martes, 30 de septiembre de 2014

Relato 27

                                             Bando

El verano pasado el pueblo de Rubiascañas, en el bajo Aragón, Teruel, se convirtió de la noche a la mañana en un pueblo fantasma y en un gran misterio para el mundo y para mí.  
     Por un desafortunado azar que ahora no viene a cuento, fui de los primeros en llegar a ese lugar y seguramente debido a ello se me encomendó en mi calidad de inspector investigar las circunstancias que rodeaban las extrañas muertes acaecidas. He de decir, antes de proseguir, que el caso sigue abierto. Los hechos a los que me refiero sucedieron la noche del pasado ocho de agosto, cuando a la mañana siguiente descubrimos que todos los que vivían en ese pueblo estaban muertos sin que mostraran en cambio signo alguno externo de violencia. Bien al contrario, era tal como si estuvieran vivos. Lo que más nos sorprendía (y me sigue sorprendiendo) es que los muertos mantenían la misma pose que cuando les sobrevino la muerte. Así, quien estaba en la taberna tomándose un vino, tenía el brazo levantado, el vaso a tocar los labios, los ojos, abiertos, mirando al techo, el rostro sonrosado, pero obviamente muerto. Igualmente el tabernero, con su delantal apedazado y su bigote, de pie, con ademán gentil y media sonrisa a punto de servir unas olivas negras, también muerto. Y su mujer, a su lado, preparando un bocadillo de chorizo sobre el mostrador, con la aceitera en la mano, seria, tiesa y muerta. A otros clientes, por ejemplo, la muerte les sorprendió sentados. Había cuatro en una mesa, entre ellos el alcalde y el médico, jugando al dominó con la partida ganada por uno (el farmacéutico) que estaba a punto de cerrar a pitos. En otra mesa dos hombres y dos mujeres jugaban al guiñote por parejas, con sus respectivos cafés enfrente y ellos fumando sendas farias, ya apagadas. Uno, sonreía, me acerqué y me fijé que el tipo llevaba un juego excelente y por su actitud (mantenía la mano alzada con un par de cartas de figura del mismo palo) iba a cantar las cuarenta en copas. Estaban estáticos, aparentemente felices, como si fuera una instantánea fotográfica, ajenos a cualquier jaleo y absortos en su pequeño mundo. El único sonido, el de la tele, seguía emitiendo el programa habitual con toda normalidad y salvo por el hecho de que nadie se movía no parecían muertos.
     Examiné las viviendas una a una y encontré algunas mujeres mayores reclinadas en el sofá haciendo, muertas, calceta con el ceño fruncido y la frente, arrugada. Otras, más jóvenes, de pie, en la cocina, preparando algún guiso, aún con la cuchara de madera pegada a los labios; natural sí, pero muerta y el gas butano, acabado. Fuera lo que fuera lo que les provocó la muerte fue muy rápido y no tuvo la precaución de apagar el fuego—pensé.  
     En esta mi primera inspección no toqué nada y me llamó la atención que no viera en todo el pueblo ni un solo animal doméstico, ni vivo ni muerto. Parecían haber desaparecido. Un misterio más a añadir —anoté. También me di cuenta que a casi todas los críos la muerte les sorprendió durmiendo o acostados. Yacían en las camas bien arropaditos, con sus caritas de ángel y no parecían  muertos. En el único cine del pueblo la gente seguía sentada en las butacas, algunos con palomitas a medio meter en la boca, la película rodando sin parar y todos muertos. Las calles, vacías, las puertas, abiertas, las contraventanas golpeando libres, y el ambiente dominado por un hedor dulzón, inexplicable. Era todo muy extraño, como si la mano del diablo hubiera borrado la vida de Rubiascañas de un plumazo.
          Diversas hipótesis científicas han tratado de explicar este fenómeno tan atípico, pero a día de hoy ninguna parece definitiva, para nuestra desgracia.  Hay quien asegura que se produjo un miasma de monóxido de carbono procedente de emanaciones subterráneas del embalse de Cañas, cercano al pueblo, favorecido por el viento de poniente, de modo que en la tarde del domingo ocho de agosto el valle entero quedó invadido por una nube invisible, inodora y tóxica, susceptible de causar la muerte instantánea, sin que nadie se diera cuenta. De ahí se explicaba —aducen— que los cuerpos mantuvieran la compostura debido al súbito rígor mortis. Esta teoría resuelve, además que el fuego de las cocinas se hubiera apagado al faltarles oxígeno. Otra sostiene que lo que se produjo fue una especie de tornado depresor que provocó un bajón en la concentración de oxigeno del aire al trece por ciento debido a la idiosincrasia del valle y que duró lo suficiente para causar la catástrofe, recuperándose luego los niveles. Otros científicos afirman lo contrario, que lo que sucedió fue un episodio puntual de  bajada térmica inusitada alcanzándose los - sesenta grados y  los habitantes del pueblo se quedaron literalmente muertos de frío, congelados, sin poder evitarlo. Cuando las temperaturas se recuperaron el proceso era ya irreversible, (una especie de momificación criónica, alegan). Las cocinas se habrían apagado debido a la congelación de las cañerías. Mediciones de radiactividad sobre el terreno mostraron niveles normales de polonio y otros elementos peligrosos.
     Sin embargo, lo que yo descubrí y probé con análisis de laboratorio es que los efluvios malignos provenían del río Cañazar, uno de los que alimenta el embalse de las Cañas, que a su vez suministraba agua al pueblo que estaba sumamente contaminada por una sustancia tóxica, el Disfenol A, presente en la fabricación de plásticos rígidos. El informe que emití antes de caer enfermo situaba como máximo responsable  de la muerte de todos los habitantes del pueblo de Rubiascañas (ochenta y nueve personas) a la industria Forbabin situada en la cabecera del río Cañazar como causante de la intoxicación por esta sustancia, el Disfenol A, permitida todavía en España. 
     Con todo, no pude determinar el porque se producía una muerte tan rápida y sorprendente. Y en eso estoy. Cuando empecé a tener los primeros signos de rigidez muscular me apartaron del caso, eximiendo por completo de toda responsabilidad a la citada empresa. Sea lo que fuera a día de hoy todavía se desconoce con certeza la causa de semejante mortandad y desde entonces el pueblo está clausurado, prohibido acercarse al valle sin la adecuada vestimenta protectora y únicamente autorizado como vertedero municipal. 
   Somos muchos los que estamos desde entonces afectados de una enfermedad nueva bautizada como síndrome de Rubiascañas caracterizada por una creciente parálisis muscular y cerebral que nos impide llevar a cabo los actos más cotidianos en compañía de los demás. Nos vuelve rígidos y huraños, individualistas y llegamos fácilmente hasta a aborrecer todo contacto y relación humana, siempre pegados al ordenador. 
      Por eso emito desde esta silla de ruedas y a través de un teclado especial este bando público para animar a los internautas a continuar la investigación, a descubrir la verdad, y a castigar al responsable  de esta atropello criminal, sea quien sea, y alcanzar así una definitiva aclaración del trágico caso que nos ocupa y enferma.

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