martes, 1 de marzo de 2016

Relato 101

                                             Pedraforca

Siempre que llega un año bisiesto como el actual, me viene a la memoria la misma triste y bizarra historia que ocurrió hace veintiocho años, el lunes veintinueve de febrero de 1988, cuando con dos amigos excursionistas quedamos para ascender el Pedraforca, este pico de casi dos mil quinientos metros situado en el prepirineo catalán. 
     Ignacio, Óscar y yo habíamos reservado este largo fin de semana con antelación en nuestras respectivas agendas pero ese lunes vein -tinueve nos encontramos con unas condiciones climatológicas desfavorables. Llevaba nevando desde la noche anterior y cuando a media mañana llegamos en coche al pie del monte lo hicimos con las cadenas montadas. La climatología adversa no nos importaba, íbamos bien pertrechados con ropa de abrigo, mochilas, calzado de montaña y hasta de clavos. Éramos expertos (ahora ya no), acostumbrados a las excursiones de alta montaña y a las caminatas largas y difíciles y para nosotros era más un estímulo a vencer que un obstáculo infranqueable. Ya se sabe que a los veintitantos el miedo ni se ve ni existe. En las mochilas llevábamos además de alimento liofilizado, impermeables ligeros muy resistentes, un completo botiquín de primeros auxilios y un montón de costillas de cordero y butifarras para asar a la brasa y prepararnos una buena cena con vino para abordar con energías el ascenso al pico al día siguiente, de madrugada. La intensa nevada que caía no fue obstáculo para que en un par de horas alcanzáramos fácilmente el primer refugio, pero como había bastante gente y además armando mucha bulla con guitarras y cantos desafinados decidimos después de compartir una comida caliente acercarnos al siguiente, situado justo en la senda de arranque del ascenso al Pedraforca. Con todo hubiera sido mejor —ahora es fácil decirlo— renunciar a la salida y habernos quedado en el campamento base e incluso de abandonar el proyecto. Todo el grupo de los guitarristas consideraba que era una temeridad salir con el mal tiempo que hacía, se oía silbar el viento y los copos de nieve se estrellaban feroces contra los cristales, apilándose en montoncitos. Con todo, nosotros queríamos culminar con éxito la aventura, aprovechar para hablar los tres solos de nuestras cosas y buscando una mayor tranquilidad decidimos arriesgarnos y salir a vencer el temporal de frío y nieve.       Fue más sencillo de lo que imaginábamos. El recorrido estaba marcado con palos altos pintados de rojo en el extremo y a pesar de despistarnos en un par de ocasiones alcanzamos cuando anochecía nuestro destino (nunca tan bien dicho, aunque entonces lo ignorábamos). Tuvimos que emplearnos a fondo y hasta sudar un poco para despejar el medio metro de nieve que cubría la puerta de entrada de la cabaña. Como suponíamos, no había nadie y de hecho disponía de muy poca cosa. Una pila de leña seca arrimada a la chimenea provista de una parrilla en bastante mal estado, algunas sillas con asientos de esparto de amplio agujero, platos apilados medio sucios, una escoba arrimada a la pared contraria a la puerta y un intensísimo frío. Óscar encendió el fuego después de dejar su mochila junto a la ventana y pasó bastante rato hasta que la pequeña estancia llegara a calentarse. Nosotros descargamos nuestras mochilas también encima de la suya, dejando los guantes con nieve enganchada cerca del fuego para que se secaran. Los tres dábamos vueltas por delante de la chimenea frotándonos las manos, extendiéndolas de vez en cuando con las palmas abiertas hacia el fuego, despojándonos de prendas de abrigo, mientras comentábamos que aquello era una verdadera y emocionante locura. (No sabíamos que lo peor estaba por llegar). 
     Seguía nevando con intensidad y sucesivas rachas de viento golpeaban las paredes de la casita de madera haciéndola crujir a cada acometida. Me imaginé formar parte de un espectáculo chinesco, ahí estábamos los tres, aislados, el crepitar del fuego iluminando nuestros rostros, las sombras alargándose por las paredes del refugio, entumecidos por el esfuerzo, pero alegres y satisfechos, en medio de la negrura que mitigamos con un par de linternas con leds. Seguía el estallido de los copos contra el cristal, los silbidos de la Tramontana que se colaba por infinidad de agujeros del refugio, en medio de la noche, de una montaña completamente cubierta de blanco y con el firme propósito de emprender la ascensión al Pedraforca al día siguiente temprano. En el refugio no había agua ni por supuesto camas, cocina ni urinario.        