martes, 8 de noviembre de 2016

Relato 137

                                        Quizás

Dijo que el espacio y el tiempo absolutos de Newton se habían acabado, que desde Einstein el espacio y el tiempo configuraban una nueva dimensión, la cuarta, y que dependía de la materia y de la energía. Que lo absoluto se nos está acabando a medida que avanza la ciencia —enfatizó— y que actualmente lo único que se mantiene absoluto es la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo de la luz. 
        Me encontraba en la segunda fila de la sala, junto a una columna de mármol muy cerca de la puerta de salida. El local estaba abarrotado y tenía la intención de irme tan pronto terminara la charla. Mi pequeña Ángela me esperaba, la había dejado con una canguro y no disponía de mucho tiempo. Había hecho lo imposible para asistir a esta conferencia y tomaba notas de lo  que decía la mujer que la estaba dando, una mujer sabia, doctora en física y química, muy respetada en el paraninfo y que iba desgranando una especie de lección magistral mientras deambulaba de un lado al otro de la tarima con el micro pegado en la boca, sonriendo y empleando el tono afable y didáctico de quien está acostumbrada a dar clases. 
        Dijo que Einstein había dado el segundo paso hacia la liberación de los absolutos y situó el primero en la revolución copernicana, cuando el ser humano dejó de ser el centro del universo. Explicó que el tiempo es una noción subjetiva, como decía Kant —apuntó— y que es un concepto científicamente necesario, pero cuestionado.  Dijo que habían voces reconocidas —citó al físico Barbour, de Oxford— que sostienen que hasta la propia noción del tiempo es una falacia y pronosticó con buen humor que con el tiempo se llegará a demostrar que el tiempo no existe, e hizo una pausa y todos reímos la ocurrencia, sin duda para distender la charla. Luego adujo que no era más que un concepto matemático, todavía útil, pero irreal y que el universo era ajeno al tiempo subjetivo y a los intereses humanos, y que simplemente fluye como en una película y que como tal algún día será posible rebobinarlo. Nos aclaró que la distancia más corta en el espacio-tiempo no es la línea recta, sino la línea que se pliega y nos habló de la teoría de las cuerdas, de la que era una defensora. Esta teoría aún en fase de investigación —recalcó— pretende aunar en una sola las teorías gravitacional y cuántica y considera que el Universo posee muchas más dimensiones de las que ahora se le suponen, y que tanto las partículas físicas como las ondas no son más que simples vibraciones de cuerdas increíblemente minúsculas con capacidad para vibrar y transmitir información, que dijo era el valor más universal posible, otro absoluto, señaló, y todos reímos de nuevo la gracia de los absolutos.     
        Fue entonces, en esta pausa, cuando se me vino a la cabeza la frase inicial del Génesis, aquella de que  En el principio fue el verbo y pensé: ¿qué era la palabra sino información?
        —Perdone, doctora, —le pregunté —¿Dónde sitúa la teoría de  las cuerdas a Dios?
        Se produjo ruido de voces, oí hasta chasquidos de lengua y noté miradas de desaprobación seguido de un silencio espeso, casi insultante.
        —Dios es una hipótesis que situamos en la resultante de las vibraciones de las cuerdas, en la música de la gran orquesta, un producto final: la sinfonía. Dios no estaría en el principio, Dios no es creador ni ordenador de nada, Dios, dentro de nuestra teoría, no es más que un encuentro, una consecuencia inevitable de la correcta alineación o comunicación entre diversas capas o dimensiones vibratorias hasta obtener por ensayo y error la vibración más armónica, la suprema vibración armónica. No es un absoluto, sino un producto final —concluyó.

         Cuando reanudó la conferencia, miré el reloj, tenía que irme, me levanté y discretamente me fui. Afuera, la noche cubría el cielo con un manto espeso y húmedo, plagado de estrellas. Encendí un cigarrillo y observé cómo el humo se adentraba en la niebla. Avancé ligero hacia el Metro con las manos metidas en los bolsillos del anorak, echando de vez en cuando caladas y vistazos furtivos a la sotana estrellada e inmensa que cubría mi cabeza. Ahí reside interconectado, columpiándose en infinitas cuerdas invisibles el pasado de toda la humanidad, de los que viven y de los que han muerto, puede incluso de los que han de venir —me dije,  mirando al cielo sin detenerme— y también nuestro pasado, el de mi Ángela, y el de su madre, y tal vez algún día, se me ocurrió de pronto mientras fluía veloz como una sombra entre vehículos aparcados, quizás algún día tenga la oportunidad de poder enmendarlo. 

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