martes, 10 de marzo de 2015

Relato 50

  
                                             Usted     

 "Ahí no, ¡vaya! Aquí llevo las llaves, las castañas, el móvil y  el monedero, eso es. De modo que el Walkman y la cinta están en este otro bolsillo. Exacto. Bien. Todo en orden. Espero sea puntual. Hemos quedado a la hora en punto. Ya casi lo es. No podrá tardar. A mi edad la paciencia es una virtud y una necesidad. Tampoco tengo nada mejor que hacer. Estaremos tranquilos, hay poca gente en el bar. Confío sea de su agrado. Me siento algo nervioso. Claro. No estoy nada habituado a compartir confidencias, francamente. Y menos a personas que no conozco. Será hombre, será mujer, ¿quién puede saberlo? Pero ésta le gustará, creo. Me encantaría. Yo la encuentro de una ternura increíble. Aunque si no le gusta, tampoco pasará mucho ¿Qué se le va hacer? Eso sí, habremos compartido una experiencia verdadera y mitigado juntos por un rato nuestra soledad. Al menos la mía, una soledad impuesta. Cosas de los años. Ella se fue para siempre. No sé si sobrevivir es mejor a morirse. De todo se aprende. Necesito que venga. No puede tardar. Mejor le espero fuera. ¡Ah!, ahí viene."
         —Muchas gracias por venir, ha sido usted muy amable. Confío no le haga perder el tiempo, que no lo vea como una chochada de viejo. Veo que le gusta la puntualidad, a mí también. Es un buen principio, ¿no le parece?  Pero pase, por favor, pase y siéntese donde usted quiera. Tengo la mesa reservada. Es aquella del rincón ¿Le va bien esta silla? Yo me sentaré en ésta otra, la de siempre. Gracias, muy amable ¿Ve, esa mesa? Sí, la rectangular. Pues es donde ellos se reúnen.
          —Buenos días, Sr. Ambrosio, ahí tiene su cafetito y su botellín de agua sin gas, como de costumbre.
          —Y, usted, ¿tomará algo?
          —Le recomiendo el café en cualquiera de sus variantes. Añaden una chocolatina deliciosa. Y si lo quiere con leche la espuma está de muerte. Usted mismo.
          —Pues eso. Tráigale lo que ha pedido y me lo pones a mi cuenta  ¿Vale? Gracias Alfredo.                
          —Como le decía, ellos se agrupan siempre en torno a esa mesa. Son cinco, tres hombres y dos mujeres. Los miércoles por la tarde. En cada ocasión uno distinto expone un caso clínico. El resto escucha. Luego debaten. Trabajan en un centro de salud cercano al bar. A mi parecer, tienen un alto contenido humanístico. Por eso le he citado aquí. Yo, les escucho y discretamente les grabo. Deseo compartir con usted una de estas grabaciones. Del pasado miércoles veintiocho de marzo. Especialmente emotiva. Escuche, por favor: Cric.
“Gregor se esfumó de mi presencia como una minúscula pompa de jabón que empezó a crecer y a crecer hasta reventar contra mi pecho. Fue horrible.  Es razonable pensar que uno puede perderse, pero, ¿cómo entender que alguien que está a tu cargo desaparezca así tan de repente sin dejar más que una mancha acuosa?
         —Ahí tiene, señorita Luisa, su café con leche con sacarina y su croissant. Ahora mismito les traigo lo suyo, caballeros. Y unas patatitas para la señora Ana, con su cervecita bien fría.
         —Gracias, Al.”  Crac.
         —Luisa, la que habla, sabe usted, es una mujer resuelta. Lleva el cabello corto y roza la cuarentena. Está separada. Dedica muchas horas a su trabajo. Se lo lleva a casa. Sin hijos, creo. Cric.
         “¿Cómo pudo ser? Acabábamos de cruzar la verja de la calle y en el ascensor desapareció de repente de mis brazos. ¡Mi Gregor! En el espejo sólo vi una mujer con los ojos muy abiertos, atónita, colmada de desesperanza. Espantoso, se me pone la piel de gallina. Era una pesadilla, no caí. Tampoco en que fuera una precognición.” Crac.
         —Todos ellos son maestros de educación especial, sabe usted. No como yo que me pasé la vida explicando Platón y Espinosa a muchos  adolescentes alocados, más atentos a las chicas que a la filosofía. Luisa es educadora de niños pluridiscapacitados. Son criaturas que sufren graves trastornos psíquicos y físicos. Luisa toca la realidad del día a día. Cada vez hay más. Los tratan de muy pequeños. Atención precoz le llaman. Un día le oí decir que promovían el mayor progreso posible con la mayor dedicación posible e imposible. Cric.
         “Me descubrí impotente, devaluada, me veía dar vueltas girando en una noria desenfrenada ante un espejo que me acusaba y me señalaba como culpable. En el suelo, una corriente absorbente me empezó a engullir lentamente como si fuera el estómago de un voraz agujero negro.” Crac
         —Luisa estaba agitada. Se la veía nerviosa. Atropellada. Removía vehementemente la cucharilla en el café mientras hablaba. Cric.
         “Sentí que me ahogaba, que me arrastraba la profundidad hacia lo desconocido. Allí todo estaba oscuro, sin afectos, tenebroso. Algo insoportable. Quise regresar. Sudaba. Temblaba. Espoleada por la misma angustia imaginé que estaba soñando. No podía ser verdad tanto miedo. Traté de imaginar un nuevo sueño, de hacer algo que me lo hiciera soportable. Lo busqué. Me debatí. Imploré. Gregor apareció sano y salvo, acunado en el sueño cual luna calmante al arrullo de las estrellas. Entonces desperté.” Crac.
         Recuerdo que hizo una breve pausa, relajó los hombros, suspiró y mordisqueó uno de los cuernos de la pasta. Aproveché para dar la vuelta a la cinta, ve usted, como hago ahora, y poder seguir grabando la conversación. Ya sé que usted considera esto una antigualla, pero por favor, siga escuchando. Cric.
         “Cuando a la mañana de ese día volví al trabajo me tranquilizó ver entrar de nuevo a la sala a Gregor. Me acerqué a él y en voz bajita le dije: Gregor, querido Gregor no te vayas, por favor, no te mueras sin decírmelo antes. Teníamos los ojos a la misma altura, me miró largamente inexpresivo y sin decirme nada esbozó algo así como una sonrisa. Intuí que me pedía con su manita que le bajara al suelo.
         —Hijo de puta, pero habrase visto hijo de la gran puta. Cómo se le ocurre pitar a eso falta. De dónde han sacado a este atajo de árbitros. Anda que si esto es penalti que venga Dios y lo vea. No me extraña así gana cualquiera, con el árbitro jugando con ellos. Será cabro…” Crac.
         —Perdóneme usted por esta grosería. Se me olvidó parar la grabadora. Los miércoles dan fútbol por la tele y la peña se pone que no veas. Por cierto, el penalti, sabe usted, lo fallaron. Los locales acabarían ganando el partido pero la tranquilidad no volvería al bar hasta muy tarde. Bueno sí, pero eso es normal, el ruido de las fichas por la mesa, claro, y el tintineo de las tragaperras, eso son sonidos soportables. Incluso deseables, diría. Forman parte del rumor del mar, pero escrito con <b>, ya me entiende. Cric.
         “Entonces le abracé fuertemente contra mi, como si quisiera sellar con él un acuerdo secreto, algo entre él y yo. Se dice que vivir y morir conforman las dos caras de la misma moneda, pero Gregor me enseñó en su silencio que en el canto de la moneda ni se vive ni se muere. Se está en un equilibrio inestable, donde todo adquiere una dimensión crítica, simple, tal vez más cierta.” Crac
         Perdóneme usted esta nueva interrupción pero me parece de cierta importancia. Un día le oí comentar a Luisa que Gregor sufre una enfermedad degenerativa, sabe usted, desde su nacimiento. Los médicos le llaman síndrome de Alexander y no tiene solución. Le pronosticaron dos años de vida. Para sus padres fue un mazazo. Hoy el pequeño tiene cuatro, pero su estado es crítico, muy crítico. Luisa no puede, comprende usted, dejar de pensar en esta criatura ni de día ni de noche. Le resulta imposible. Cric.
         “Que hay que ejercitarse para morir algo cada día, como hace Gregor, para acceder a una vida con más amor, con mayor sentido.” Crac.
         —En cierta ocasión, discúlpeme usted de nuevo, Luisa dijo que había gente, generalmente ajena a esta problemática, que se mostraba partidaria de acabar con estas personitas, con la excusa de acortarles el sufrimiento. Esto le parece a Luisa una estupidez. En mi larga experiencia —dijo— jamás me he sentido tan humana, tan arraigada a lo que en verdad importa. Nunca he recibido tanto como cuando estoy con ellos, mis amigos del alma. Cric
         “Juntos crecíamos por dentro mientras él iba desapareciendo, como si se estuviera entrenando para la representación del eterno juego del escondite cósmico. Ahora sabía que no se iría sin avisarme, que no me dejaría sin compañero de vida y de muerte, sin cómplice, sin tiempo.” Crac.

