo deja que su madre le acomode los brazos en la pose apropiada ―fue por mi cumpleaños, el treceavo; queríais que me fumara un piti ante vosotros, ¡el primero! Qué vergüenza. Pero lo hice, aunque tosí, ¡al negro no estaba acostumbrado!― Ambos se rieron sin ganas.
        ―Me pregunto –le dice Marta mientras le alisa el jersey granate ―si aquello no fue una temeridad por parte nuestra.
        ―No, madre, yo ya había fumado antes ―le contesta Jacobo― todos mis colegas lo hacían por entonces.
        Marta no dice nada, se aproxima al ventanal, lo entorna ligeramente, ―Mejor, ¿verdad?―, quiere entrar en el tema de la droga pero no sabe cómo seguir. ―Sí, madre, menos ruido, menos ventolera, mejor así, gracias.
        ―Bien, ahora estás bien, hijo; no te muevas― Pensativa, va hacia el caballete, mirando el suelo, a pasitos, resigue un hilo de luz que rebota sobre las baldosillas modernistas, busca palabras adecuadas. Finalmente recurre a una frase hecha: ―Pero, hijo, ¡el tabaco mata!
        Jacobo con la mirada hacia el ventanal,  el rostro iluminado y montado sobre la silla del siglo XVI  se siente solemne: ―También la monotonía mata, madre.
         Marta deja de sonreír, toma el óleo montado en un bastidor de 61x50 cm., lo encarama sobre el caballete en posición vertical, lo afianza con un par de pinzas,  mira a su hijo de reojo, lo ve bañado en luz anaranjada, ―¿será ángel, será demonio? –se pregunta, silenciosa. El día que decidió ponerse a pintar rompió su monotonía, se acabó su infierno. Pero ahora tiene enfrente un nuevo averno, el de su hijo drogadicto ¿Cómo es posible?
          ―¡Y las drogas, hijo, y las drogas, esas sí que matan!”―exclama, de improviso.
          ―Bueno, eso depende, madre.
          ―¿ Qué quieres decir, Jacobo? ¿ De qué va a depender?
     ―Pues, del tipo que sean, que hay algunas que están aceptadas legalmente como el tabaco y el alcohol que sí que matan y otras que no.
        ―También las hay de prohibidas ―acorta Marta―¿verdad, hijo?
     ―Sí, claro, están las duras como el caballo o las anfetas que también matan, pero las blandas como la maría o las alucinógenas derivadas de vegetales, no, más bien despiertan.
       En ese momento a Marta lo que la despierta es el fuerte olor del aguarrás que sin querer ha derramado con el pie.
    ―¿Despiertan,?―, mientras frota una bayeta en el suelo,―¿Qué despiertan, hijo?
  ―Los ojos internos, madre. Estas drogas blandas son en verdad herramientas para ver más y mejor.
    ―¿Herramientas para ver más y mejor?― Marta rompe sin querer un carboncillo y toma otro, ―¿Eso es lo que te enseñan en Filosofía, hijo?
     ―Son herramientas ya que por sí solas no hacen nada, no acarrean ningún peligro― Jacobo se rasca la nariz con rapidez y prosigue ―únicamente  nos ayudan a relajar nuestro pensar que se ha vuelto obsesivo y a entrar en contacto con el propio fondo oculto.― Y se queda expectante mirando de reojo a su madre, menuda, oculta tras el caballete.
      ―No te muevas, por favor ―le dice, asomándose tras el cuadro ―estoy situando el centro y las proporciones. No sé, hijo, todo eso que dices, se me antoja como muy peligroso.
     ―Si tú misma, madre, lo has dicho infinidad de veces <dentro de uno mismo se encuentra todo el misterio del Universo.> Es exactamente esto.
     Marta le escucha sorprendida. Está esbozando el perfil de la cara de su hijo en las tres divisiones académicas y de repente  se detiene. ―Pero, qué tiene que ver eso con las drogas, hijo?
   ―Todo y nada. A través de las drogas alucinógenas, madre, se puede acceder fácilmente a dimensiones desconocidas de la propia mente.― Jacobo gesticula con los brazos mientras habla, alterando la pose  ―y conocer directamente una realidad muy diferente a la usual, amplifican la percepción sensorial y potencian todos los sentidos, es, madre -Jacobo parece transfigurado- un enorme ventanal como éste― señalando el de la sala ―hacia la luz interior y exterior, hacia ese misterio que tú dices.
