Madre
Madre está con nosotros pasando unos días de vacaciones delante del mar que
tanto le gusta. El primer verano, viuda. No lo lleva bien, ni yo tampoco, eso
de no tener padre. Estamos en duelo, aunque tratemos de disimularlo para no
hundirnos. Estarnos un par de semanas ante el mar nos irá bien para despejar la
cabeza de pesares, nos la refrigerará. Yo me lo tomo como una oportunidad para
conocer mejor a mi madre, ahora que no ha de cuidar a su marido, que sólo ha de
velar de sí misma. Jamás había estado tantos días seguidos con ella sola, siempre
ocupada en cuidar de la extensa familia, generosamente, que todo esté bien, que
todos disfruten de su compañía. Ahora ya no hace falta. Cada vez le hace menos
falta. Siente que se le acaba la vida y se adhiere como una ventosa a la roca. La
admiro y quiero. Pensar no sana, andar sí y por la playa más. Siempre tan
realista. Hacía tiempo que no venía al apartamento, el que ella compró, en
primera línea. Convencerla nos fue difícil. Los cambios no gustan a las
personas mayores y madre, aunque bien llevados, tiene ya noventa años. Su espíritu
es joven, increíblemente joven, pero no su cuerpo. Al principio le daba
vergüenza mostrar sus arrugas cuando lucía el bikini. —Esta barriga, estos
pliegues, estas colgaduras, qué dirán—, pero luego pasó de todo y de todos,
bronceando hermosamente su cuerpo y su espíritu. Exageraba, mantiene buen tipo
a pesar de ser bajita, se cuida con cremas y potingues, un despliegue de
productos de belleza. Me sorprende que siga siendo tan coqueta. Todo un descubrimiento.
Debe ser su motor vital, un aliciente para madre, para seguir viviendo, eso de
verse bonita, de sentirse atractiva. Un día le pregunté: ¿qué te impulsa hacia
adelante?, —no lo sé —respondió, mirándome extrañada, como si la pregunta fuera
absurda. Seguramente es absurda. Madre es mujer de acción, no de pensamientos. ¿Qué
vas a hacer quedándote sola en Barcelona? Ella dudaba. Vente con nosotros al
apartamento. Antes no hubiera dudado, pero ahora sí, dudaba. Tal vez para no
molestar, para no interferir en el matrimonio. Ve a saber qué pasa por la
cabeza de una mujer mayor que es madre y suegra a la vez. Ante sus reticencias
fue definitivo que la ayudáramos a hacer la maleta entre mi esposa y yo. Combinaron
adecuadamente ropa y colores, mi mujer es extraordinaria, con una paciencia y
ternura a prueba de bombas, mientras yo, más rudo, me cuidé de preparar la
medicación a llevar, que es variada desde que madre sufrió un ictus. Una
afección grave de hace casi un par de años. Con admirable tesón y sesiones de
logopeda se ha recuperado bastante de la afasia. Aún confunde algunas palabras,
pero mantiene el pensamiento claro y le entendemos todo. Llegamos hace unos
días y lo primero que hizo fue calzarse cómoda —voy sola, no os preocupéis— y
salir a recorrer a paso lento la playa, respirando profundo, oteando vivaracha el horizonte, humedeciéndosele tal vez los ojos al recordar a su marido cuando paseaban
juntos por la orilla cogidos de la mano. No la he visto casi nunca llorar,
reserva sus lloros para sus adentros, lo considera una debilidad. Lo extraño,
todavía —nos dijo al llegar, nos lo dice a cada momento —aún le veo sentado aquí.
Y yo, pero engullo saliva para no aguar la fiesta. Lo que disfrutaría —añade. Lo
disfrutamos en su día, el pasado es pasado, pero aún llevamos el duelo encima,
como una losa negra, nos pesa padre todavía, inevitablemente. Quiere seguir
siendo autónoma como siempre, aunque sabe que anda más lenta e insegura, que se
tuerce, que está perdiendo el sentido del equilibrio y que infinitas manchas
negras nublan su vista desde hace unos meses, deprimiéndola. No se queja, casi
nunca lo hace, lo considera una pérdida de tiempo. Los años no perdonan, ni
falta que hace —replica con energía. Ese primer día quiso salir a caminar sola
y se lo respetamos. Hacía más de diez años que no recorrería esta playa, cuando
aún vivía su marido. Volvió renacida, repleta de energía, resplandeciente. Andar
es su válvula de escape, quedarse quieta le parece sinónimo de la muerte. Así
que anduvimos todas las mañanas por la playa y las tardes por el paseo marítimo,
recorriendo las tiendas y hasta una noche salió a desahogarse a la luz de las
farolas y a perderse entre la niebla y el relajante rumor del mar. Conozco
pocas personas con la vitalidad de madre y me duele, me duele hondo que también
ella tenga que morirse, me duele no poder evitarlo ni saber si podré soportarlo.
Es una batalla perdida, lo sé, pero me sabe peor la muerte de un ser querido
cuando no se rinde, cuando es tan valerosa, activa y llena de vida como madre.
No sé cómo podré superarlo, aunque ahora, por fortuna, no sea el momento de
planteármelo.
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