Trayecto
—Lamento repetírselo, Sr. Narváez, pero debe
usted dejar de conducir.
—Por favor, doctora, se lo ruego, no me
pida eso, por lo que más quiera.
—En la anterior visita le dije muy
claramente que usted no estaba en condiciones de conducir, me dijo que de
acuerdo, incluso me dio su palabra y sin embargo me acaba de decir que sigue
conduciendo.
—Tenga en cuenta que siempre hago el
mismo trayecto, de Barcelona a Lloret y de Lloret a Barcelona, que voy por la
autopista, de día, que voy con mucho cuidado, que me lo conozco de memoria, que
necesito ir a Lloret. ¿Me entiende, usted, doctora? Para otros recorridos, por
supuesto que voy siempre con mi hijo (y me señalo a mí), sino me perdería.
¿Entiende, doctora?
—Perfectamente, Sr. Narváez, pero mire
usted, este es el problema: la memoria. A su edad no puede conducir bajo
ninguna condición, así de simple, sus reflejos no son los necesarios, su vista
tampoco, le puede surgir cualquier imprevisto y entonces todos tendremos que
lamentarlo (y me miró a mí), debe dejarlo definitivamente por su bien y el bien
ajeno, se lo aseguro, Sr. Narváez. Si no me hace caso tendré que avisar a
tráfico, puedo hacerlo y debería hacerlo.
Padre calló, me miró, le brillaban los
ojos, le vi apretar las mandíbulas y repasarse los labios con la lengua como si
buscara palabras para responderle. Estoy seguro que en aquel momento estaba
lamentando haberle dicho a la neuróloga la verdad, haberle dicho que aún
conducía, estoy seguro. Podría haberle dicho, por ejemplo: No, no conduzco. No
lo he hecho desde que usted me lo prohibió y entonces me señalaría a mí y
añadiría: aquí está mi hijo para corroborarlo, siempre que necesito desplazarme
y él está disponible, conduce mi hijo, sí, eso es, mi hijo es quien me lleva a
todas partes, y entonces me preguntaría ¿verdad, Alex?, y yo asentiría y padre
continuaría: pues yo ya no puedo conducir, como usted me dijo. Seguro que
estaba pensando que de haberle dicho todo esto se habría ahorrado la bronca y
la humillación de esta jovencita de treinta y pocos que con bata blanca y aires
de suficiencia le estaba amenazando con denunciarle a Tráfico, a él, un conductor
modélico. Se habría ahorrado tragarse las palabras y pasar esta vergüenza ante
su hijo. Tenía las manos cogidas y apoyadas sobre el regazo, y se estrujaba los
dedos como si quisiera desnudarse la piel. Hubo un silencio largo.
Reparé
entonces en mi padre. Calvo desde hacía mucho tenía manchas oscuras en la piel
de la cabeza, llevaba el traje de siempre, el de chevió verdoso con chaleco y
una corbata rayada a juego. ¿Será también este traje el que le pongan cuando
esté en la caja?, pensé en aquel momento, aunque sé que es un disparate. Con
todo, ochenta y ocho años no dan para mucho más. No he conocido a nadie más fuerte que mi
padre, ni más trabajador, ni más activo. Sin embargo, debo reconocerlo, ahí
sentado con su trajecito verde me pareció de repente un pobre anciano, un
desvalido, alguien amado que me estaba implorando con una mirada medio perdida
que dijera algo, que le defendiera ante aquella joven insensible que le quería
arrebatar la única libertad que le quedaba.
—Doctora Royo, —dije— no se preocupe,
padre no va a conducir más. No hace falta que avise a Trafico, yo le llevaré a
todas partes, incluso a Lloret, todas las veces que hagan falta. Sabe usted, allí
está la tumba de su esposa, de mi madre, recientemente fallecida. No padezca
por nada, le agradecemos su interés, gracias.
Y levantándonos nos fuimos sin darnos la
vuelta. Padre me miraba como cuando yo era su amado niño en Lloret, y me
sonreía pícaramente.
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