martes, 17 de abril de 2018

Relato 212


  
                                          Seller

Biblioteca pública, segunda planta. Elijo un libro policíaco al azar, me dejo guiar por la portada: un fogonazo en primer término, todo lo demás oscuro, eso promete, me siento.  Abro al albur por una página, resulta ser la setenta, leo: Tras la cortina granate de la biblioteca central en Manhattan algo se mueve, no por la brisa de las ventanas que están cerradas ni por el aire condicionado alejado de las esquinas, sino por alguna razón desconocida. Sólo Seller sigue el aleteo de las cortinas, sólo él lo ve. Tiene el gaznate seco, hace rato que no bebe, se afloja el nudo de la corbata y repasa con la lengua sus labios, resecos, sin quitar ojo al bamboleo amenazante. Su instinto de ex-policía le advierte de un peligro, las cortinas sufren erecciones extrañas, él las sigue al milímetro, pero a su lado la mayoría lee absorta sin reparar en los movimientos que se extienden a otras partes del cortinaje.
        Como una estaca invisible asoma un doble cañón, una recortada del 44, y luego otras, refulge el brillo del arma con la luz de la mañana, se enderezan y sin apuntar disparan ráfagas de plomo. Suenan como un trueno, el destello y el consiguiente retruécano. Resuenan verdaderos. ¡Qué sucede!, alguien farfulla antes de caer herida o abatida sobre una mesa. No me asusté, seguí leyendo, la trama era emocionante ,me sorprendió mi frialdad, fueron muchos los que trataban de huir despavoridos, buscando las escaleras, tirándose al suelo, o escondiéndose tras las estanterías, otros corrían y caían cerca, a mi alrededor, la metralla azotaba como un ciclón en Corea, oía gente que gritaba asesinos y chillaba, lectores desvanecidos junto a mí, en el suelo de losetas hexagonales, nadie podía sobrevivir a la masacre, llevaban pasamontañas y vomitaban fogonazos, traté de mantener la calma, seguí leyendo, ignoraba el por qué nos disparaban aquellos bestias, temí lo peor, morir ametrallado, la pestilente olor de pólvora impregnaba la sala del segundo (dedicado a las novelas policíacas), tenía que hacer algo, decidí no seguir leyendo, me tapé la cara con el libro, en vano, sentí tras las páginas que una mirada asesina taladraba mi cabeza, muy desagradable, demasiadas artillería, demasiada sangre, nadie quedó vivo, ni yo.
        Vaciaron los cargadores. La macabra sesión fotográfica se quedó sin flashes. La sala segunda, devastada. Olía sólo a pólvora. Los proyectiles habían destrozado cristales, mesas, sillas, fluorescentes, pantallas, cortinas, perforado libros, estanterías, puertas, mostradores, aniquilado a todos los lectores de esa mañana de junio en apenas un minuto, ¡qué rápido pasó todo, Dios mío!
         Por detrás del cortinaje no menos de tres sombras negras, tal vez cinco, como cofrades sin capitoste, enfundando Kalashnikov en lugar de cirios, habían disparado a quemarropa, me habían pillado sentado, de espaldas, mi cabeza había recibido una ráfaga mortal y caído herido de muerte sobre la página setenta. De mi cabeza la sangre fluye fácil, a borbotones, líquida y escarlata, se coagula sobre el libro, lo apelmaza, lo deja  cartón reseco, inservible.
         He dicho muerto, pero no, casi muerto, rectifico que es de sabios, (no podría narraros este horror) el impacto me ha derribado y he caído de bruces, desmayado sobre el libro, la placa metálica que recubre mi cerebelo me ha salvado, aunque se ha hundido y desplazado, aplastando mi cerebro. Lo que me faltaba. Si me implantaron una placa para corregir a medias los ataques epilépticos (y como consecuencia me incrementó la miopía a ocho en cada ojo), ahora con la placa hundida, qué va a ser de mí. Sencillo, os lo avanzo.
         Al principio me tomaron por otro muerto, pero un espasmo eléctrico me hizo mover los brazos en molinete como un muñeco de cuerda y un enfermero se dio cuenta y allí mismo me pusieron un par de vías de emergencia. —Que se nos va —les oí decir en la ambulancia y yo tan pancho, lo que tiene el quedarse sin sangre, además, ¿a dónde ir en estas condiciones? En fin, luego, y avanzando, en el hospital los médicos me intervendrán, me operaron con pocas esperanzas, transfusiones y más transfusiones, suerte que mi sangre es del tipo corriente, AB, que sino. Les oí decir: se ha salvado por poco, aunque hay que esperar, por les efectos colaterales. Eso es. Me han vuelto a la vida, pero, ¿a costa de qué?
        La pregunta es pertinente, en aquel momento lo desconocía, no saldré bien, eso lo comprobaré más adelante, avanzo acontecimientos, quedaré afectado de Parkinson, temblaré como un merengue día y  noche (lo que me cuesta escribir), volverá  la epilepsia con mayor virulencia, empeoraré la vista a catorce dioptrías y quedaré sordo como el fondo del mar por las detonaciones, dicen. Muy desagradable. Sobreviviente del atentado y con pensión del Estado, eso sí. Igual os preguntáis qué pasó con los terroristas. Lo de siempre, las fuerzas especiales los abatieron en la planta primera, donde los libros históricos, cuando se les acabó la munición, como era de esperar. Habían gastado toda la disponible en la segunda planta.
         Los de la biblioteca tuvieron un detalle conmigo, me regalaron el libro manchado de sangre, el que estaba leyendo y cobijó mi cabeza. Se llama Hemorragia y es de T. T. (Thomas Taylor), una novela, visto lo visto, muy realista. Po cierto, Seller acabó loco, no pudo soportar el sufrimiento ajeno.

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