martes, 17 de octubre de 2017

Relato 186

                                        Hijo

Hojea un libro pequeño y arrugado junto a la lámpara de la mesita de noche, abierto por la página veinte. Una colección de cuentos breves de un autor desconocido, de hace años. Está en el tercero. El cuento habla de un hombre gordo y calvo que trabajaba en una agencia de transportes por carretera y de un chico que un día fue a llevar un paquete para enviar al pueblo. El muchacho —dice el texto— tenía quince años y era como cualquier adolescente, díscolo. Estaba harto de que todos le dijeran lo que tenía que hacer y lo que no, cansado de que todos le mandaran y ese día, treinta de junio, no fue una excepción. El paquete contenía cocas de san Pedro, cocas que habían sobrado del día anterior y que sus padres, pasteleros de profesión, enviaban a su familia del pueblo para que las aprovecharan y como señal de cariño.
        —Lleva este paquete ahora mismo antes de que se vaya el camión, que sale a las doce y falta poco.  —le ordenó  su padre, tajante.
        Se trataba de una caja de cartón voluminosa envuelta con un par de vueltas de cuerda trenzada, que iba precintada con cinta adhesiva y que le pesaba bastante.
        —Ten, llévate este dinero. —añadió, tras rebuscar en un cajón, y al no encontrar pequeño le dio un billete grande.
        —Vete rápido antes de que salga el recadero, sino habrá que esperar hasta el próximo martes y las cocas se van a poner secas.  —le gritó su padre desde el obrador, mientras sacaba, bañado en sudor, unas latas del horno.
        Fue un junio muy caluroso. De malas pulgas el chico dejó lo que estaba haciendo, se cargó el fardo al hombro y se fue a la agencia que estaba a unas manzanas de la pastelería. Cuando llegó, jadeante, el tipo gordo y calvo estaba atareado, muy ocupado, distribuyendo paquetes según su destino bajo unos letreros grandes. Apestaba a sudor, no le podía atender.
        —Un momento, hijo, en seguida estoy contigo. —le atizó velozmente, casi sin mirarle, pero siguió sin tenerle en cuenta mientras atendía a otros clientes que llegaron después de él. "Bueno al menos estoy aquí, un poco de paciencia tampoco me va a ir mal, el camión no se va a ir sin el paquete, este tipo gordo me cae como un culo, me está ninguneando porque se cree que soy un crío, mira que decirme hijo, pero qué se ha creído este calvo repugnante", pensaba el muchacho mientras le echaba miradas asesinas. Al cabo de una rato el tipo se le acercó y le dijo: A ver, hijo, ¿a dónde va? Eso de hijo le volvió a sentar como una ijada en sus partes, pero no le replicó. A Mora. —le contestó, secamente. —A Mora, ¿de qué, hijo? Lo volvió a hacer y encima meneando la cabeza. —De Ebro. —respondió el mozalbete, resoplando. El tipo cogió el bulto, lo puso encima de una báscula, alineó el fiador, apuntó el peso y le dijo: son ciento veinticinco pesetas. El muchacho le alargó el billete, uno de mil, el que le había dado su padre.
        —No tengo cambio, hijo, esto es demasiado grande, prueba de ir a la farmacia de aquí al lado y que te lo cambien o sino al bar. ¿Quieres, hijo? —le espetó el hombre con la cara más amable de que disponía en aquel momento.
         "Encima de haber tenido que esperar y que atendiera a otros clientes antes que a mí ahora pretende que vaya a buscarle cambio porqué no tiene, esto es el colmo y además lo ha vuelto a hacer, el muy cabrito me ha llamado hijo otra vez", pensó el chaval.
         —El cambio se lo va a buscar usted que es a quien le hace falta y no me vuelva a llamar hijo que no soy familia suya y ni puta gracia me hace, que ya tengo padre y con uno me basta y sobra, pero usted qué se ha creído ¿lo ha entendido? —gritó enfurruñado el adolescente, mientras su rostro enrojecía de vergüenza y de cólera.
        El tipo se quedó de piedra, si le pinchan no le sale sangre, se rebotó, empezó a vociferar, daba vueltas por la agencia en círculos ovalados, mirando a la clientela, a los transportistas, buscando una salida decorosa, una respuesta, no se podía creer la actitud insolente de aquel mocoso. Al final se le acercó, iba en camiseta, se puso muy cerca, olía aún más pestilente, a sudor rancio, de hecho todo el almacén olía a rancio, le puso el paquete a los pies y alzándole la voz para que todos se enteraran le vomitó en pleno rostro: o me traes el cambio como te he pedido amablemente o ya te puedes ir tú y este paquete a donde te dé la real gana, ¿lo has entendido, hijo? Y se quedó plantificado, enorme como un ogro, delante suyo arqueando las cejas y repitiendo el muy capullo varias veces seguidas eso de ¿lo has entendido, hijo?
        Ya lo creo que lo entendió, aquello le sonó claro y distinto, contundente como un ultimátum. Al chaval —seguía el texto—le empezó a temblar el cuerpo, algo incontrolable, no sabía qué hacer, todos le miraban, seguía con la cara encendida, balbuceaba, seguro que si en aquel momento decía algo se hubiera atrabancado, así que optó por guardar silencio y no moverse del sitio. Pero algo tenía que hacer, se había desbravado, es cierto y esto le satisfacía, pero ahora tenía que actuar, salir del embrollo donde la testosterona le había metido, tenía que atenerse a las consecuencias, el camión estaba a punto de partir, no podía volver con el paquete a casa, su padre le hubiera crucificado.
         En la farmacia le dieron cambio, pagó las ciento veinticinco pesetas con toda la dignidad que pudo, dejó el paquete y se fue con las piernas palpitando hacia la pastelería. Atrás suyo le pareció escuchar un coro de risotadas, aunque no giró la vista. Había sido la primera vez que como adolescente se había rebelado contra la autoridad y se había tenido que comer el orgullo con las cocas de san Pedro. Todo es empezar, farfullaba, hinchado por la hazaña, todo es empezar. Había desafiado el miedo. Hubo un Pedro —concluía el cuento a modo de moraleja— que negó tres veces seguidas el nombre de Cristo, aún amándolo, y sobre este Pedro la Iglesia edificó un Estado. De eso hacía dos mil años y la Historia como una elipse infinita no para de repetirse.  

        El hombre calvo y gordo cierra el libro, extiende la mano y apaga la luz de la mesita de noche, sonríe sórdidamente, se acuesta y recuerda que hace años, cuando él regentaba una agencia de trasportes por carretera, le pasó algo parecido con un muchacho imbécil. 

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