Glez
Me levanto. Voy al baño. Las tres
treinta y seis. Orino. Oigo la puerta de la calle ¡Por fin! Suspiro. Hola
hija... Qué tarde llegas... Que descanses... Me acuesto de nuevo. Pido soñar.
Pido recordarlo. Sonrío. En la mesita un bolígrafo Bic naranja, una
linterna perlada y mi libreta de sueños. Cierro los ojos, los aprieto, busco
dormirme, cuento cuentas. A mi lado una mujer se enroca y resopla. Anoche se
estropeó el lavaplatos: nado en aguas jabonosas. Mientras cenaba vi una
entrevista gravada a un escritor hambriento apellidado Glez. Escribe sobre
zapatos muertos en las costas de Tarifa y sobre el fuerte viento de Poniente.
Escribe dejándose la piel –dice. Silencio oscuro. Oleaje suave. El mar gaditano
mece mi patera hambrienta. Me duermo.
A la mañana escribo: “En blanco y negro y desde ras del suelo veo un
camión de recogida de basuras enorme y gris que engulle bolsas negras y resopla
la noche en cada acometida. Algunos hombres faenan sin levantar la cabeza,
trasegando las inmundicias, parecen de piel oscura. Hay farolas escampadas por
la gran plaza desierta y sus destellos erosionan los adoquines en roca viva. De
repente cesa el estruendo, la máquina se para y los hombres, inmóviles, se
recortan en contraluz como sombras de chocolate. Se quedan fijos, sin sonrisas,
igual que una fotografía antigua. Vertiginosamente los rodeo; ahí siguen
estropeados, como clavados en la escena y del camión algo, brillante y
jabonoso, una espuma que se extiende por los adoquines abajo por la plaza casi
playa desierta. Aun de pie, parecen muertos faenando.”
“Ahora me llegan los colores, veo un coche de policía azul uniformado.
Buscan a un ladrón de perlas blancas. Mi cómplice. Ha huido. Huyo. Me
persiguen. Me alejo de la playa casi plaza desierta. Aparece una niña ¡Cómo se
parece a mi hija! La sigo, asciendo por una duna que resbala, por una piel
acantilada, por unas barcazas entrelazadas. Llevo las perlas en la garganta.
Presuroso la sigo, de color escaleras arriba. Desde abajo la policía me acecha,
me dispara. De su cañón veo recortado un fogonazo naranja. Por fortuna fallan.
A pie persigo a mi hada voladora. Se me caen los zapatos, los oigo chocar
contra el fondo del arrecife. Chirría la puerta del viento. Resopla. Estoy
asustado. Me aferro a la vida como lo hace un ahogante. Me deshago de la piel,
de la ropa, del miedo. Parecen conformarse. Examinan los zapatos. Hay montañas
de zapatos. Les oigo resoplar igual que oigo retumbar el mar de Poniente.
Hambriento de vida huyo por el oleaje, tras mi niña, tras Tarifa, tras una
dignidad. La espuma blanca me envuelve como en un regalo rehusado, y con la
niebla de la mañana desaparezco.”
Amanece. Guardo el bolígrafo Bic naranja y la linterna perlada;
sobre la mesita de noche cierro la libreta de mis sueños. Me levanto. Voy al
baño. Las seis treinta y seis.
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