Quizás
Dijo que el
espacio y el tiempo absolutos de Newton se habían acabado, que desde Einstein
el espacio y el tiempo configuraban una nueva dimensión, la cuarta, y que
dependía de la materia y de la energía. Que lo absoluto se nos está acabando a
medida que avanza la ciencia —enfatizó— y que actualmente lo único que se
mantiene absoluto es la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo de la
luz.
Me encontraba en la segunda fila de la
sala, junto a una columna de mármol muy cerca de la puerta de salida. El local
estaba abarrotado y tenía la intención de irme tan pronto terminara la charla.
Mi pequeña Ángela me esperaba, la había dejado con una canguro y no disponía de
mucho tiempo. Había hecho lo imposible para asistir a esta conferencia y tomaba
notas de lo que decía la mujer que la
estaba dando, una mujer sabia, doctora en física y química, muy respetada en el
paraninfo y que iba desgranando una especie de lección magistral mientras
deambulaba de un lado al otro de la tarima con el micro pegado en la boca,
sonriendo y empleando el tono afable y didáctico de quien está acostumbrada a
dar clases.
Dijo que Einstein había dado el segundo
paso hacia la liberación de los absolutos y situó el primero en la revolución
copernicana, cuando el ser humano dejó de ser el centro del universo. Explicó
que el tiempo es una noción subjetiva, como decía Kant —apuntó— y que es un
concepto científicamente necesario, pero cuestionado. Dijo que habían voces reconocidas —citó al
físico Barbour, de Oxford— que sostienen que hasta la propia noción del tiempo
es una falacia y pronosticó con buen humor que con el tiempo se llegará a
demostrar que el tiempo no existe, e hizo una pausa y todos reímos la
ocurrencia, sin duda para distender la charla. Luego adujo que no era más que
un concepto matemático, todavía útil, pero irreal y que el universo era ajeno
al tiempo subjetivo y a los intereses humanos, y que simplemente fluye como en
una película y que como tal algún día será posible rebobinarlo. Nos aclaró que
la distancia más corta en el espacio-tiempo no es la línea recta, sino la línea
que se pliega y nos habló de la teoría de las cuerdas, de la que era una
defensora. Esta teoría aún en fase de investigación —recalcó— pretende aunar en
una sola las teorías gravitacional y cuántica y
considera que el Universo posee muchas más dimensiones de las que ahora se le
suponen, y que tanto las partículas físicas como las ondas no son más que simples
vibraciones de cuerdas increíblemente minúsculas con capacidad para vibrar y
transmitir información, que dijo era el valor más universal posible, otro absoluto,
señaló, y todos reímos de nuevo la gracia de los absolutos.
Fue entonces, en esta pausa, cuando se
me vino a la cabeza la frase inicial del Génesis, aquella de que En el principio fue el verbo y pensé: ¿qué
era la palabra sino información?
—Perdone, doctora, —le pregunté —¿Dónde
sitúa la teoría de las cuerdas a Dios?
Se produjo ruido de voces, oí hasta
chasquidos de lengua y noté miradas de desaprobación seguido de un silencio
espeso, casi insultante.
—Dios
es una hipótesis que situamos en la resultante de las vibraciones de las
cuerdas, en la música de la gran orquesta, un producto final: la sinfonía. Dios
no estaría en el principio, Dios no es creador ni ordenador de nada, Dios,
dentro de nuestra teoría, no es más que un encuentro, una consecuencia inevitable
de la correcta alineación o comunicación entre diversas capas o dimensiones
vibratorias hasta obtener por ensayo y error la vibración más armónica, la
suprema vibración armónica. No es un absoluto, sino un producto final —concluyó.
Cuando reanudó la conferencia, miré el
reloj, tenía que irme, me levanté y discretamente me fui. Afuera, la noche cubría
el cielo con un manto espeso y húmedo, plagado de estrellas. Encendí un
cigarrillo y observé cómo el humo se adentraba en la niebla. Avancé ligero hacia
el Metro con las manos metidas en los bolsillos del anorak, echando de vez en
cuando caladas y vistazos furtivos a la sotana estrellada e inmensa que cubría
mi cabeza. Ahí reside interconectado, columpiándose en infinitas cuerdas
invisibles el pasado de toda la humanidad, de los que viven y de los que han
muerto, puede incluso de los que han de venir —me dije, mirando al cielo sin detenerme— y también
nuestro pasado, el de mi Ángela, y el de su madre, y tal vez algún día, se me
ocurrió de pronto mientras fluía veloz como una sombra entre vehículos
aparcados, quizás algún día tenga la oportunidad de poder enmendarlo.
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