martes, 3 de abril de 2018

Relato 210



                                     Vecinos

Mudaron al cuarto primera hará poco más de cinco meses, armando barullo por el vestíbulo, cuyo suelo de gres claro y jaspeado se quedó manchado con un reguero polvoriento. La puerta metálica de la calle la dejaron abierta y el jaleo que organizaron con el ascensor fue de escándalo.  No paraban de subir cargados de pequeños objetos, maletas y por lo menos un electrodoméstico, encajarlo en el ascensor les costó. Luego el arrastre de este objeto pesado por el rellano, arañazos en las paredes, murmullos, jadeos de esfuerzo, voces airadas que terminaron con el estampido seco de una puerta. Incluso pude seguir un rato más oyendo el vocerío proveniente de su vivienda, pero para nada se me ocurrió pensar que todo aquel bullicio provocado por un simple traslado pudiera presagiar nada alarmante.
         Los anteriores inquilinos apenas molestaban y cuando se fueron no nos dimos cuenta, ni siquiera se despidieron. En esta finca casi todos estamos de alquiler, son apartamentos de reducido tamaño para parejas sin hijos. Cuando deciden aumentar la familia, se van a otra parte, si pueden. Vivir de alquiler se ha puesto por las nubes. Así que casi todos los vecinos somos de cierta edad y sin hijos.
          Guadalupe Cañas se llama ella y Alfonso Porra, él, según he podido leer en el adhesivo que han pegado en su buzón encima de las anteriores. El cuarto primera se encuentra debajo de nuestro ático, que dispone de una terracita donde cultivamos plantas medicinales. Al principio no le dimos importancia, siempre se oyen voces en estas viviendas poco insonorizadas, pero nos extrañó. La pareja anterior ni se la oía, pero a ésta, a eso de las nueve de la noche, una escandalera. Subíamos el volumen de la tele que amortiguaba un poco. Él, de voz gruesa y cortante, ella, más bien aflautada, de las que hablan largo sin cansarse. Lo común es su timbre de voz que es alto y con mucha tralla, una vecindad molesta. Nos taladran los oídos en cuando llegan.
         Cuando he intentado llamarles la atención, me ignoran. Barajé avisar a la guardia urbana, pero lo descarté. Montan la orgía las noches de los días laborables, los domingos nos dan descanso. A veces la fiesta se alarga hasta el amanecer, con el retumbo de los cafés y las cañerías, yéndose hacia las nueve.  Profieren alaridos que duran un rato para luego cesar de golpe, seguido de un breve mutis entremezclado con risas, que acaban en un auténtico galimatías. A la noche se repite la misma historia. Llega ella, llega él, un fragor de voces, un desenfreno de pasiones, gritos, crujidos, insultos, golpes, risas, en el recibidor, en el comedor, en la cocina, les oímos por todas partes, cualquier lugar les vale para dar rienda suelta a sus ardores, vuelven a la desenfrenada actividad sexual de cada noche y vuelve la bulla, los chillidos, el mete saca incansable, las palabras altas y soeces y el triquitraque interminable.
        El edificio entero tiembla de espanto y de placer. Guadalupe y Alfonso desarrollan  una irrefrenable pasión  libidinosa  a todas horas. Incansables. A veces nos parece oír hasta el chasquido de un látigo seguido de lamentos y lloros aderezados con aullidos de placer. Se lo pasan en grande. Nos sorprende y hasta cierto punto, lo envidiamos. Elevar el volumen de la tele ya no nos sirve. Seguimos oyendo los "Ven, zorra, soy el lobo que te va a comer, abuelita, dime que sí, átame mas fuerte, cómeme..." Por eso ahora ni tele ni radio. Preferimos escucharles. Después de cenar nos preparamos unas tacitas de infusión del Romero de la terracita de casa, al que añadimos unas raspaduras de raíz de Gin Seng y unas gotitas de licor de menta y nos desnudamos. Nos quedamos alerta, esperando a los vecinos del cuarto. En cuanto llegan, inician los jueguecitos y nosotros hacemos lo mismo. Nos añadimos a la fiesta en la distancia. Nuestros cuerpos se enredan como los suyos  y nos  acariciamos, y mis manos recorren los muslos de mi esposa y ella me roza los pezones que se electrizan e intuimos que ellos están haciendo parecido y nos enardece más y empezamos a amarnos como los dos jóvenes enloquecidos que un día fuimos con la banda musical de los de abajo y al ritmo que imponen, berreamos cuando berrean, vociferamos cuando vociferan, gemimos cuando gimen, pues estamos compartiendo las mismas voces que las suyas, las mismas acciones y gestos, casi los mismos cuerpos y el mismo orgasmo simultáneo al de los vecinos del cuarto primera.
         Un día de estos iremos a conocerlos, tal vez podamos establecer una buena amistad y hasta puede que nos mudemos de apartamento, porque se nos haya quedado pequeño el ático. Aunque quizás no quieran extraños en sus rutinas de entre semana, nunca se sabe.

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