Juicio
─La maté, es
cierto, fue un arrebato de celos, lo siento, señoría, lo siento muchísimo, no
lo volveré a hacer.─ Se echa a llorar.
El sol se filtra por uno de los ventanales que da al Este y se pueden ver con
claridad las partículas de polvo en suspensión flotando caprichosamente por la
sala. Salvo el lloro desconsolado de la
acusada no se escucha nada más, si acaso el cansino latido de un reloj de
péndulo colgado en la pared del fondo, junto a la puerta de emergencia. La sala
está llena, es un caso de asesinato que ha movilizado la prensa y la opinión
pública.
─Me engañaba,
llevaba meses engañándome, no lo pude soportar, lo siento, señoría, lo siento
muchísimo, no lo volveré a hacer.
Se limpia las lágrimas con la mano libre, el
juez le pasa una caja de pañuelos de papel, coge algunos, se seca las mejillas,
se restriega los ojos, no puede levantar la vista, el auditorio le da miedo no
puede soportar su mirada condenatoria, vuelve a llorar, ahora en silencio. Se
oyen murmullos que no cesan, que van en aumento, el reloj señala las doce y
cuarto, el filtro del aire condicionado echa aire caliente que revoluciona las
partículas en suspensión, una mujer tose, otra estornuda, alguien se suena la
nariz y se oye el choque de un móvil cayéndose al suelo.
─Silencio en la
sala─ ordena el juez. Afuera el tráfico, los cláxones, las
sirenas, el bullicio de la muchedumbre caminando, la indiferencia, todo se
escucha desde dentro, amortiguado.
─Yo la amaba, no sé
cómo pudo pasarme una cosa así, estábamos bien, éramos felices, no lo entiendo,
no me acuerdo, señoría, no me acuerdo de nada, esa noche, en la cocina, no sé,
me debí volver loca.
Una mujer de las primeras filas
envuelta en un abrigo blanco se levanta de entre el público con algo pequeño
pero reluciente en su mano derecha, apunta diligentemente y dispara. El reloj
señala exactamente las doce y veintitrés.
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