martes, 21 de junio de 2016

Relato 117

                                        Ángeles     

Viste de azul como la muñeca del cuento canesú pero es un muchacho y su nombre es Ángel. Eso de que los ángeles no tienen sexo es una solemne tontería que se inventaron los del Medioevo, ociosos porque no tenían televisión. Los ángeles son seres vivos y como tales nacen,  crecen, se reproducen, envejecen y mueren. Quien diga que no están vivos, miente. Y quien les niegue el sexo, también. Mi ángel tiene barba blanca y es mayor que yo, que con 50 años soy un chaval a su lado. Y quien asegure que son eternos, miente como un puerco espín o un cuervo. ¿Acaso alguien nos puede mostrar algo que sea eterno entre lo vivo?  Incluso la propia estupidez humana no llega a ser tan eterna como pretendía el gran sabio holandés Erasmo.
          Los ángeles son seres vivos y dotados de alas de verdad y no como estos americanos que vuelan con sus grandes motos pintarrajeadas o aquellas hadas voladoras que se hacían pasar por mujeres policía de la agencia Charlie. Esto se ve en la televisión, pero los ángeles de los que hablo no se ven. Son invisibles para los mortales y con ello no quiero decir que los ángeles sean inmortales, sino simplemente que viven más que los mortales conocidos. Pertenecen al género de los multialatus cosmicus, que al fin y al cabo no deja de ser un género más. Sus alas no son dos como llevan los aviones o la mayoría de las aves conocidas sino que por término medio disponen de cien alas, 50 a cada lado y a lo largo de su volátil piel. Se parecen más a un ciempiés bestial que a un murciélago y cuando se desplazan por el  gran cielo a distintas velocidades causan los vientos y las corrientes de aire, responsables de las tormentas, huracanes y de las mismas lluvias. Se trasladan por infrasonido, como los murciélagos y por eso no los podemos oír, solo vemos los efectos que provocan, que sí son audibles. Tampoco podemos verlos pues al ser tan veloces rozan la velocidad de la  luz y únicamente se pueden apreciar fugaces destellos. Si entornáis los ojos al espacio veréis unas pequeñas bolitas que descienden aleatorias; son las esteras que dejan a su paso vertiginoso, una especie de burbujitas de aire. Popularmente se dice ha pasado un ángel, y es por el remolino que deja al ir tan rápido.
          El ángel azul del que os hablo arregla calderas de calefacción. Como os podéis imaginar cada cual tiene un oficio diferente. Hay zapateros que fabrican zapatos alados, peluqueros que peinan cabellos de ángel, panaderos que elaboran pan de ángel y los más hermosos que se dejan retratar para los textos sagrados. Todos tienen la misma función: velar por nuestra salud, protegernos y busca nuestro mayor confort. De ahí les viene lo de ángeles de la guarda de nuestra infancia, aunque también está el oficio de estar de guardia, mientras la mayoría duerme, para las urgencias. Mi ángel, como os digo, se encarga de mantener con buena combustión la caldera de mi casa, es decir, mi salud.
           A los ángeles les encantan las angelitas y el flirteo (acordaros de san Valentín y su corazoncito flechado) y se enamoran y se reproducen y nacen angelitos blancos, pero también de negros y de todos los colores. Sólo los podemos ver si entrecerramos los ojos, recordarlo. A veces mutan y se convierten en hermosos dientes  de león y no me estoy refiriendo a los animales de África, sino a esas plantitas de largo pedúnculo rematado por una esfera llena de semillas blanquecinas que soplamos para dispersarlas. Con razón decimos entonces que se nos ha ido el ángel (¿o el  santo?) al cielo y se va con sus cien alas multicolores a colonizar paraísos lejanos.
          Los ángeles son energías incorpóreas y se alimentan de nuestros más etéreos pensamientos. A lo largo del día pensamos tanto y tanto que parece que desperdiciemos muchos, mas no es así, pues se convierten en su alimento preferido. El mundo angelical que vemos claramente sólo cuando entornamos los ojos hacia el celeste infinito es verdadero, protector y amable. Cada vez hay más ángeles/as y jerarquías de todo tipo, crecen exponencialmente al alimentarse de nuestros propios pensamientos usualmente baldíos y repetitivos. Un efecto obvio, según mi barbudo ángel azul.       
  

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