martes, 6 de septiembre de 2016

Relato 128

                                         Madre


Madre está con nosotros pasando unos días de vacaciones delante del mar que tanto le gusta. El primer verano, viuda. No lo lleva bien, ni yo tampoco, eso de no tener padre. Estamos en duelo, aunque tratemos de disimularlo para no hundirnos. Estarnos un par de semanas ante el mar nos irá bien para despejar la cabeza de pesares, nos la refrigerará. Yo me lo tomo como una oportunidad para conocer mejor a mi madre, ahora que no ha de cuidar a su marido, que sólo ha de velar de sí misma. Jamás había estado tantos días seguidos con ella sola, siempre ocupada en cuidar de la extensa familia, generosamente, que todo esté bien, que todos disfruten de su compañía. Ahora ya no hace falta. Cada vez le hace menos falta. Siente que se le acaba la vida y se adhiere como una ventosa a la roca. La admiro y quiero. Pensar no sana, andar sí y por la playa más. Siempre tan realista. Hacía tiempo que no venía al apartamento, el que ella compró, en primera línea. Convencerla nos fue difícil. Los cambios no gustan a las personas mayores y madre, aunque bien llevados, tiene ya noventa años. Su espíritu es joven, increíblemente joven, pero no su cuerpo. Al principio le daba vergüenza mostrar sus arrugas cuando lucía el bikini. —Esta barriga, estos pliegues, estas colgaduras, qué dirán—, pero luego pasó de todo y de todos, bronceando hermosamente su cuerpo y su espíritu. Exageraba, mantiene buen tipo a pesar de ser bajita, se cuida con cremas y potingues, un despliegue de productos de belleza. Me sorprende que siga siendo tan coqueta. Todo un descubrimiento. Debe ser su motor vital, un aliciente para madre, para seguir viviendo, eso de verse bonita, de sentirse atractiva. Un día le pregunté: ¿qué te impulsa hacia adelante?, —no lo sé —respondió, mirándome extrañada, como si la pregunta fuera absurda. Seguramente es absurda. Madre es mujer de acción, no de pensamientos. ¿Qué vas a hacer quedándote sola en Barcelona? Ella dudaba. Vente con nosotros al apartamento. Antes no hubiera dudado, pero ahora sí, dudaba. Tal vez para no molestar, para no interferir en el matrimonio. Ve a saber qué pasa por la cabeza de una mujer mayor que es madre y suegra a la vez. Ante sus reticencias fue definitivo que la ayudáramos a hacer la maleta entre mi esposa y yo. Combinaron adecuadamente ropa y colores, mi mujer es extraordinaria, con una paciencia y ternura a prueba de bombas, mientras yo, más rudo, me cuidé de preparar la medicación a llevar, que es variada desde que madre sufrió un ictus. Una afección grave de hace casi un par de años. Con admirable tesón y sesiones de logopeda se ha recuperado bastante de la afasia. Aún confunde algunas palabras, pero mantiene el pensamiento claro y le entendemos todo. Llegamos hace unos días y lo primero que hizo fue calzarse cómoda —voy sola, no os preocupéis— y salir a recorrer a paso lento la playa, respirando profundo, oteando vivaracha el horizonte, humedeciéndosele tal vez los ojos al recordar a su marido cuando paseaban juntos por la orilla cogidos de la mano. No la he visto casi nunca llorar, reserva sus lloros para sus adentros, lo considera una debilidad. Lo extraño, todavía —nos dijo al llegar, nos lo dice a cada momento —aún le veo sentado aquí. Y yo, pero engullo saliva para no aguar la fiesta. Lo que disfrutaría —añade. Lo disfrutamos en su día, el pasado es pasado, pero aún llevamos el duelo encima, como una losa negra, nos pesa padre todavía, inevitablemente. Quiere seguir siendo autónoma como siempre, aunque sabe que anda más lenta e insegura, que se tuerce, que está perdiendo el sentido del equilibrio y que infinitas manchas negras nublan su vista desde hace unos meses, deprimiéndola. No se queja, casi nunca lo hace, lo considera una pérdida de tiempo. Los años no perdonan, ni falta que hace —replica con energía. Ese primer día quiso salir a caminar sola y se lo respetamos. Hacía más de diez años que no recorrería esta playa, cuando aún vivía su marido. Volvió renacida, repleta de energía, resplandeciente. Andar es su válvula de escape, quedarse quieta le parece sinónimo de la muerte. Así que anduvimos todas las mañanas por la playa y las tardes por el paseo marítimo, recorriendo las tiendas y hasta una noche salió a desahogarse a la luz de las farolas y a perderse entre la niebla y el relajante rumor del mar. Conozco pocas personas con la vitalidad de madre y me duele, me duele hondo que también ella tenga que morirse, me duele no poder evitarlo ni saber si podré soportarlo. Es una batalla perdida, lo sé, pero me sabe peor la muerte de un ser querido cuando no se rinde, cuando es tan valerosa, activa y llena de vida como madre. No sé cómo podré superarlo, aunque ahora, por fortuna, no sea el momento de planteármelo.  

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