Oscurece
Sentado en
uno de los bancos centrales de la catedral Juan está solo, aun rodeado de
gente. A Juan, Juan Torres, algo calvo, alguna cana, empleado de banca, no usa
corbata, su mujer le ha dejado hace un rato, se ha ido de su lado, enfadada; y
es que Marta, Marta Gómez, todo un carácter, alta, con el pelo a lo chico,
mucho más joven, en casa desde que nacieron las trillizas, tiene dificultades
para llegar a final de mes. Su marido la ha engañado a propósito, no es la
primera vez, ha triplicado el presupuesto inicial para el viaje sin contar con
ella y eso le resulta imperdonable. Juan lo ha hecho por ella, por volver
juntos a Mallorca, después de tantos años, volver juntos, sin las niñas, era un
sueño que bien se merecía ese pequeño engaño.
Se le ve triste, ¡pobre Juan!, ahí
sentado en medio del templo, abarquillado como los contrafuertes que le sitian.
Desconcertado, menea la cabeza, negando, es cierto, la bofetada no se la
esperaba, no lo entiende. Se agita nervioso en el asiento, le sudan les manos,
mueve los brazos, musita palabras ininteligibles. De su bolsillo izquierdo toma
un pañuelo azul marino, se frota las manos mojadas, y con los nudillos
repiquetea pensativo en el respaldo del banco de delante mientras contempla
cabizbajo, deshecho y con los ojos húmedos el suelo enlosado de arabescos
negros. No comprende qué hace ahí, quieto, abandonado bajo aquellos arcos
ojivales, él que a sus cuarenta años no cree ya ni en dioses ni en oscuridades.
Todo
les fue bien hasta que a Marta, paseando por la galería mudéjar de la
catedral, la llamada de Los Cirios, se le ocurrió verificar, ansiosa, el
ingreso de un talón importante en el cajero automático de la galería, uno que
está junto al puesto de souvenir, y fue entonces cuando al cotejar las cuentas
descubrió el despilfarro del viaje. Marta se quedó petrificada, inmediatamente
enrojeció de rabia, se atragantó mientras movía la cabeza de un lado a otro
como posesa, no podía creérselo ¡Otra vez! Sin articular palabra se dirigió
hacia él y le atizó un bofetón que retumbó por toda la galería, y abandonó acto
seguido el templo pasando frente la capilla de la santa Trinidad, santiguándose
aprisa, sin mirar la imagen, y musitando en voz baja, indignada, atravesó veloz la puerta plateresca del
trascoro que la llevó directamente a la calle.
Juan no salió tras ella, era un gesto
inútil, ni siquiera lo intentó; había quebrado una vez más su confianza, y
ahora iba en serio, nunca la había visto tan disgustada. Se quedó unos
instantes de pie ante la tienda de souvenir, como alelado; anduvo sin sentido
unos metros, rodeó el retablo mayor, sentándose finalmente en un banco, uno de
los centrales de la nave donde aún yace con el pañuelo azul marino entre las
manos, apomazado. En las vidrieras alirrojas del gran rosetón ve unas vírgenes
solitarias y llora con amargura porque se siente solo como esas vírgenes
clavadas, porque teme haberla perdido y cuando llora el olor dulzón de la cera
le quema por dentro.
Se figura desnudo como la gran mesa
del altar mayor que tiene enfrente, sin predela ni escalón ni paramentos, ahí
está fría, bajo la gran bóveda desnuda, lo siente, se estremece. Tampoco el
baldaquino de tapiz con brocado antiguo de las figuras de Adán y Eva que ve
tras el atar le reconforta, se le antoja fuera de lugar, infantil, demasiado
solemne.
Juan se seca las lágrimas con el
pañuelo y con extraño gesto para un ateo alza la mirada como si buscara el
cielo; sobre su cabeza luce amenazante el gran lampadario judaico que pende del
infinito, lleno de lamparitas minúsculas, algunas fundidas, que anochecen su
mirada. Tanta atmósfera gótica le atemoriza, la catedral entera se le cae
encima, le pesa el viaje. Agobiado decide irse. Se incorpora del asiento,
recorre presuroso el transepto, da la espalda al altar mayor, al púlpito
plateresco y acelera el paso hasta alcanzar la calle. Oscurece.
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