Tú
Por alguna razón
desconocida te gusta venir cada noche a la casa que hace no mucho te vio nacer.
Apareces por cualquier puerta, cada noche una distinta y recorres parsimoniosa las
habitaciones, una tras otra, con paso airoso, flotante, rozando ligera los
muebles con tu vestido de seda esponjosa y dejas aroma de canela que tanto te
gusta impregnada en la estancia. Te paseas sosegada por el comedor de papel
pintado, balanceas los brazos como en un escenario ficticio y suena en tu
cabeza una música celestial que te ilumina el rostro. Por alguna razón
desconocida acabas sentándote en la mecedora de madre, de mimbre grueso y
antiguo, la preferida de la abuela, de madre, de ti, te reclinas dulcemente,
atusas tu cabellera rubia y te quedas ensimismada mirando afuera por la
ventana. Tu tez infantil la enciende un reflejo de luna, la calle permanece
oscura, observas la noche sin descorrer las cortinas, farolas, coches, luces
verdes, rojas y amarillas, escasos peatones bajo los abrigos, lluvia fina, la
acera, la esquina, la horrible esquina, sí, donde perdiste la vida.
No
quieres verla pero la buscas, la rehúyes, pero se te va la mirada sola, cierras
los ojos, persiste la imagen, sientes un gusano blancuzco que te corroe por
dentro, tiemblas al ver la esquina: volvías corriendo, temerosa, perseguida por
alguien que te quería hacer daño sin tú saberlo. Sin tú saberlo. Exhausta,
débil, herida de hermosura, la falda a jirones, apenas doce años, apenas una
adolescente, hasta la esquina, corriste, caíste enferma de muerte, desangrada.
Un ramo de flores seco sigue atado a la
farola. Huele a canela. Antes de morir, hermana, viste tal vez a madre, sentada
en la mecedora que ahora ocupas, mirándote horrorizada por la ventana. El hilo
de la muerte os unió para siempre. No la busques aquí, Irene, ya no está aquí. Al
salir de clase de danza, confiaste en el amigovio de madre: te acompaño, vamos
de camino, tal vez te dijo, zalamero, ah vale, respondiste tú ingenuamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario