martes, 2 de abril de 2019

Relato 262



                                            Ayer

Fue en el entierro de su madre, ayer. Fui a darle las condolencias. Olía triste, a sándalo y a murmureos enlatados. Aún me duelen las pituitarias. Quería a tía Luisa, la quería de veras. Fue monja misionera, enfermera, esposa, beata, madre, en orden sucesivo, una mujer siempre dispuesta a ofrecer su ayuda con una gran sonrisa. El ataúd blanco, ella, dentro, muy enjuta, también de blanco, con una diadema ancha y blanca, siempre dominó el blanco en su vida y en su muerte. Recé a su lado, por su memoria, por su bondad. Se me acercó su hija, sentí su presencia a mis espaldas, me giré, la abracé, le di dos besos en las mejillas, un abrazo, un lo siento sincero, ella aguantó mi emoción entre sus brazos, también mis lágrimas y al poco se separó de mí lentamente, se me quedó mirando a los ojos y sin darme tiempo a recuperarme me propinó:
        —¿Nunca te diste cuenta?
         Me quedé desconcertado. ¿A cuento de qué venía esta pregunta y en ese momento, junto al cadáver de su madre? Me ruboricé, suerte de la luz tenue de la capilla, que me ayudó a disimularlo. ¿De qué tenía que darme cuenta? ¿De qué había engordado pero seguía siendo la misma prima rica y corpulenta de siempre con sus largas pestañas de acero curvado? ¿De qué seguía siendo hombruna, ancha de espaldas, de hombros alzados y más alta que yo por unos centímetros? ¿De qué, Dios mío? Habían pasado no menos de treinta años desde que nos vimos por última vez. ¿De qué? Ella seguía mirándome fijamente, ansiosa, esperando una respuesta. Su cara continuaba tan extraña y desencajada como cuando de adolescentes jugábamos a escondite en su torre de Horta. Ahí seguía, estática, sus cabellos, lacios, le recubrían las orejas y sus pómulos, tallados al fuego en piedra homérica desde su infancia, continuaban encendidos como ascuas ahora tal vez de tristeza, de rabia, de dolor o de añoranza, o de todos a la vez. No lo sé, estaba perplejo, siempre he sido inocentón y lento de reflejos, así que sintiéndome acuciado por dar una respuesta y sin poder ordenar mis ideas, balbuceante, le respondí:
        —¿De qué, Nuria?
        Ella torció el labio inferior, los tenía abultados, se lo mordisqueó un poco, hasta enrojecerlo, recordé que era un gesto que hacía habitualmente cuando se sentía contrariada, me agradó recordar este detalle. Intuí que le había fallado, que esperaba una respuesta más contundente, el sudor corría por mi espalda, un sudor frío como el cadáver que nos acompañaba me mojaba las manos sin que pudiera evitarlo. Seguía mirándola como si me hubiera hipnotizado.
        — Tú me gustabas.
        Creo que hasta tía Luisa parpadeó el ojo derecho en señal de sorpresa. O puede que ya lo supiera: madre e hija se tenían mucha confianza y yo fuera el único idiota que estaba en blanco. Es cierto que Nuria y yo jugábamos con un montón de amigos en su torre de Horta de jardín salvaje a escondernos y me llevaba a sitios oscuros y alejados de la gente y nos divertíamos mucho. Pero jamás (que yo sepa) se me insinuó, jamás se me hubiera ocurrido ni siquiera darle un beso en los labios, jamás sentí deseos de hacerlo, jamás hizo ella nunca para incitarme, jamás hubiera podido liarme con una muchacha que yo siempre consideré tan poco femenina. Mi cerebro empezó a borbotear y temí que Nuria pudiera atravesar mis neuronas con su mirada penetrante y adivinar mis pensamientos y ofenderla sin querer en una situación tan delicada como la del entierro de su madre. Seguía oliendo a triste sándalo y me ofendía la nariz.              
        —No, Nuria, lo siento.
        —Ni siquiera un poquito.
        —Siempre te vi como mi prima, Nuria, nunca como una mujer.
        Ella apartó la mirada de mí, se restregó los ojos, me dio un beso rápido en la mejilla como si con ese gesto sellara y cerrara un ciclo irresuelto de siglos, respiró acongojada, luego profundo, me miró y sonrió tiernamente antes de salir sollozando a la búsqueda de su esposo e hijos. Todos los presentes fueron a consolar sus lloros en tan triste momento. 
         Aún me duelen las pituitarias.

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