martes, 15 de noviembre de 2016

Relato 138

                                             Trayecto
      
         —Lamento repetírselo, Sr. Narváez, pero debe usted dejar de conducir.
        —Por favor, doctora, se lo ruego, no me pida eso, por lo que más quiera.
        —En la anterior visita le dije muy claramente que usted no estaba en condiciones de conducir, me dijo que de acuerdo, incluso me dio su palabra y sin embargo me acaba de decir que sigue conduciendo.  
        —Tenga en cuenta que siempre hago el mismo trayecto, de Barcelona a Lloret y de Lloret a Barcelona, que voy por la autopista, de día, que voy con mucho cuidado, que me lo conozco de memoria, que necesito ir a Lloret. ¿Me entiende, usted, doctora? Para otros recorridos, por supuesto que voy siempre con mi hijo (y me señalo a mí), sino me perdería. ¿Entiende, doctora?
        —Perfectamente, Sr. Narváez, pero mire usted, este es el problema: la memoria. A su edad no puede conducir bajo ninguna condición, así de simple, sus reflejos no son los necesarios, su vista tampoco, le puede surgir cualquier imprevisto y entonces todos tendremos que lamentarlo (y me miró a mí), debe dejarlo definitivamente por su bien y el bien ajeno, se lo aseguro, Sr. Narváez. Si no me hace caso tendré que avisar a tráfico, puedo hacerlo y debería hacerlo.
        Padre calló, me miró, le brillaban los ojos, le vi apretar las mandíbulas y repasarse los labios con la lengua como si buscara palabras para responderle. Estoy seguro que en aquel momento estaba lamentando haberle dicho a la neuróloga la verdad, haberle dicho que aún conducía, estoy seguro. Podría haberle dicho, por ejemplo: No, no conduzco. No lo he hecho desde que usted me lo prohibió y entonces me señalaría a mí y añadiría: aquí está mi hijo para corroborarlo, siempre que necesito desplazarme y él está disponible, conduce mi hijo, sí, eso es, mi hijo es quien me lleva a todas partes, y entonces me preguntaría ¿verdad, Alex?, y yo asentiría y padre continuaría: pues yo ya no puedo conducir, como usted me dijo. Seguro que estaba pensando que de haberle dicho todo esto se habría ahorrado la bronca y la humillación de esta jovencita de treinta y pocos que con bata blanca y aires de suficiencia le estaba amenazando con denunciarle a Tráfico, a él, un conductor modélico. Se habría ahorrado tragarse las palabras y pasar esta vergüenza ante su hijo. Tenía las manos cogidas y apoyadas sobre el regazo, y se estrujaba los dedos como si quisiera desnudarse la piel. Hubo un silencio largo.
         Reparé entonces en mi padre. Calvo desde hacía mucho tenía manchas oscuras en la piel de la cabeza, llevaba el traje de siempre, el de chevió verdoso con chaleco y una corbata rayada a juego. ¿Será también este traje el que le pongan cuando esté en la caja?, pensé en aquel momento, aunque sé que es un disparate. Con todo, ochenta y ocho años no dan para mucho más. No he conocido a nadie más fuerte que mi padre, ni más trabajador, ni más activo. Sin embargo, debo reconocerlo, ahí sentado con su trajecito verde me pareció de repente un pobre anciano, un desvalido, alguien amado que me estaba implorando con una mirada medio perdida que dijera algo, que le defendiera ante aquella joven insensible que le quería arrebatar la única libertad que le quedaba.
        —Doctora Royo, —dije— no se preocupe, padre no va a conducir más. No hace falta que avise a Trafico, yo le llevaré a todas partes, incluso a Lloret, todas las veces que hagan falta. Sabe usted, allí está la tumba de su esposa, de mi madre, recientemente fallecida. No padezca por nada, le agradecemos su interés, gracias.

        Y levantándonos nos fuimos sin darnos la vuelta. Padre me miraba como cuando yo era su amado niño en Lloret, y me sonreía pícaramente.

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