Oscuro
La callejuela
estaba poco iluminada, tal vez porque
algunas farolas tenían las bombillas fundidas, rotas o desconectadas, lo que
fuera, pero eso era algo que a él no le inquietaba. Me refiero a mi amigo Enrique Gracia Montes, de sesenta y seis años, enviudado recientemente, que abordó el callejón
oscuro despacio y con los ojos pegados al suelo, caminando muy atento a los
desconchados del adoquinado y a sus agujeros, con las manos metidas en el
abrigo, un cigarrillo negro humeante entre los labios y una gorra vieja de
marinero como sombrero. Si la escasa luz lo permitiera, si pudierais verle de
cerca, verías un rostro demacrado, hendido por profundas arrugas, una nariz
sobresaliente y unos ojos pequeños, chispeantes de anís, hundidos en el fondo de
unas cuencas de piel abarquillada. Si pudierais verlo de cerca verías la viva
sombra de un hombre descoyuntado, eso es lo que, sin duda alguna, veríais. Juan
se detuvo ante unos zapatos rojos con hebilla, de tacón alto y medias de malla,
negras. Levantó la vista lentamente, escupió de modo rutinario el cigarrillo
tras una larga calada, retuvo el aire unos instantes y luego, evitando echarle el humo a la cara,
le preguntó:
—¿Cuánto?
No sé qué le respondió la joven, sólo
que él hizo un gesto con los hombros como si pensara “qué diablos” y
apresurando el paso por la estrecha callejuela, aún con las manos en el
bolsillo, se vinieron a mi apartamento.
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