Después de acondicionarnos yo me encargué de desempacar las costillas de cordero y las butifarras para preparar la cena, improvisando una mesa en el suelo con vasos reciclables, un buen vino que llevaba (un Azabache Rioja, que  aún sigue siendo mi preferido) y una botella de agua que obtuve de deshelar nieve. Ya eran cerca de las ocho. Óscar se encargó de asar las costillas y el resto de viandas. Ignacio, que era el jefe de la expedición, revisó el plano del ascenso y medio extendió los sacos de dormir después de barrer una parte del suelo, cercana al fuego. La leña seca había ardido con celeridad, y la brasa, que brillaba enrojecida, prometía un asado a la parrilla perfecto. A pesar de que Óscar era el más cocinero de los tres, al ir a girar la parrilla se le desequilibró y toda la carne se volcó sobre las brasas mezclándose con cenizas y montando un pequeño desastre. Las risas fueron generales. A la sorpresa inicial reaccionó en seguida, puso las costillas a medio tostar sobre un plato de plástico rígido, se envolvió con el anorak y desafiando la ventisca abrió la puerta, y frente al refugio limpió la carne sobre el montículo nevado, pieza a pieza, dejándolas impolutas. Óscar era tan escrupuloso como yo. En cambio, Ignacio, tenía al menos por entonces muy pocas manías. Ya para entonces había dejado de nevar, y también arreciaba menos viento. Todo parecía indicar que íbamos a tener una buena escalada. La botella de vino fue lo primero que se acabó, luego las costillas y el alioli, y lo último fueron las butifarras con el poco pan tostado que quedaba. La conversación giró en torno a las experiencias vividas en anteriores excursiones y sobre mujeres, (los tres éramos solteros) y hacia las once nos metimos en nuestros respectivos sacos apagando las linternas, pero dejando el fuego encendido con un par de leños gruesos. Previamente habíamos hecho una sonada meada afuera entre la nieve, jugando a ver quien lanzaba más lejos el chorro de orina. Ganó Ignacio. La noche se había abierto, no había luna y se podía distinguir con claridad la Osa Mayor, la estrella  Polar y hasta la constelación de las Pléyades. Ya no soplaba la dichosa Tramontana y aunque el frío era intenso no lo sentíamos, teníamos las mejillas sonrosadas y reíamos divertidamente. (Nadie hubiera podido en aquellos momentos anticipar el drama que se nos acercaba, nadie). Fue dantesco. 
      Hacia las dos de la madrugada oí que Óscar se levantaba y que abría la puerta sin coger la linterna. “Se va a mear”—pensé. Yo mismo también sentí  ganas y me incorporé, añadiendo otro par de troncos al fuego, antes de salir, aunque yo sí cogí la linterna. Oí el chorro de la orina de mi amigo deshacerse entre la nieve y me acerqué a la puerta. Todo sucedió muy rápido. Salí e iluminé fuera. Ahí enfrente estaba de espaldas Óscar acabando de orinar, pero un poco por delante de él había un montón de penetrantes ojos, brillantes, que no le perdían de vista. Hasta que le atacaron ni yo sabía qué eran. Óscar no tuvo tiempo de nada, ni yo, la manada entera de ojos se le echó encima sin que pudiera reaccionar. Los lobos habían acudido al refugio atraídos por el olor a carne de cordero que había quedado impregnado en la nieve de la noche anterior. Estaban hambrientos y fueron despiadados. Se le lanzaron al cuello, uno tras otro, trató de retroceder, de volver conmigo, gritó ¡Ayúdame! y me miró con ojos desorbitados, aterrorizado, no podía moverse, ni yo, los pies los tenía atrapados en la nieve, clamaba de dolor, fue todo muy vertiginoso, intenté salir, las piernas no me obedecían, traté de salvarlo agitando los brazos, rompiendo la noche a bocinazos. En vano. Ignacio, que alarmado salió a la puerta, me pasó la escoba, la enarbolé en alto, ataqué a los lobos, les golpeé con todas mis fuerzas, pero me ignoraron, se habían cebado en Óscar, miles de ojos le asaltaban, la sangre hervía entre la nieve, la escoba se rompió en mil pedazos, me hirieron, estaba oscuro, oscuro y rojo, sólo oía gruñidos, dentelladas secas, desgarros atroces y un murmullo lastimoso de mi amigo que se perdía en el vacío frío de la muerte. Luego la noche se desangró. Los lobos atrajeron a más lobos, temí por mi vida y volví dentro. Ignacio usó el botiquín para curarme las heridas de las manos y nos pasamos la noche, acojonados, entre lloros y temblores. Afuera, los lobos seguían aullando, rascando la puerta, asomándose por la ventana, cepillando la madera, querían más, nos querían a nosotros. Fue escalofriante. 
     Sucedió un veintinueve de febrero hace hoy veintiocho años y aún veo a mi amigo Óscar como si fuera ahora pedirme auxilio y sin que yo pudiera hacer nada para salvarle. Ni Ignacio ni yo hemos vuelto a intentar siquiera acercarnos al Pedraforca.



No hay comentarios:

Publicar un comentario