Cortapisas
Lo primero que emerge del pueblo en niebla es el tañido de la campana.
Siete veces. Lo segundo, el pincho de la cruz del pináculo piramidal del
campanario. Lo tercero, la mañana con los tejados y las chimeneas de las casas
echando humo. La tejas transpiran sudor, las paredes derriten blancura, los
maderos de las puertas se desatrancan, giran los goznes, algunos pastores surgen
de la nada, se oyen tronar voces de reclamo a los animales, las vacas mugen, corren
cerrojos, los bastones las guían hacia el monte, se van cencerros arriba, los
perros saltan sobre sí mismos, no hay olor a café recién hecho, solo huele a
estiércol y alfalfa mojadas. Mientras el pueblo se espabila, el sol seca
cañadas y humedades, el río exiguo del valle fluye dibujando perezosas eses y
el cadáver del niño de la Aurora flota con siete años estancado en un recodo
del agua. Igual que un nenúfar azul. Desapareció anoche. Nadie le echó a faltar
salvo el sacristán cuando Pedrito no acudió a la preceptiva misa de las siete.
Era su único monaguillo.
Cinco puñaladas —dictaminó el
forense —no se ha ahogado. Aurora lloraba la pérdida de Pedrito, su sexto hijo
y el menor, lloraba y se derretía como las paredes de las casas. El inspector
investigó a fondo, echaba humo por la boca y por la cabeza, hizo preguntas a
trochemoche, casi todo el pueblo pasó por su despacho de la ciudad, incluso las
vacas, oliendo a estiércol y alfalfa húmedas. El caso le resultaba complicado,
no habían testigos ni motivos. Aparentemente. Y siempre aquella espesa niebla
traspirando vapor y tinieblas. Jamás lo resolvió, ni huellas, ni ADN, ni nada
que hablara en el muerto. Le dolía la mala conciencia. Ni girando goznes ni
desatracando puertas, ni con buen café. Todos parecían inocentes y dolidos. El
cuchillo era común, una daga de matar cerdos, apareció en una acequia,
cualquiera podría haberlo asesinado, no presentaba signos de violación ni de
haberse defendido. Los cortes en brazos y piernas, el último en el cuello, el
definitivo. Todo parecía indicar que lo habían atacado de espaldas, antes de
asestarle el tajo final. Entre cáñamos enhiestos flotaba el nenúfar azulado.
Pedrito era buen estudiante.
El maestro lo tenía por un superdotado. Le bastaba leer un texto para
aprenderlo y razonaba lógicamente. El maestro decía que sería el orgullo del
pueblo, que lo pondría en el mapa del mundo. Era con siete años el más espabilado
del pueblo, todo un cortapisas.
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