       ―No te muevas, por favor –le espeta Marta, mientras le mira por encima de las gafas buscando verificar en su rostro alguna incerteza: ―¿Me estás diciendo, hijo, que tomas drogas alucinógenas?
    Jacobo aprieta los dientes, suda, le tiemblan las piernas sin poder controlarlas <ha llegado el momento>, piensa, se llena los pulmones de aire y como quien dice “agua va”, suelta: ―Sí, madre, las tomo, de hecho sólo una, tomo ácido lisérgico.
      ―¿Tú sabes en dónde te estás metiendo, te das verdaderamente cuenta del peligro que corres, que está en juego tu vida y la de quienes te queremos?― Marta se atrabanca al hablar, está indignada, atolondrada, no se creía lo que le habían dicho, pero ahora constata que sí, que era cierto, que su hijo andaba con malas compañías, que no iba a terminar bien. Nerviosa, agitando el carboncillo, continua: ―No ves que la calle esta llena de drogadictos sin ninguna posibilidad de sobrevivir, que es un callejón sin salida. ¿te das cuenta, hijo, de lo que estas diciendo?
    ―Sí, madre, no hay riesgo, no temas, no es ninguna huída ni refugio, es una experiencia para crecer como ser humano, tomándolas de manera controlada no me crea ningún tipo de adicción y me permiten descubrir a través de esa apertura sensorial un mundo encendido de vida y color por doquier, dentro y fuera de mí, un mundo que desconocía. Te digo, madre, yo las considero eso, herramientas, para abrir mi corazón y ver la totalidad con los ojos del espíritu. Incluso te las recomiendo, Ma.
    ―¿Me las recomiendas, dices? ―exclama Marta, aún convulsa, con el carboncillo colgándole de los dedos como si lo tuviera posando.
        ―Sí, madre, al fin y al cabo tú eres una artista.
        Marta está desconcertada. Ante su hijo se ve aún más menuda, siente la fuerza de sus palabras, le suenan verdaderas, pero es aprensiva, tiene miedo, duda ―¡Ni que hubieran drogas beneficiosas! ―exclama, convulsa, mientras se le acerca.
        ―Pues sí, madre,― Jacobo se incorpora de su silla siglo XVI y continua ―aunque te resulte extraño. En Antropología está demostrado que en el origen de todas las religiones hay siempre el mismo agente desencadenante: una planta alucinógena.
      ―O sea que, según tú, sería prácticamente como un acto religioso.― Ahora, ambos están muy cerca.
     ―Exacto, madre. Sé que te preocupas por mí.― Jacobo la abraza cariñosamente escondiéndola entre sus fuerte brazos, ―pero no temas, Ma, en el grupo controlamos bien.― Marta lo estrecha contra su pecho, confía en él, lleva veintidós años haciéndolo, es un ángel como ella se imaginaba, <¡qué tontería, mira que dudarlo!>, aunque eso sí, un ángel arriesgado. Un rayo de luz los enmarca abrazados a contraluz en medio de la sala. Aún se respira aguarrás.
        ―Hijo, ¿por qué te arriesgas así?
     Jacobo coge de la mano a su madre y le muestra el gran ventanal:           ―Tengo hambre de saber, no puedo evitarlo, hoy por hoy, Ma, es el único medio que tengo para reconocer la luz que centellea fuera de la caverna.― Jacobo hace una pausa, señala su pecho y continua: ―Puedo acceder aquí, donde nacen mis emociones y reacciones, y aprender a dirigir mi vida con  mayor conciencia.
        ―Fuera de la caverna, dices, ¿cómo el prisionero de Platón?
        ―Sí, madre, la prisión del inconsciente, es la misma prisión.
    ―Qué cosas dices, hijo. Vayámonos a casa.― Marta corre la cortina, llenando el Estudio de penumbra, ―el cuadro lo continuaremos otro día ¡Prometido!
         Mientras se van, ella le comenta: ―Sabes, creo que a mí también puede irme bien descansar un rato de la mente ¿Cuándo puedo probar ese alucine, hijo?

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