martes, 11 de abril de 2017

Relato 159

                              Rataplán

Semana santa en Mora de Ebro. Rataplán. Desfile de romanos, Misterios y beatas. Velones, cofrades, pasos tradicionales. Es de noche. Estoy mirando una multitud que marcha militarmente por el centro de la calle con caperuzas negras, al paso. Resuenan los tambores, rataplán, golpean en el suelo las lanzas, las armaduras avanzan a ritmo, el capitán al frente voltea y hace sonar la corneta florida, marca el compás de la procesión, todos a una, impone  la cadencia. Una ancha hilera de espectadores nos agolpamos en derredor de la santísima procesión y yo con siete años, medio escondido entre las faldas de mi madrina, asustado. Ante mí y en fila india desfilan las cofrades, descalzas, con túnicas negras de arriba abajo y cíngulos con una borla blanca de remate, enfundadas en capitostes amenazantes con dos aberturas achinadas por donde veo ojos que me miran y remiran, que brillan en la noche como luciérnagas, me inspeccionan unos tras otros como si quisieran engullirme. Rataplán. Visten guantes negros, llevan velones enormes, inclinados hacia dentro, se les cae cera al suelo, huelo a cera derretida, llevan sucias las plantas de los pies. Mi madrina me ha llevado.
               —Ven, Javierin, verás algo que no has visto nunca y te gustará.
               "¿Me gustará? ¿Este jaleo ensordecedor?"
               Entre los soldados con gallardetes y armaduras, se aproxima un corrillo de gente y en el centro una mujer descalza avanza dándose azotes a la espalda con unas cuerdas.
               —Es una penitente —me dice mi madrina.
               —¿Qué?
               —Imita el dolor de Cristo, busca la purificación por el sufrimiento.
               —¿Cómo?
                Le sale sangre de las heridas, se está flagelando a conciencia, casi no puedo mirarla, siento incredulidad y pena. Se detiene ante mí y se atiza con fuerza, medio arrodillada, sin quejarse. Un poco más allá avanza otra mujer, también descalza, vestida de negro, arrastra lentamente una enorme cruz de madera, gime, llora y se cae con frecuencia.
               —Ésta es por una promesa, su hijo se salvó de una muerte segura, hay que cumplir las promesas.
               —¿Qué? ¿Martirizándose?
               No entiendo nada, estrujo mis manos en las de mi madrina, me sudan, ella permanece atenta al gentío.
               —Vámonos —le digo, en un gesto de valentía inusitada.
               —No seas miedica —me responde, medio burlándose.
                 Me muerdo el labio inferior hasta sentir dolor. No doy crédito a lo que ven mis ojos, el escarnio de un ritual católico que no entiendo, y que sigo sin entender. No comprendo aún por qué la Iglesia elige el sufrimiento de la cruz antes que la alegría de la resurrección. Rataplán. Tampoco me parece una elección ingenua.
                Avanza con tronío la comitiva al ritmo del capitán con su corneta y la tropa que le sigue, armada de lanzas y tambores, atruena la calle a cada paso que da: ran, ran, rataplán, ran, ran, rataplán, ran, ran, rataplán... Aún martillea en mi cabeza. Me siento atrapado en una ceremonia no apta para menores. No sé qué hacemos allí mi madrina y yo. Se lo digo.
               —Volvamos a casa.
               —Espera un momento.
               Espero. Sigo viendo figuras enmascaradas con ojitos que se balancean de un lado a otro, buscando presa fácil, que me miran hambrientos tras la tela rasgada. No conozco a nadie, sólo a mi madrina, me escudo tras ella, tengo miedo de las miradas furtivas, de las que buscan raptarme, no sé a qué demonios esperamos. Rataplán. De pronto, surge una mano de la noche, rataplán, una mano que me coge del brazo, una mano con guante negro que me atrapa con tacto áspero, ceroso, una mano enemiga, doy un salto hacia atrás, aterrorizado, quiero huir, mi madrina me retiene, me escondo tras ella, la mano me sigue sujetando firme, la cofrade de la mano se sale de la fila, me persigue. Rataplán.
               —No, no —grito— que se me quieren llevar, ayuda, por favor, yo no tengo la culpa, yo no he hecho nada.
               —Pero no te asustes, mi niño, si es tu tía.
               —Soy yo, Javierin, soy yo, tu tíita.
                No reconocí su voz, se me erizó la piel de puro pánico, aún ahora al escribirlo la tengo otra vez erizada. Rataplán. No creí que fuera ella, mi tía Carmen, no creí que estuviéramos allí esperándola, sólo para verla pasar. Me fui aprisa, me escabullí de la garra que me apresaba  y salí corriendo, llorando, despavorido. Jamás he vuelto a una procesión. Rataplán. Aún hoy en día cuando oigo tronar una procesión de Semana santa me recorre un escalofrío de pies a cabeza y me acuerdo del terror que pasé cuando tenía siete años, un terror no superado, rataplán, y que tampoco me hace falta.
               La bruja aquella disfrazada de tía se me quería llevar con los soldados armados.                                                

No hay comentarios:

Publicar un comentario