         No hay más grabación, lo siento. Luego estalló una algarabía en el bar y tuve que interrumpirla. Habían marcado un gol al parecer en fuera de juego en la segunda parte y los ánimos se encresparon otra vez. Algo escandaloso. Fue una lástima. No sabremos qué les dijeron sus amigos a Luisa. Puedo, eso sí, decirle qué pasó luego. Le tomaron de la mano y con infinita ternura le hablaban y  consolaban en voz baja. Ella lloraba y escuchaba. A mí me conmovió, a qué negárselo. Sabe usted, me he pasado la vida enseñando filosofía desde la razón y ahora en la vejez, paradojas de la vida, aprendo filosofía escuchando desde el corazón.  Grabar sus palabras, verlos gesticular, observar el afecto que se dispensan constituye mi mayor y casi única distracción, qué quiere que le diga. Compartirla con usted, un privilegio. De corazón se lo digo. Sabe, escribir no puedo. Con lo que me ha gustado. El reuma me tiene molido los dedos y practico con las castañas, abriendo y cerrando continuamente la mano derecha, pero sinceramente avanzo poco. Qué se le va a hacer. La vida es demasiado corta para cambiarla y demasiado larga para abrazarla. Aún así, seguiré intentándolo. Tengo todo el tiempo del mundo, ¿no le parece? Muchas gracias por acompañarme hasta aquí. Ha sido usted muy gentil.  

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